domingo, 29 de noviembre de 2009

La represión del ósculo


Esta es la brevísima historia de un hombre que nunca besó a nadie en la boca. No por arisco ni por falta de ganas. Simplemente, por timidez. Era exclusivamente por culpa de esa manera tan torpe de callar sus sentimientos que andaba con los labios vírgenes.
Más de una señorita o caballero, según los gustos, hubiese besado esa boca cerrada que invita al misterio. ¿Cómo podía un hombre de más de treinta años haber vivido tanto tiempo sin besar? ¿Cómo sería el día que se animara a hacerlo? ¿Sabría cómo? ¿Y si resultaba que ese primer beso tuviera pretensiones de retroactividad?: seguramente se hubiese consagrado como el beso más largo del mundo.

Créanme que este hombre existe. Y que hubo una excepción en su vida. Esa boca grande, de labios carnosos y húmedos se apoyó sobre ella en un ritual que incluyó ojos cerrados, para sentir enteramente. Su comportamiento atípico duró apenas un instante que, para ese hombre, habrá resultado la infinidad misma. Sea su anterior privación o una prueba de fuego, ese día sus labios húmedos se animaron a humedecer. Lástima que ella no pudo contarle a nadie sobre la experiencia. La timidez de él y la lógica mudez de la besada se quedaron con el secreto mejor guardado.

Por falta de atrevimiento, ese hombre todavía sigue sin probar labios ajenos. Lo que no pudo aquella vez fue resistirse a besar una pelota. Justo antes de patear un penal.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Historia de segundo año


No exagero si digo que para Juan Pereyra, o Mugrelito, como todos le decían, era otra vez el advenimiento de esa maldición que tanto lo atormentaba. En esos momentos cruciales Mugrelito sentía como un ahogo. O hasta cosas más escabrosas; para él, era lo más parecido a morirse. Esa puta manía de tener que arrancar las clases, porque era puta esa manía, según comentaba Mugrelito, le devoraba las ganas de vivir. Marzo era el peor mes del año para él. Era el mes que marcaba un antes y un después en el año. Era el punto de partida hacia el sufrimiento, sin dramatizar ni un poquito sobre el asunto. Y lo peor: marzo determinaba con exactitud calendaria el abandono diario de los partidos de fútbol de Mugrelito en el barrio. Como toda circunstancia que se torna cuesta arriba, volver al colegio le resultaba cada vez más tortuoso con los años. Y encima ahora tenía que ver de nuevo a las mismas profesoras, porque había repetido el curso anterior. Sin embargo, lo que más le molestaba a Mugrelito era tener que ver a la profesora de historia, la Toloza, como le decían. Buena costumbre esa de abreviar nombres. De otro modo, no hubiese sido sencilla la tarea de llamarla Beatriz Olga de los Angeles Toloza de Gómez, así, toda entera. La cuestión es que la profesora de historia lo tenía de hijo a Mugrelito. No es que lo protegiera, ni mucho menos. Lo de hijo es una expresión más bien futbolera, con una connotación de sometimiento y no de amor. Con decir que la Toloza nunca le había puesto más que un “4” y encima lo hacía pasar al frente todas las clases para dejarlo en ridículo. No creo definitivamente en las dualidades tajantes, pero en este caso se puede decir, sin caer en exageraciones, que la profesora era más mala que la peste y Mugrelito, en cambio, era un pedazo de pan. Pasaba al frente de bueno que era. Ni una vez dijo que “no” o se excusó para quedarse sentado. Al contrario, soportó estoico, valiente como los verdaderos próceres, cada intento de humillación. A Mugrelito, el “siéntese tiene un 1” se le había acostumbrado al oído. Así y todo le golpeaba el alma en cada oportunidad. Se había acostumbrado al dicho, no al hecho. Y eso hacía que odiara a la profesora incluso más que a la materia. Un día, de esos en que uno se levanta con ganas de empezar de cero y darle para adelante, hizo una monografía de veinte hojas. Nunca había hecho una cosa parecida. Había escrito sobre algo como nunca antes. Esa vez había abordado desde una respetable redacción el tema del Virreinato del Río de La Plata. Lo había hecho con unas ganas inusitadas y con un pedido implícito de expiación que le obviara recibir el deshonroso “siéntese tiene un 1”. Tenía razón. Esa vez se salvó de la insultante calificación y cortó la racha adversa que lo tenía condenado al descenso escolar. Pero recibió un golpe quizás hasta más duro, cuando desde esa boca, a la vista tan insulsa, se transmitió un mensaje lacónico: “No respetó la consigna, el trabajo no sirve”. Fue el último esfuerzo de Mugrelito por revertir su relación con historia. Ni un paso más dio al respecto. Por cierto, lloró como lloran los generales más sensibles cuando pierden una batalla. Y volvió a su puesto, su pupitre, con toda la resignación que le fue posible juntar. Una mañana de noviembre, la Toloza lo esperó agazapada a la salida de la clase. Tenía una propuesta para hacerle a Mugrelito. Sabía que lo tenía en sus manos y seguramente acorralado a una sola respuesta. Se trataba de un pacto, según parecía. El asunto es que la Toloza tenía un hijo que cursaba en 2°A, el otro segundo del turno, y se estaban por jugar los intercolegiales de fútbol. Los intercolegiales eran campeonatos que nadie quería perderse. Ni los chicos, ni los grandes. Por lo pronto, todos los colegios tenían la posibilidad de presentar dos equipos por cada año: dos segundos, dos terceros y así sucesivamente. Encima, para el campeonato de ese año se decía que iba a ir gente de los clubes más importantes del país para tratar de “rescatar nuevos valores”. Nada más que eso quería Carlos, el Mudito Carlos, hijo de la Toloza. Soñaba con jugar en Primera, en algún club importante. Claro, la Toloza, como buena creyente de las cosas establecidas, estaba convencida de que la historia la escriben los que ganan. Por eso sabía que para que su hijo accediera al privilegio de ser mirado con buenos ojos tenía que ganar el campeonato. Sabía también la Toloza, que al parecer tenía informantes, que Mugrelito era el mejor arquero de esa camada de muchachos de segundo año. Alto y flaco era Mugrelito. Lindo físico para arquero. Como decía, la Toloza lo esperó a la salida de clases. No casualmente ese día no lo había hecho pasar al frente. Aunque Mugrelito eso no lo iba a entender hasta conocer los propósitos de la mujer que tan amarga le hacía la vida. El diálogo no fue fluido. Es más, se trató más de una retórica imperativa que de una charla convincente. Sin mucha vuelta, la Toloza le encomendó que se cambiara de equipo, si es que Mugrelito tenía intenciones de aprobar la materia. Así, lisa y llanamente. No es que la Toloza lo hiciera por compasión. Se trataba de un arreglo artero, de un chantaje. Era probablemente un humillante “6” en historia a cambio de toda una demostración de arrojo que lo arrastrara a Mugrelito hasta dar la vida, si fuera necesario, por un equipo ajeno. Un equipo de otros, de ningún compañero. Mugrelito la escuchó, más por respeto que por interés. Al cabo, no había aprendido muchas cosas en el colegio, pero entendía que el fútbol era maravilloso cuando se juega con amigos. Después del parloteo de la Toloza no sobrevinieron palabras de Mugrelito. De todos modos, Mugrelito dejó entrever con gestos que iba a pensar acerca del asunto. Entiéndase que la Toloza no hubiese aceptado jamás un “no”. La sola negativa de Mugrelito hubiese significado su suicidio o, al menos, su desaprobación en historia para siempre. Por lo pronto, en aquel momento prefirió hacer silencio y postergar sus chances. La fecha límite para presentar las listas era el 15 de junio. O sea, Mugrelito tenía tres días para decidir sobre su futuro inmediato. Aclaro que Mugrelito podía jugar en cualquiera de los dos equipos por una enmienda reglamentaria, que contemplaba el caso de los repetidores de curso, que tenían la posibilidad de jugar en otro equipo que no estuviese integrado necesariamente por los actuales compañeros. Sin embargo Mugrelito no era amigo de ninguno de los de 2°A, el otro curso. Y encima, como contrapartida, era el compañero más querido por los de 2°B. Si nadie lo hubiese presionado era obvio para quien iba a jugar Mugrelito. Pero la Toloza le había puesto la soga al cuello. Hay que entender también una situación como esa, y saber ponerse en el pellejo del otro. El 30 de junio empezó el campeonato. Habían pasado más de dos semanas del insidioso ofrecimiento de la Toloza a Mugrelito. Era el día del debut de 2°B, que sin sobresaltos le ganó a un equipo de un colegio religioso, que la única cruz que llevaba era la de un arquero que al parecer tenía por costumbre no usar las manos para atajar. Ese día también ganó 2°A, que jugó un rato más tarde. En realidad los dos equipos ganaron casi todos los partidos que jugaron. Algún empate por ahí, también alguna derrota, pero ya con la clasificación asegurada. De todas maneras, los de 2°A golearon casi siempre, mientras que lo de 2°B fue más modesto, más trabajoso. Por esas cosas del destino, o del fútbol mismo, los dos equipos llegaron a la final. Ese último partido que ponía en juego más que una Copa. Era noviembre, no un noviembre más para la vida de Mugrelito. Los dos equipos habían sido los mejores, no había dudas de eso. Pero igual Mugrelito hubiese pretendido jugar la final contra otro curso. Sobre todo para evitar problemas mayores. Ese último partido se jugó una tarde de sábado. Una tarde radiante, para colmo. Digo para colmo porque de esa manera no hubo quien quisiera perderse la final. Si por lo menos hubiese llovido, la cantidad de gente hubiese sido menor. Y eso, lo de la cantidad, influye a la hora de medir la magnitud de las consecuencias. Mugrelito sabía que aquello era a todo o nada, no había términos medios. En cuanto a la gente, había una cantidad que le era difícil calcular, pero distinguía entre la multitud la cabellera enrulada de la Toloza. Eso denotaba dos cosas: que Mugrelito tenía el panorama exacto de los grandes arqueros y, también, evidenciaba el cagazo que podía tener un chico de 15 años. El partido empezó con el dominio de 2°A. Tenían gran movilidad, buen toque, aunque les faltaba profundidad. Con el correr de los minutos el dominio se fue acentuando. Los pases ya no eran tan laterales, había una búsqueda más directa y por lo que se veía, en cualquier momento hacían un gol. Un gol que podía empezar a definir el partido, porque venía de baile la cosa. Faltaba eso, meter la última puntada para abrir el partido. El Mudito Carlos no estaba en su mejor día, eso también era evidente. Se perdió goles que habitualmente no erraba. Pero 2°A tenía una chance atrás de la otra. Como pudieron, los de 2°B aguantaron 0 a 0 aquel primer tiempo, en el que prácticamente no tuvieron ni una posibilidad de gol. Lo que sí tuvieron fue una charla en el entretiempo que, según se supo, fue más moral que táctica. Al parecer, el técnico de 2°B, que en horario escolar era el profesor de filosofía, apeló más a la ontología que a las indicaciones sobre el juego. Les habló a sus dirigidos de la voluntad del ser, de la importancia de la participación en los procesos sociales y recién sobre el final se despachó con un comentario futbolero: “Traten de pasársela a un compañero, muchachos”, les indicó. Segundo B salió más confundido que otra cosa, pero a sabiendas de que había que hacerse fuerte, creer fervientemente en las relaciones futboleras, o sociales, que para el caso eran lo mismo, y aguantar como sea. Así fue casi toda esa última parte. Quite por acá, salvadas sobre la línea, atajadas espectaculares y un 0 a 0 que parecía un capricho de la providencia. La Toloza, mientras tanto, sufría desde afuera. En una de esas llegadas profundas, que eran gol en cualquier otra cancha que no fuera esa, se paró súbitamente a la vez que con las manos se agarró la cabeza. Mugrelito la pispeó desde el piso, porque acabada de sacar al córner un tiro que iba derechito al ángulo. Se paró rápido, con instinto de arquero, y se despachó: —Siéntese, tiene un 1... en el arco rival. Sepa que acá tiene un enemigo, uno verdadero— le gritó. A la Toloza el asombro le ganó por completo. Hasta se sentó, como acatando sumisamente una orden. Estaba callada, confundida. Al rato, sin embargo, salió del absorto y destilaba veneno con esa mirada que hubiese amedrentado hasta al más corajudo. Mugrelito a esa altura estaba jugado. Una cosa era ser la figura del equipo contrario del hijo de su declarada enemiga. Pero ese episodio al desnudo, tan a los ojos de todos, valía una sepultura. Fue eso. El saberse jugado. Si no, Mugrelito no se hubiese cruzado toda la cancha, como pasó un rato más tarde, para patear un tiro libre. En aquel momento primero levantó el brazo, suplicando ser visto por el técnico o sus compañeros. Hasta que decidido a obviar todo permiso corrió como un desesperado hasta llegar al área rival, se tiró de cabeza a la pelota y la abrazó como a una madre. Y entonces no quiso soltarla. Porque madre hay una sola. Y oportunidad como esa, como la que se le presentaba a Mugrelito, también. Jamás en su vida había pateado un tiro libre, ni siquiera a un arco formado por buzos o a un arquero imaginario parado entre un par de macetas. Faltaba poco para terminar el partido. Ahí estaba Mugrelito. Nervioso, pero decidido. Podía tirarla a cualquier lado, pero sabía que estaba desafiando a la Toloza y eso le alcanzaba. Acomodó la pelota y ensayó un ritual como hacen los pateadores. Se notaba que había mirado patear a más de uno, eso era claro. Puso la pelota entre sus manos, la apoyó una y otra vez contra el piso, buscando el lugar exacto donde dejarla definitivamente. Hay quien dice que Mugrelito cerró los ojos al momento de patear. No hay confirmación al respecto, pero la pelota fue a dar justo a la espalda de un compañero, que cayó fulminado al instante. Era el “8” del equipo, y estaba parado dentro del área, pero a un costado, lejos de la visual del arquero de 2°A. De repente la pelota cambió de rumbo. Fue de derecha a izquierda, como un rayo, y pegó en un palo. Y no sólo eso, también pegó en la parte de atrás de la pierna del arquero, que estuvo inmóvil todo el tiempo que duró la secuencia. Mansita entró la pelota. Burlonamente mansita. Mugrelito no lo podía creer, pero no tardó en reaccionar. Salió disparado del lugar. Desaforado. Desaforado como nunca antes. Hasta que se paró en la mitad de la cancha, como para no obviar la mirada de nadie. Y ahí nomás se levantó el buzo. Abajo tenía una remera con una leyenda que empezaba en la parte del pecho de Mugrelito y terminaba en su espalda. “Dedicado a Beatriz Olga de los Angeles Toloza de Gómez, una retorcida”, rezaba sentenciosa la inscripción. El resto del tiempo, del poco tiempo que le quedaba al partido, sirvió para que Mugrelito se luciera aún más. Sacó todo lo que le tiraron y mostró seguridad cada vez que tuvo que dar un paso al frente, como cuando iba dispuesto y valiente a recibir el “siéntese tiene un 1”. Porque si algo tenía Mugrelito era valentía. Por cosas como el capricho y el rencor, Mugrelito jamás pudo aprobar historia. Y es el día de hoy que la incidencia de los hechos lo ha llevado a desconocer aspectos fundamentales de la materia. Mugrelito, por ejemplo, al único príncipe que nombra es a Francescoli y sabe de Belgrano porque una vez su papá le contó sobre ese jugadorazo que fue la Pepona Reinaldi. Pero se rompe la cabeza por saber si San Martín nació en Tucumán, Mendoza o San Juan. Sin embargo, lo que lo deja tranquilo a Mugrelito es que “la” Historia lo absolverá. Está seguro porque sabe, y eso sí lo sabe bien, que no es ningún traidor.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Las lágrimas de Anita


Anita llora. Llora y patalea porque parece que ella no entiende, pero resulta que sí. Y lo ve a su papá que agarra su riñonera y ella se queda, entonces entiende que ella no va. Le sale llorar cuando eso pasa. No cuando su papá se va a trabajar, porque eso lo entiende y no le preocupa no ir. Pero hoy es sábado. Anita se pone a llorar cuando, después de comer, su papá le cuenta que va a la cancha, pero solo, porque hoy no es un partido para que vayan las nenas como ella, que tiene cuatro años. Sin embargo su papá no le revela algunos secretos. Es que él no se anima a decirle que prefiere no llevarla porque hoy Atlanta es probable que no gane, que hace ocho partidos que no hace un gol y que el único jugador que los hizo, hoy no juega. Y el papá de Anita no quiere que ella se acostumbre a ver perder a Atlanta, sobre todo porque siempre hay tíos de River y Boca que andan merodeando para hacerle cambiar de club a ese primor de cuatro años. Si Anita no va hoy, su papá le puede contar a la vuelta alguna mentira que a los dos les haga bien: a él para garantizar el principio de herencia de la camiseta; a ella, porque le va a gustar que su papá le cuente que Atlanta hizo muchos goles, y que la próxima vez sí va a poder ir a la cancha y van a gritar juntos. Acaso el papá de Anita sabe bien de la volatilidad de los niños por el sentimiento futbolero. Y más en el caso de las nenas. Y además sabe el papá de Anita que Atlanta hoy tiene pocas chances de ganar. Es doloroso, pero es mejor que Anita no vaya una vez a la cancha. No sea cosa de alentarle recuerdos indelebles, de los cuales ella pueda arrepentirse con el tiempo. Que llore Anita, está bien. Su papá lo hace por ella; y por él, claro. Mejor que llore hoy y sea de Atlanta para siempre.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Jugar a vivir


Para mí el fútbol es un gran teatro del mundo que cambia la palabra por la pelota para transmitir ideas. Los miserables en la vida son los que no sueltan un pase en la cancha. Y los que pelean por los demás todos los días son los mismos que corren por sus compañeros para recuperar la pelota. No interesa que tan bueno o malo sea alguien jugando al fútbol. Si tiene valores más nobles que salvarse a sí mismo, importa que trate de jugar como piensa. Aun cuando esa manera de entender el mundo pueda conducirlo irremediablemente a la derrota deportiva.

Probablemente Alfredo Di Stéfano haya sido uno de los mejores futbolistas de la historia. Tal vez por eso su testimonio cobre mayor autenticidad. Dijo ese hombre brillante con los pies y sabio con la mente: “Ningún jugador es tan bueno como todos juntos”.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Los chicos de mi barrio


Una vez Maradona dijo: “en La Paternal se respira fútbol”. Sabía Diego de qué hablaba. En las calles de mi barrio los autos andan poco y hay oxígeno para que los chicos jueguen. Las calles se toman para armar picados, compuestos por verdaderos ejércitos de mini piqueteros con camisetas de fútbol, que no superan los doce años.
Ayer fui de compras y tuve que esquivar un partido que daba ganas de jugarlo. A la vuelta, ya con bolsas en mano, miré de lejos y fantaseé con la posibilidad de devolver a la cancha algún pelotazo perdido. Por las dudas caminé estratégicamente; es decir, por ninguna de las dos veredas. Venía por el medio, panorama despejado, sin coches a la vista y con un solcito que era una invitación a la felicidad. Y en eso, ella. Redonda, perfecta, derechito hacia mí se vino la pelota, que antes de que me llegara yo sabía cómo iba a pegarle. No era cuestión de devolverla así nomás. Es ese preciso segundo en que uno debe demostrar cuánto sabe. Preparé mi cabeza para el chanfle y dispuse el pie abierto para la ejecución y ni siquiera reparé en que tenía bolsas en las manos, porque de pronto me sentía uno de esos chicos del partido. Era como una ventana a mi infancia, donde había jugado a quince cuadras de donde ahora estaba por demostrar mi estilo, depurado en mil partidos de hace miles de días.

Y entonces pasó. No hacía falta porque lo tenía resuelto de antemano, así que para qué pedírmela. Para qué enrostrarme con tanto desparpajo que ellos pueden jugar las horas que sean y que no dependen de algún pelotazo perdido para entusiasmarse con patear una pelota. El grito fue de uno, pero equivalió al de todos. Cualquiera de ellos lo diría si se repitiera la secuencia. Seguro. Pudo ser el gordito, el pecoso, el rubio, el despeinado. Al primero que le saliera la voz hubiese dicho lo mismo:

—Señor, la pelota.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Ser o no ser


Tenía que ser y fue. Tenía que saber y supo. Tenía que abrazarla y lo hizo. No hay dudas que tiene que ser de esos jugadores que sienten la obligación de ser genuinos, siempre. En aquella ocasión, él fue en busca de la pelota sabiendo que debía arremeter a conciencia contra ese objeto sagrado para el futbolista. El abrazo no fue otra cosa que un gesto poético. El último de los románticos quedó a solas con la pelota, de cara al aquero rival, en un rato de apariencia efímera que el tiempo convirtió en inmortal. En efecto, cuando erró el penal no le importó ser condenado a un eventual escarnio. Ante todo sentía el deber de imponerse al aplauso, al grito cerrado de gol, a las palmadas vacías sobre su espalda.
Hay momentos en que uno no puede dejar de ser sí mismo ni un poquito. Es ese poquito el que puede marcar quién es quién en un instante. Ese era uno especial, impostergable y definitorio. Quizás la vez más importante que ese hombre tuvo la obligación de ser él mismo.

Como ya dije, él tenía que ser y fue. Tenía que saber y supo. Tenía que abrazarla y lo hizo. Y para ser justo, honró la Justicia.


(Dedicado a Morten Wieghorst, el entonces capitán de la selección sub 23 de Dinamarca, que el 4 de febrero de 2003 tiró a propósito un penal afuera por considerar que su sanción había sido injusta. Ese día Irán le ganó al equipo danés 1 a 0 y lo eliminó de la Copa Carlsberg, disputada en Hong Kong).

lunes, 2 de noviembre de 2009

Carteles en una cancha de fantasía


“Se prohíbe jugar a los que no sueñan con hacer un gol antes de empezar el partido. Y también a los que sospechan que nunca serán ovacionados por la estúpida razón de creer que la realidad es real y los sueños, puro cuento”.

“El mejor delantero no es el que más goles convierte, sino el que quiere hacer aunque sea uno para compartir el festejo con todos sus compañeros”.


“Acá no juega el que se cree mejor que los demás. Y tampoco el que piensa que es el peor de todos”.


“No hay eximidos para correr. Aunque hay contemplaciones para el que no corre. Tampoco nadie debería dejar de mirar al compañero para darle el pase. Pero se perdona al que alguna vez prefirió hacer su propia jugada. Lo que no se permite bajo ningún concepto es que jueguen los que no intentan ser felices”.


“El premio más valioso en esta cancha no es para ‘el mejor jugador’, ‘el goleador’ o ‘el arquero menos vencido’. Acá gana prestigio el que es condecorado con un premio de verdad: el de ‘mejor compañero’”.