lunes, 25 de enero de 2010

Carta a los muchachos de los picados de los martes


"Ante todo sepan ustedes que en estas líneas conviven la tristeza por el abandono y la alegría de tantos recuerdos amontonados, así, uno sobre otro, como cuando nos apilamos encima de Cacho, para festejar el único gol que hizo en su vida.
Me acuerdo y la emoción me invade, sin que esto me resulte un problema. Al contrario, las sensaciones me recorren el cuerpo y me impulsan las lágrimas y las sonrisas, en un acto comparable a cuando llueve mientras hay sol.
Por eso en este repaso no puedo dejar de señalar la generosidad de Palito, siempre atento a dar el pase; las voluntariosas corridas del Negro Sergio, incansable como jugador y como amigo; el compromiso de César para establecer discusiones en todos los partidos: un hombre de un tesón inquebrantable para poner en duda hasta insignificantes laterales; la cordura de Juancito para desoírlo la mayoría de ésas veces. Y sin embargo de César también recuerdo, mucho más fuertemente, su capacidad infinita para pedir disculpas al término de cada picado.
Tampoco puedo dejar de nombrar al Nene, a Rubén, a Marito; ellos jamás me hicieron sentir "viejo", a pesar de la diferencia de edad. El respeto lo notaba cuando me pasaban la pelota. Y también en el insulto; alguien que juega al fútbol debe ofenderse con aquel compañero que no lo exige, porque ése lo ignora.
Fui muy feliz durante los picados, y lo seré ahora, hoy y mañana, que atesoro las imágenes de tanto ayer. Uno no se puede olvidar de los momentos intensos con otra gente. Al menos no es un lujo que podamos darnos los que honramos la memoria".


Abrazo de gol eterno.


Alberto

lunes, 18 de enero de 2010

Lo que ningún Cuervo pudo


Mi abuelo vio campeón de América a San Lorenzo. Es cierto que el Ciclón nunca se coronó en la Copa Libertadores, lo que constituye para ése club la más grande de las cuentas pendientes. Acaso un inmenso vacío que él sí logró llenar.
Antes de que se muriera, con mi papá y mi hermano le hicimos creer (nos aprovechamos de cierta pérdida ocasional de conciencia de ese hombre bueno, buenísimo, de 88 años, casi ciego y con problemas arteriales) que San Lorenzo había dado la vuelta olímpica en el Maracaná, ante Flamengo.
En el último tiempo mi abuelo tenía por costumbre preguntar las mismas cosas con una frecuencia que no superaba los tres minutos. La insistencia, al principio, causaba cierta incomodidad, por eso de que a nadie le gusta repetir lo repetido. La ventaja fue que, para nuestra historia de San Lorenzo en la Copa Libertadores, la sucesión de respuestas nos permitió mejorar el relato, hasta cargarlo de detalles inverosímiles que mi abuelo, se le notaba, saboreaba sin emitir palabras. Como aquel triunfo inventado en Barranquilla, con cuatro goles de Romeo en los últimos cinco minutos. Ese día, le dijimos, su San Lorenzo querido le había ganado 4 a 3 al Junior, luego de estar abajo 3 a 0. De entrada, por temor a ser descubiertos, habíamos limitada aquella supuesta hazaña a un empate agónico. Pero después convenimos en que no había que escatimar en emociones y el cuarto gol, una semana después, llegó por boca de mi hermano.
Mi abuelo no se murió hasta que el relato no alcanzó la entidad de proeza mayor. Una gesta que por la magnitud que le imprimimos estuvo por encima del valor que cobran, juntas, las siete Copas Libertadores de Independiente o las seis de Boca. Aquel inventado camino que le hicimos desandar a San Lorenzo fue tan glorioso que mi abuelo logró conmoverse hasta las lágrimas una vez cada siete días, el tiempo que pasaba entre una y otra visita a su casa.
La colección de imágines incluyó un gol de Romagnoli luego de gambetearse a siete jugadores y un triunfo en Montevideo ante Peñarol, con tres jugadores menos. Para mi abuelo no había ciudadano en el mundo más valiente que un uruguayo futbolista. Y hacia ese punto fuimos: enalteciendo la hombría de un equipo que se plantaba altanero en el mismísimo Centenario para llevarse todo el botín con sólo ocho guerreros.
Un día mi abuela escuchó de pasadita la fábula de ése San Lorenzo gigante y a punto estuvo, con un reto a nosotros, de tirar abajo lo que habíamos construido con paciencia de orfebre. Su impulso aguantado a tiempo por un guiño de ojo de mi papá, por suerte, la desalentó de tan inútil realismo.
Mi hermano decía que igual hubiésemos podido volver con la historia, a propósito de la falta de memoria de mi abuelo. Pero también especulamos con la traición de ese corazón gastado, que de tan poquito que latía no hubiese soportado el impacto de una verdad al desnudo.
El reía y era feliz en ese mundo montado en el éxito de un San Lorenzo al que le hicimos dar decenas de vueltas olímpicas en la Copa Libertadores. Hasta que mi abuelo, ya sin una pierna por tanta arteria tapada, decidió morirse. Se fue tranquilo, dijeron los médicos. Y sin deudas futbolísticas.

martes, 12 de enero de 2010

La pasión


Los jugadores desfilaban hacia el centro del campo en ese ritual propio del fútbol, cuando un equipo sale a la cancha. De a uno iban pasando del túnel al césped y de una, también, caían las lágrimas de los ojos de aquel hincha que no podía aguantarse la emoción.
La explicación sencilla de tan hondo sentimiento la dio un señor con el que compartía la tribuna desde hacía treinta años.
—¿Por qué llora su amigo?
—Y cómo no. Si en ningún otro lugar logró sentirse tan humano.

La historia es verídica y si no lleva el nombre del hombre es porque bien podría ser la de cualquier futbolero que percibió en el cuerpo la brisa renovadora de una goleada a favor, el temblor exaltado por una vuelta olímpica o la vergüenza paralizante de un descenso. Todos momentos en los que vale la pena llorar.

sábado, 9 de enero de 2010

El mundo de los sueños


Una vez me contaron (¿o lo soñé?) de un jugador que imaginaba grandes jugadas. Casi nunca logró hacerlas en la cancha. Pero las pocas veces que alcanzó semejantes proezas se sintió único. Aunque nunca vivió una emoción tan grande como cuando advirtió que el fútbol esconde el encanto de compartir la risa y el llanto.
Y supe también de un jugador que pensaba jugadas chiquitas por miedo a paladear el sabor amargo de la frustración. Su propia red de contención le evitó caer en desgracias, aunque, paralelamente, no le permitió trascender de los goles chiquitos y los festejos de idéntico talante.
Y hubo una vez un jugador que no soñaba nada. Ése se murió de realidad.

martes, 5 de enero de 2010

Resistir, crear y volver a existir


El potrero es el la tierra sagrada del fútbol. En esas canchas sin líneas ni alineamientos al sistema, la pelota es libre de andar. Entre piernas machucadas, apenas disimuladas por medias bajas a falta de elásticos, ni las leyes del mercado mandan ni las camisetas transpiran dólares.
El potrero es ese lugar en el que conviven los sueños a ojos abiertos, sin que los intereses los destruyan.
Las escenas, por lo general, se desarrollan bajo la polvareda que levantan los delanteros cuando atacan, mientras los defensores ofician de escudo de protección del indefenso arquero. En ese teatro de operaciones, el más poderoso es el que tiene voluntad de transformar sus miserias en virtudes. Y los futbolistas más importantes no son los que más gambetas hacen, sino los que aprendieron a jugar en equipo.
Alguna vez pensé que en nombre del progreso habían arrasado con el potrero. Un ejemplo que me alcanzó de cerca se emplaza desafiante a metros del colegio al que iba. Ese campito de mil goles, peleas, abrazos, desabrazos y emociones de risas y lágrimas hoy es un local de comida chatarra. Por entonces, la alegría de ser chico y compartir jugando se borró de un plumazo: algo de cemento, un payaso triste en la puerta, pelotitas de colores en lugar de una pelota de verdad, ah… y la cajita (in)feliz para que el niño o la niña aprenden bien de chiquitos que las sensaciones agradables se pueden comprar. Como moño para este gran paquete, la marca de la M le puso luz amarilla a su letra emblema. Dicen los dueños de esa corporación, bien instruidos en marketing, que en realidad se trata de arcos dorados. ¿Y si mejor nos devuelven los arcos que nos hacían felices sin cajita?
Pero lejos de estar perdida la causa, gana entidad y sentido la frase "el fútbol siempre da revancha". En zonas periféricas de la Capital y también en algunos barrios se preparan las bases de resistencia para que el capitalismo no se fagocite por completo la esencia del juego. Y se declama: "Fútbol Popular, una herramienta para el desarrollo social, la inclusión y la promoción del respeto a la diversidad cultural, desde la educación popular, creada por chicos, grandes, militantes sociales, vecinos y organizaciones que, sin sellos, ni logos, ni fines de lucro económico, ni partidario, buscan transformar la realidad, a los pelotazos".
El proyecto ya en marcha no es otra cosa que una invitación a soñar. Donde los chicos juegan a ser chicos y donde los únicos mandatos se resuelven entre todos y todas. En esas canchitas raleadas de pasto y repletas de ilusiones hay un lema que nadie se atreve a manchar: "La única norma que se impone es la prohibición a imponer".