martes, 25 de mayo de 2010

Gol a la muerte


El tipo nunca había pateado una pelota. Ni siquiera de chiquito. De más grande el asunto le había despertado curiosidad, pero pensó lo que indica el manual de la vida: si no lo aprendiste de chico, de grande es más difícil.
Resignado, postergó sus ganas de patear una pelota. Le pasó a los 20, a los 23, a los 27, a los 32. Hasta llegar a los 50, con períodos en los que la duda se le presentaba por año. El día que se decidió a hacerlo no fue por un impulso genuino. Un médico le había avisado que no le quedaba mucho por vivir, aunque no le precisó detalles.
Recién entonces se decidió a matar a la muerte. El señor virgen de goles organizó un partido de fútbol con amigos, sin decir ni una palabra de su supuesta enfermedad. Asistieron los incrédulos, los sorprendidos y los gustosos por compartirle el debut.
Hubo una jugada en el segundo tiempo de ese partido con arcos sin travesaño en la que el tipo tuvo una chance de gol, solo, con el arco libre. La secuencia duró un segundo, dos a lo sumo. Fue como si el tiempo se detuviera para que las imágenes se le pasaran superpuestas a una velocidad imposible de decodificar. Y también pasó la pelota delante de sus pies. No se animó a patear el que, de pronto, sintió que se moría por no haber vivido antes una sensación semejante.
La revancha le llegó diez minutos después. Otra vez la generosidad de un otro lo ubicó de cara al arco y entonce sí, por fin sintió en los poros la excitación de hacer un gol. Lo festejó y se emocionó como un chico. Como ese chico que no había sido, por postergar una parte de su edad para cuando fuera grande.
Pasaron casi treinta años de aquel episodio hasta su muerte. Del hombre que se reconcilió con su infancia por un gol, nunca se supo exactamente de qué murió. La única persuasión es que no fue de tristeza.

jueves, 20 de mayo de 2010

La otra Revolución de mayo


Suben por el lateral izquierdo, como un 3 con proyección. También vienen por la banda derecha (pero atención, es porque juegan con el perfil cambiado; se sabe, siguen siendo de izquierda), con la mirada puesta en el arco rival. Se juntan en el medio y arman un piquete multitudinario que nadie puede franquear. Tienen la pelota, las armas, sus voces, para atacar. Los delanteros esperan por el pase de los compañeros para elevar la consigna principal a los cielos políticos. Hoy llegan los pueblos originarios que vienen marchando desde hace días y días. Caminan la cancha de tribunas repletas y dignifican la lucha. Será porque arrastran sus realidades y ya se encuentran cerquita del área. Sus hinchas le respetan la identidad a este equipo, que trae una frase como bandera: “Caminando por la verdad, hacia un estado plurinacional”.
Son jugadores que se la juegan. Son futbolistas surgidos de las divisiones inferiores de las comunidades Quom-Toba, Wichies, Mocoví, Mapuches y Huarpes. Son más de veinte mil y a punto están de patear el tablero.
Llevan la pelota al pie, la mirada atenta y la frente bien alta. Reclaman las tierras que les expropiaron y juntan argumentos que ya no se cuentan por años, sino por siglos. Son los consagrados en paciencia, que, simbólicamente, exponen hoy para el que el pueblo se entere y pueda mirar debajo de la alfombra del Bicentenario. Decididos a sacudir la modorra de los otros ojos, prometen declamar su verdad, que es la verdad. Y hacerlo con fuerza. Con la misma que se grita un gol.

Sobre la imagen: por un rato perteneció a Angi, una mujer con el alma sensible y el dedo atento para capturar ése momento, que ahora socializa con nosotros y nosotras.

lunes, 17 de mayo de 2010

La tribuna de fantasía


En esta cancha los hinchas aceptan que jueguen futbolistas habilidosos, torpes, goleadores, erráticos, bajos, muy bajos, pero a ninguno se le permite no tener grandeza en la derrota. También se admiten futbolistas veloces, lentos, de mucha marca, de poco quite, altos, muy altos, pero siempre con perfil bajo en la victoria.
Acá los que ganan son los que imaginan vueltas olímpicas para poder compartir sonrisas y despertar el sentimiento del abrazo masivo. En cambio los que viven de la pura realidad, de antemano, pierden todos los partidos. Y se van muriendo de a 90 minutos.

Nota: la pintura de este post pertenece a Salvador López, un artista chileno que concibe al fútbol como un juego y rescata del hincha la parte más genuina de su pasión.
Para ver más de su obra podés hacer click en www.flickr.com/photos/soysalvador

miércoles, 12 de mayo de 2010

Rojo, en la sangre


Claudio Gómez es un personaje entrañable. Toma mate, ceba mate, y, en los escasísimos ratos libres que le otorga el tan rioplatense ritual, ejerce el periodismo. Es prudente aclarar que no todo el ratito libre de mate lo dedica a trabajar. Buena parte de ése tiempo lo utiliza para ser padre.
En una de las muestras más cabales de su amor hacia su hija Milena trató de entusiasmarla con el Mundial y utilizó la receta que, alguna vez, tuvo que aplicar para transmitirle genéticamente su pasión por Independiente. “Milena es del Rojo”, repite el Viejo Gómez –así le dicen algunos que se amparan en su propia juventud- con orgullo.
Esa dulzura de ocho años preguntó porqué (¿será que tiene inquietudes como su papá, que es periodista?) Argentina se iba a enfrentar a Nigeria, como había escuchado en la televisión. Y entonces Claudio Gómez apeló a su manual de estilo y arrancó con una explicación deliciosa:

—¿Viste que Independiente juega contra otros equipos. Y cuando gana nosotros nos ponemos contentos y todos los de Independiente también se ponen contentos?
—Sí— lo siguió Milena.
—Bueno, pero los demás hinchas, los de otros equipos, no se ponen contentos si gana Independiente.
—…
—Ahora con el Mundial es distinto. Argentina tiene un sólo equipo. Entonces cuando gane, todos nos vamos a poner contentos y vamos a festejar.
—…
—…
—Papá, qué lindo sería vivir en un país que se llamara Independiente.

Claudio Gómez es un personaje entrañable. Su hija Milena, también.

domingo, 9 de mayo de 2010

Testimonio


Mientras él está siempre, ella vuelve todo el tiempo. De él todo se sabe. De ella, en cambio, se supone, se modifica, se parcializa. Y cuando coinciden en tiempo y espacio sobrevienen las comparaciones. El es el presente. Ella, la memoria. El es ahora, ya, lo que se ve. Ella es ayer, lo que fue, lo que se cree que fue.
En el fútbol los jugadores actuales son escrutados bajo múltiples cámaras de televisión. En cambio los otros, los que alguna vez jugaron, son amparados por la nostalgia de los que nos cuentan historias. Colocados en diferentes dimensiones, los abuelos juran que no hubo jugadores como los que ellos vieron.
Para no caer en la refutación masiva, propongo aceptar la leyenda, pero sin obviar la siguiente confesión. Mi abuelo antes de morirse me reveló el gran secreto:
—Sabés lo que pasa, nosotros ya estamos viejos y necesitamos rescatar nuestros tiempos de juventud del óxido.
—¿Y por qué mienten?— le pregunté
—No mentimos, ponderamos lo que sentimos como propio para sentirnos un poco mejor.
Entonces entendí ese gran complot tácito de los abuelos para hacernos creer que antes había futbolistas inigualables. Superhombres capaces de hacer jugadas tan maravillosas como irrepetibles para los jugadores terrenales que nosotros vemos cada fin de semana.
A mí me lo dijo mi abuelo, que decidió romper ese pacto de los abuelos:
—No hubo otro como Maradona— me reveló.
Y se murió con una sonrisa liberadora. Me había dicho la verdad.

domingo, 2 de mayo de 2010

Felicidad, sociedad anónima


Los que sonreían casi siempre y los que no lo hacían nunca se desafiaron en un partido de fútbol. El criterio para discriminar los equipos se ligaba subjetivamente con el estado del alma. Por un lado se pusieron los que se consideraban felices. Del otro, como contrapartida, se agruparon los infelices.
Durante aquel juego no corría la máxima del jugador que no se ríe con la cara no se ríe con los pies. Eran tan buenos o malos futbolistas unos como otros.
Hubo goles en aquel partido; muchos goles. Los gritos despertaban la alegría de los hombres y mujeres sensibles, a la vez que molestaban a los que suelen hacer oídos sordos. El gol decisivo fue a la salida de un córner y a la entrada del sol. Los primeros rayos golpearon la cara del arquero feliz, que se quedó a mirar cómo asomaba la luz entre tanta oscuridad. El nueve rival no tuvo contemplaciones y sentenció el resultado.
Al final, los que estaban felices se amargaron por la derrota y ya no volvieron a disfrutar como antes. Mientras, los infelices, condenados a la tristeza, tampoco lograron contentarse con el triunfo.
Solamente un jugador se reía. Un alma libre que irradiaba alegría entre otros y otras que quedaron atados a sus propias miserias. Fue el único. Uno capaz de sobrevivir a la coyuntura y eternizar la sonrisa.
Nadie volvió a verlo para preguntarle cómo lo había logrado.