domingo, 28 de marzo de 2010

Partidos de vida o muerte (parte final)


“El último partido no sería uno más. Era el último, que ya de por sí no era poca cosa. Y tenía el agregado de la conformación de los equipos. Convivían entre aquellas veintidós personas, abogados, obreros, licenciados, maestros, alumnos, arquitectos, albañiles, altruistas, egoístas y representantes de otra mucha gente.
De un lado se alistaron individuos bien abotinados y mejor auspiciados. Los otros, más austeros, se agruparon en la mitad de la cancha a consensuar lugares a ocupar y a brazo levantado aprobaron la estrategia de juego. Su vestimenta era roja y el nombre del equipo era tan largo por sus pretensiones inclusivistas, que hubo que resumirlo en “Lucha, Trabajo, Autogestión, Libertad y Amor, Mucho Amor”.
Los de buen pasar económico tenían unas camisetas repletas de publicidades, que impedían reconocer los colores que tenían. Lo que sí podía advertirse era la ideología de ese equipo, cuyo nombre era “Sálvese quien pueda”.
El partido empezó cuando el sol caía. Desde el arranque, se vio a un equipo dispuesto a dar lucha en la mitad de la cancha para, según se escuchó decir, expropiarles la pelota a sus adversarios. No siempre lo consiguieron, aunque nunca dejaron de intentarlo.
El primer gol llegó pasados los veinte minutos. Hasta ahí, predominaron los pelotazos cruzados y perdidos. De repente un muchacho alto, empresario, tomó la pelota en la mitad de cancha y encaró directo al arco. Pasó a uno, a otro, y siguió camino sin mirar a los costados, no por falta de receptores para el pase, sino porque no le importaba compartir la jugada. Cuando salió el arquero, ni siquiera se tomó la molestia de gambetearlo. Lo pasó por encima, ante la esquiva sanción del árbitro y definió libre de rivales y también de remordimientos.
Durante el juego, estuvieron bien claras las estrategias: unos proponían jugadas individuales, mientras los otros se agrupaban y daban pelea colectiva.
El empate llegó en el momento menos esperado. Exhaustos de tanto correr, hacer relevos y sentir en la carne la injusticia arbitral, aquellos once valientes juntaron fuerzas y fueron transpirados a buscar un córner. Sus rivales marcaron mal en esa jugada. O para mejor decirlo, ni siquiera marcaron. Su impunidad era tal que jamás concibieron que esos diez, porque el arquero se quedó para cubrir las espaldas de todos, tan cansados, podían quebrantar la resistencia impoluta, suntuosa, de jugadores poderosos, que creían juntar éxito al tiempo que respiraban.
El centro fue largo, al segundo palo. Por detrás se levantó desde bien abajo uno de esos jugadores que no tenían nombre y les ganó a muchos otros que tenían apellidos compuestos. De un frentazo bajo y al medio mandó la pelota al punto penal, donde un vendaval de piernas la cubrió por completo. Alguien, jamás se supo quién, ganó lugar donde no lo había y su puntazo fue a dar en la base de un palo, hasta meterse en el arco.
Fue el empate y los abrazos. Fue el gol y la gloria. Al cabo, fue la vivencia máxima de los que juegan por los sentimientos más nobles.
El partido siguió su curso, como sigue la vida. Hasta que un abrupto remate desde afuera del área volvió a cambiar la historia. Y también el resultado, claro.
El rubio al que nada le había faltado porque todo le habían dado pateó lleno de arrogancia y su remate soberbio, fríamente ejecutado, se incrustó en el ángulo superior derecho, allí donde no llega la Justicia”.

Fue inevitable que se me escapara un insulto. Cómo podía ser posible que después de semejante esfuerzo por el empate, sobreviniera un desequilibrio desde una acción individual, tan chiquita en lo humano como la soledad misma del acto.
Maldije al fútbol, pero seguí leyendo. Seguí con la esperanza de encontrar en esas líneas que quedaban aunque sea el empate de los de “Lucha, Trabajo, Autogestión, Libertad y Amor, Mucho Amor”. Y por qué no, un honroso triunfo que los dignificara aún más. Seguí leyendo hasta el final sin perder ni un poquito la creencia en esos muchachos con coraje, que habían empujado con sus corazones hasta dejar la vida en el intento.
Fue inútil. No encontré el relato de ningún gol. Ni uno más. La inequívoca descripción de los hechos acababa en ese 2 a 1 a favor de los capitalistas.
A punto de las lágrimas, alcancé, resplandecido, a ver todo en las últimas palabras:

“A pesar de la derrota, de aquellos muchachos quedaron eternizados su espíritu, el compañerismo, la lucha viva y su legado. En cambio los de “Sálvese quien pueda”, efímeros triunfadores, no vivieron más que para verse morir en vida”.

Conmovido, levanté la mirada para darle un abrazo a Braulio y decirle que al fin entendía de qué se trataba el fútbol, un juego eminentemente revelador. Braulio estaba quieto, con la cabeza hundida entre sus brazos apoyados sobre la mesa.
—Se murió— pensé.
Como uno de esos once héroes de camiseta roja, imaginé que Braulio también se había muerto después de dejar su testimonio. Porque ninguna persona que valga la pena se muere sin transmitir, aunque sea, una verdad. Y lloré. Ahí mismo lloré, casi desconsoladamente. Solo.
Hasta que Braulio espió con un ojo y me dijo que no llorara, que esos mártires habían dado la vida por todos nosotros y no tanto por ellos mismos.
También me dijo que lo llevara a la casa, porque el vino le había aflojado las rodillas. Sonreí. Y me reí, hasta largar una carcajada. De pronto me sentía feliz, como pocas veces. Quería salir corriendo ahí mismo, a gritar de alegría, aunque no hubiese sabido qué gritar.
Superado ese impulso del alma, pasé un brazo de Braulio por detrás de mi cuello y lo levanté de la silla de un tirón. Nobleza obliga, antes de salir del bar puse debajo de su copa de licor cinco pesos de propina.

jueves, 25 de marzo de 2010

Partidos de vida o muerte (parte II)


“Se ha escuchado por algún rincón del mundo hablar de partidos jugados a muerte. O partidos de vida o muerte. En realidad, no hay partido alguno registrado en planillas oficiales con semejantes características. Confundidos por la pasión, habrán acuñado algunos tan ancha frase, quizás hija de la exageración del sentimiento, pero de ningún modo con pretendido rigor descriptivo.
Pero atención. Sí hubo encuentros jugados de esa manera, aunque carecen del conocimiento público. La creencia acerca de los auténticos partidos de vida o muerte deben gozar de la confianza de quienes, al menos, intuyen que este incipiente juego del fútbol es un ensayo de la vida misma”.

Lo que seguía era una enumeración de situaciones y personas que tuvieron que jugarse su existencia en partidos de fútbol. Absorto, miré a Braulio sin emitir palabra y de inmediato bajé nuevamente la vista.

“Los depresivos se dejaban ganar. Los suicidas, contrariamente a lo esperado, jugaban con un ahínco inusitado y hacían lo posible por alcanzar el triunfo. Una vez a salvo de la muerte, se mataban por sus propios medios.
Los viejos se daban el lujo de tirar caños adentro del área propia. Los más jóvenes, en cambio, se apuraban para despejar y ahuyentar el peligro, apremiados no tanto por incomodidades tácticas como por temores existenciales.
Los miserables temían perder porque sabían que nada habían aprendido en vida. Contrariamente, los generosos siempre se dejaban hacer algún gol.
Los ignorantes nunca sabían qué les convenía, si ganar o perder. Y los sabios se permitían dudar todo el tiempo.
Los políticos se pasaban la pelota unos a otros, pero no porque les interesara el beneficio colectivo.
Los ateos se despedían de su gente con llantos antes de empezar cada partido. Y los creyentes más fervorosos, también.
Un árbitro sobornado murió de culpa al caer en la cuenta de que once muchachos de unos treinta años perdieron la posibilidad de seguir viviendo por un penal que nunca existió. Enterado del asunto, el juez que dirigió a los sobornadores en una instancia más avanzada quiso hacer justicia y les cobró dos penales en contra, sin que hubiera infracción. Al otro día se suicidó al enterarse que dejó con vida a unos muchachos huérfanos que no superaban los 15 años y que jamás superarían los miedos al desamparo”.

Dejé el papel a un costado y salí del bar a tomar aire. Caminaba como un sonámbulo, sin saber por dónde pisaba. Menos podía saber si Braulio iba a estar cuando me decidiera a volver a la mesa. Tomé bocanadas de aire y estuve cinco minutos sin saber en qué pensar. Las imágenes se me amontonaban en la cabeza y las ideas se me chocaban sin que pudiera sacar conclusiones.
Decidí encarar de nuevo hacia la mesa, con una borrachera que cualquiera podía advertir al verme caminar. La orientación innata me salvó de tropezar con cuanto obstáculo pudiera haberme encontrado en el camino.
Todavía me faltaba leer la última parte del informe. Hasta aquel momento entendía que hubo quienes jugaron para vivir y lo hicieron del mismo modo que vivieron. Ése era un aprendizaje. Me daba escalofrío pensar sobre las muertes de los que padecieron la injusta sentencia de un juez. Pero se me tiñó la cara con una sonrisa cuando imaginaba a los generosos dejándose hacer un gol.
Sin embargo la más grande de las enseñanzas la encontré unas líneas más abajo.

domingo, 21 de marzo de 2010

Partidos de vida o muerte (parte I)


Había escuchado muy a la ligera hablar de los partidos de vida o muerte. De vida y de muerte, ciertamente. Y no me refiero a partidos comunes, con jugadores profesionales que un día se besan una camiseta y al campeonato siguiente juran que van a jugar “a muerte” por los hinchas que antes los insultaban y ahora les creen la reconversión.
No, claro que no son esos los “partidos de vida o muerte” a los que me refiero. Esos suelen ser lugares comunes de periodistas que repiten frases, sin jamás apelar a la reflexión.
De todos modos, no podía precisar ni cercanamente de qué se trataban esos otros partidos. Por entonces la mínima información (o casi nula) con la que contaba me llevaba al terreno de las conjeturas. Pero de ninguna manera a saber ni con qué tenía que ver el asunto.
Para mí el fútbol era un juego revelador, que escondía algún mensaje cifrado. Y lo pensaba así por la creencia firme de entender que alguien se acerca al fútbol no para ser futbolista, sino para ganar amigos. Esa sola idea me conmovía al punto de desear que aquellos partidos de vida o muerte, así, literalmente existieran. Aunque tampoco sabía si en esos partidos iba a poder encontrar respuestas, más allá de las fachadas futboleras.
Un día le comenté mis inquietudes a Don Braulio. Y el viejo me escuchó. Atentamente, como el que sabe de lo que le están hablando.
Braulio era un viejo militante de izquierda que nunca había prestado su nombre para ningún partido porque, según decía, prefería obviar los dogmas. Con argumentos similares tampoco se hizo hincha de algún equipo, aunque el fútbol le gustara casi tanto como las mujeres.
A él lo conocí una noche en un bar, cuando me quedé sin plata para dejar propina. El Viejo se dio cuenta de que yo me levantaba sin dejar nada para el mozo. Entonces, me pegó el grito:
—Ey, pibe, se te cayeron cinco pesos— me mintió.
Antes de darme el billete, me guiñó un ojo. En ese momento supe de la nobleza del tipo por dos cosas. Primero, por no dejar a un mozo sin propina. Segundo, porque lo hizo sin quedarse con el mérito. Incluso ahora que lo pienso mejor, en esa actitud todavía se escondían más virtudes: sin conocerme, Braulio prefirió pensar que yo no dejaba propina por haberme quedado sin plata y no por avaricia. Tenía razón ese hombre de unos ochenta años, del que desconocía casi todo, salvo su color de pelo: blanco como el licor que reposaba en una pequeña copa.
Con el tiempo lo volví a ver en ese mismo bar y me acerqué a saludarlo. Y a partir de ese segundo encuentro convenimos juntarnos una vez por semana.
En una noche larga de invierno, que no invitaba a vivirla al aire libre, nos quedamos tomando vino hasta las tres de la mañana. El Viejo, además, de tanto en tanto le sumaba a la ronda una copita de licor.
Así andábamos hablando de bueyes perdidos, hasta que en mi estado de semiborrachera le planteé a Braulio que al fútbol lo veía como una lupa gigante, que dejaba ver cómo era la gente que lo jugaba. Y que a parte de entretenerme y generarme emociones, también me provocaba un misterio que no podía explicar.
Braulio se quedó callado un momento. Pensante. Mi manía de incomodarme con los silencios me llevó a decir algo. No sé qué, pero ni viene al caso. Con una seña, el Viejo me hizo saber que estaba bien, que ya me había entendido, y que mejor esperara un segundo, porque él tenía algo en su valijita para mostrarme. Me dijo que había heredado unos escritos que no estaban fechados y que habían sido traducidos al castellano. Y recalcó que me los iba a mostrar porque estaba seguro de que yo iba a entender que detrás de un pase gol se esconde la generosidad humana y no un simple acierto estratégico del juego.
Con el documento en mano, volvió a mirarme y sonrió:
—¿Alguna vez creíste que todo estaba perdido?, me preguntó.
Por no saber qué contestar, me metí de lleno en la lectura:

lunes, 15 de marzo de 2010

Virtudes invisibles


El equipo tenía un nombre que ya nadie recuerda, por la sencilla razón que nadie lo llamaba por su nombre. Ocurría que los ojos del mundo futbolero apenas le miraban las rarezas a ése equipo y eran aquellas particularidades las que lo hacían reconocible. Para casi todos era un equipo con un arquero sin manos, un 9 sin intuición para los rebotes, un 2 enano y un 5 al que le gustaba dormir la siesta justo a la hora de los partidos.
Supo sin embargo aquel equipo desterrar ciertos prejuicios. Como el 9 no sabía adónde iba a caer la pelota, entonces estaba en todos lados a la vez. Del arquero nadie se quejaba, porque tuvo la astucia de aprender a atajar con los pies. El 2, por ejemplo, no cabecea jamás. Para evitar el señalamiento despiadado se cruzaba a los costados y no dejaba desbordar a los rivales. Se sabe, sin centro no hay necesidad de despeje. Mientras, el 5 se instruyó en el ejercicio de dormir la siesta con los ojos abiertos, que le costó una duda indisipable: nunca pudo comprobar si las ovaciones por sus quites eran durante la vigilia o en el más profundo de los sueños.
Aquella columna vertebral merecía el aplauso constante. Y la curiosidad de los que se preguntaban cómo era normal que jugara bien un equipo anormal. Eran los que no entendían la más simple de las cuestiones. Nada se conoce si solo miramos lo que se impone a la vista.

lunes, 8 de marzo de 2010

El Che vive


Mónica Nielsen es la presidenta de un club que lucha “Hasta la victoria siempre”, aunque difícilmente logre refrendar ésa frase en la cancha. De hecho, el equipo terminó penúltimo en las tres temporadas que compitió en la Liga Regional de Colón, Córdoba.
Pero esta ex militante socialista cuenta orgullosa que preside “más que un club”. Lejos de la jactancia del Barcelona, aquí el eslogan tiene auténtica razón de ser. Basta un ejemplo demoledor: no se venden jugadores porque la mujer de 50 años que todos llaman “La Moni” combate el negocio con la idea suprema de que “las personas no son mercancías”. Y si eventualmente hay un jugador que cobra interés en el mercado futbolero, se le firma el pase libre; ella está segura de que un futbolista que se va aportará a la causa desde afuera. Este equipo de fútbol de Jesús María, bien distinto a lo conocido, se llama como ninguno otro en el mundo: Ernesto Che Guevara.
Para honrar al hombre que dedicó su vida a la Revolución, la camiseta lleva su imagen y no se mancha con publicidades, a pesar de las necesidades económicas.
“En nuestro caso el nombre del club revela el contenido de lo que representamos. No es solo la denominación, como sucede con Belgrano o San Martín”, aclara Nielsen.
Fundado el 14 de diciembre de 2006, el club ya cuenta con 60 jugadores, distribuidos entre Primera, Reserva, sub 16 y sub 12.
Ni siquiera la ausencia de goles afloja el impulso de hombres y mujeres que motorizan este pedacito de historia. Saben que será vital para el éxito de su empeñada tarea trascender el ámbito deportivo. “El Che peleaba por una causa; nosotros, por otra: sacar a los chicos de la calle”, dice Wilson, un albañil de 20 años, que los domingos es delantero de este particular equipo.
En la nueva temporada de fútbol vuelven a arrancar con la idea de ser mejores personas y, tal vez, dar el golpe para imponerse al resto de los diez equipos de la Liga. Mientras, Mónica Nielsen aventura “un año de gran crecimiento”. Ella nunca deja de soñar. Y de pensar que si el Che estuviese vivo jugaría, orgulloso, en su propio equipo.

lunes, 1 de marzo de 2010

La leyenda continúa


En el ADN de mi familia hay dos marcas indelebles. Se tratan de la obligada herencia del apellido y la transmitida secuencia de amor por el equipo de fútbol.
Como entenderán, la cuidada cadena de sentimientos no tiene eslabones perdidos, por lo que la línea sucesoria es coincidente más allá de los años y la coyuntura. A mi abuelo paterno, por ejemplo, le tocó ser de Atlanta en la A, igual que su papá, que se hizo hincha hace más de un siglo, cuando se fundó el club. Y también es de Atlanta mi sobrino Santino, el nieto de mi abuelo, a pesar de que el equipo está amarrado con fuerza a la B Su papá, que obviamente es de Atlanta, fue el encargado de la iniciación. El ritual consiste en una primera visita a la cancha en un partido sin riesgos aparentes, la compra de una camiseta y, cada tanto, refrendar el estado de gracia del jovencísimo hincha con una pregunta retórica: "¿De qué equipo sos?".
El resto es parte de lo que la sociología concibe como proceso individual, vinculado con las inquietudes propias y la adquisición de identidad. Sin pretensiones de argumentos académicos, Santino es de Atlanta por legado familiar y punto. Y porque si no su papá se creará que fracasó en la recomendada trasmisión de colores de un equipo chico, que depende de la trabajosa tarea de cada hincha para sostener la subsistencia.
Lo dicho: Santino es de Atlanta como su papá, que también es de Atlanta como su papá, cuyo papá, también era de Atlanta.
En realidad, el sentimiento conciente del hijo de mi hermano por Atlanta está naciendo ahora, justo en los tiempos en que mi abuelo se acaba de morir.
Al abuelo de Santino, que es el hijo de mi abuelo, se le ocurrió que las cenizas de su papá fueran dispersadas en la cancha de Atlanta. Y así será.
Los molidos restos de mi abuelo vivirán en el lugar donde en mi familia tiene sede la impronta de la herencia por el sentimiento, mucho más confiable que la del apellido. Estarán ahí, donde Santino ya pide a gritos que lo lleven los sábados. Alguna vez él también podrá contarles esta historia a sus hijos. Que cuando la escuchen, seguro, tendrán puesta la camiseta de Atlanta.