viernes, 29 de abril de 2011

Del Flaco nunca más se supo


Se hizo de la contra por ella, no hay que darle vueltas. Ni siquiera conocía a los ídolos del club San Lorenzo cuando decidió ponerse definitivamente esa camiseta. Dicho con cierto rebusque: fue la propiedad transitiva al servicio del amor para consagrar una pasión; la pasión por ella.
La chica más fanática de San Lorenzo que se haya visto por Lugano le cautivó el alma al punto de romper con una impronta masculina supuestamente inquebrantable. El Flaco, así le decíamos, cambió de bando. Por consecuencia y autoprotección –le esperaba, como mínimo, el escarnio- dejó de vernos. Hay acaso un código de barrio más sagrado que la Biblia para los católicos: se vuelve de todos lados, menos de la traición.
El Flaco pagó con la ausencia su pecado. Lo volvimos a ver el día que nos cruzamos en el clásico. Uno de los muchachos lo identificó y arengó para que fuéramos a ajusticiarlo. Se evaluó la idea, pero nos ganó la lástima. Lo declaramos pollerudo inclaudicable y no merecedor de ninguna manifestación de bronca. Lo que hizo –nos hizo- el Flaco no valía ni para tomarse la molestia de hacérselo saber. Y menos después de lo que vimos en el final del partido; él colgado del alambrado, escupiéndonos el triunfo de ellos en la cara.
Nos enteremos que al poco tiempo se casó con la chica que ya no tenía su flequillo rollinga. Y que juntos duraron menos de lo que tarde en apagarse la pasión. Hizo bien ella.
A la chica se la ve, incluso, mucho más linda. Digo se la ve porque es así, la vemos. De local, seguro está en la tribuna. El flaco con el que sale ahora es de Huracán. Pero este es de verdad.

lunes, 25 de abril de 2011

El aguante


La muerte es siempre una posibilidad, le había dicho su padre. No necesitó procesar la frase para internalizarse. De inmediato se le metió en las entrañas y le tomó por asalto la conciencia. Aquel niño supo desde entonces que morir estaba dentro un mazo que se repartía todos los días. Revelador. Crudamente evidenciado para alguien que todavía gozaba de la pureza y que entendía la muerte como algo lejano, vinculada con los abuelos ya muy abuelos. Ese golpe a la inocencia fue, tal vez, el páramo para sobrellevar los días de hierro de los treinta y pico.
El hombre había matado a la muerte de antemano; así que tenía el asunto resuelto, más allá del destino. Sin embargo, no quería rendirse al oprobio de la postración en una cama sin ver, ahí, en la tribuna, cómo su equipo daba la vuelta olímpica. El cáncer le estaba calando los huesos, pero jamás las ganas. El problema es que tantas campañas de mierda atentaban contra su propósito futbolero.
Al gran día, luego de tantos días, llegó con menos de lo justo.
Se le presentó a la muerte con la delgadez y la figura de una lombriz, disimuladas entre la camiseta de su equipo.
La tarde era perfecta, una cualidad necesaria para corresponder un acto semejante. El sol iluminaba las caras de los miles de hinchas que saborearon, exultantes, cada gol con el placer del título implícito. Campeones después de mucho tiempo, del sufrimiento padecido. Y él ahí, sacando de la voz goles mudos, rebelados al, también, cáncer de garganta.
Era feliz ese hombre que aceptó el reto de vivir la muerte; era inmenso, aquel alfeñique que arrastraba su cuerpo; se reía con un desparpajo que contagiaba, el de cara chupada.
Al final, con el corazón casi atrofiado, se emocionó y se abrazó y miró con ojos que grababan y festejó y le salió decir gracias. El que había peleado con una fiereza inconmensurable se le entregó mansito a la muerte. Fue recién después, y no antes, de sentirse campeón.

miércoles, 20 de abril de 2011

La tragedia de un suicida


Podía permitirle que fuese lo que quisiera, menos traidor. Porque jugar para la contra, justo él, que era tan hincha del club, se trataba lisa y llanamente de una herejía. Y su elección no formaba parte de una condena. El dolor era mayor porque el menú era amplio. Sin embargo, había decidido marcar con el dedo el nombre prohibido; el rival, el otro, el que nos había mandado al descenso el mismo año que lo tuvimos que soportar campeón. Ese día, aquel día del doble puñal, él estaba a mi lado en la tribuna. Tuvimos que compartir las lágrimas, nos sostuvimos con abrazos y me juró al oído que íbamos a ascender pronto. No sé si fue para rescatarme del desconsuelo o por auténtica revelación, pero el vaticinio se consagró a los dos años. Coincidentemente con el descenso de nuestro rival, como si se tratase de un acto de devolución Divina. Así lo pensé, a pesar de mi manifiesto ateísmo.
Las vueltas de la vida, mi amigo se hizo futbolista. Y entonces abandonó la tribuna; o peor, dejó de ser mi compañero de cancha. La segunda traición fue firmar para la contra. El clásico que tuve que ver a mi amigo de toda la vida con la otra camiseta fue más impactante aún que la vez que, siendo muy chiquito, descubrí a mis padres haciendo el amor. La camiseta le quedaba horrible, no encajaba con su cara ni su cuerpo. Pero él parecía lucirla orgulloso. ¡Orgulloso! Confieso que llegué a desearle la muerte. Y sí, el club es el club. Hay cuestiones con las que debería saberse que no se jode.
Por eso cuando vi que pidió patear el penal no dudé en bajar hasta el alambrado para insultarlo por semejante ofensa. Ya jugar para ellos era una trompada al mentón; querer hacernos un gol, el golpe más bajo que podía darme. Le grité tan fuerte que me aseguré que me fijara la vista. Lo señalé, le acusé de traidor, le marqué ese trapo sucio negro, rojo y blanco que tenía de camiseta y, acto seguido, me pasé el índice por el cuello, a modo de cuchillo.
Se sonreía el muy turro. Me desafiaba. Desafiaba al club, como si repentinamente se hubiese olvidado del pasado. Lacerante. La peor de las traiciones estaba por suceder. Acomodó la pelota con elegancia, el pulso estaba firme. Tenía la mirada y la templanza de un cirujano. De mi parte, no dejé de sacudir las manos hasta que sucediera el gol, porque él jamás había fallado un penal. Era obvio el final y hasta me parecía justo que así fuera, para que mi descarga de rabia alcanzara entidad de odio definitivo.
El penal lo pateó con una clase digna de admirar, si no fuese por la situación. Apenitas calzó el pie debajo de la pelota y lo deslizó, suave. Nuestro arquero se jugó por un palo y la pelota, en cámara lenta, fue hacia el otro. Ahí le había apuntado el muy hijo de puta, tan frío, tan calculador, que lo noté recién después. Fue en el momento que la pelota salía para afuera y que empezó a correr hacía donde estábamos nosotros, al lugar donde yo estaba, y mientras se sacaba la camiseta, dejaba ver que tenía la de nosotros abajo, y se besó el escudo de nuestro club, y lloró porque asumía como propia la venganza de todos nosotros y porque ya no aguantaba más y quería decirme, sobre todo eso, que él, mi compañero de tribuna, jamás traiciona. Y mucho menos que nada, a los colores.

miércoles, 13 de abril de 2011

Por su culpa, por su gran culpa


Carita angelical y piel de algodón. La muñeca, le decían. Esa mujer irreverente al documento contaba con el don de la juventud eterna y el amor de los hombres de su pueblo. Esto último, ligado indefectiblemente a lo primero.
Si bien la mujer era delicada y ejercía con finura los asuntos exclusivamente femeninos, era amante del fútbol; apasionada, se definía ella misma. Su bendición como hincha se la concedió al equipo más popular del pueblo. Demagogia o encantamiento genuino, la muchacha no tan muchacha se inmiscuía en la tribuna y lograba distraer la atención. Eso, en cuanto a los demás hinchas. Los jugadores, por el contrario, encontraban en su presencia un motivo real para entregar su vida en cada pelota. Ninguno quería resignar la secreta esperanza de conquistarla con algún cruce arriesgado, un gol de antología o cualquier situación que pudiese, eventualmente, conmover a la dama.
Y pasó, entonces, que todos querían hacer su propia jugada. Y también pasó que los hinchas, o los que alcanzaban el privilegio de ubicarse a su alrededor en la tribuna, esperaban cada gol como la oportunidad exacta para poder abrazarla. En ese contexto, ella parecía ser la única con intenciones que no iban más allá del partido. Su sentimiento por el club se explicaba por la pasión. Los otros, todos los otros, tenían un amor, otro amor más grande, que desvirtuó el sentido de pertenencia al club; la verdad sea dicha: ningún hombre iba a esa cancha a ver a su equipo.
El asunto quedó evidenciado cuando la de carita inolvidable dejó de ir a la tribuna. Los futbolistas, desencantados, perdían pelotas sencillas, que antes defendían con una enjundia propia de los enamorados. Y los hinchas, en tanto, ya no esperaban los goles para entregarse a un acto de amor; apenas festejaban con algún gritito, simplemente para burlarse del silencio.
Nada se volvió a saber de aquella musa. Nada, salvo que su ausencia condenó al club al descenso y a los hinchas a la peor de las suertes: la más absoluta indiferencia con lo sucedido con su equipo.

viernes, 8 de abril de 2011

El mejor del mundo


Las mamás suelen acaramelar su mirada cuando observan a sus hijos. En ningún caso les ponen la lupa encima, sino todo lo contrario. Los detalles más grandes quedan sepultados debajo de la sonrisa contemplativa, que libera a los niños de la crítica cruda. Entonces no hay hijo que no sea inteligente ni educado ni lindo ni ningún ni que afecte la imagen que su madre construye de él.
Vale es de esas mamás. Le toca a ella y no a su marido, por cuestión de horarios, llevar a su hijo a fútbol. Es cierto que Santino es inteligente, educado y lindo; muy lindo. Incluso más de lo que estas líneas pueden definir tan ligeramente. Pero no es menos verdad que sus dotes futbolísticos no se asoman entre sus piernitas enclenques. No todavía y, a juzgar por sus gambetas truncas, quizás nunca se vislumbren.
Sin embargo, lo dicho: Vale es mamá; la mamá de Santino.
Ese hombrecito al que nada parece conmoverlo a su alrededor, que hace su vida sin depender de nadie, que goza de la elegancia que a pocos les tocó, ése tipo tan chiquito va a practicar fútbol vestido como jugador del Barcelona. A Santino la ropa que le compró su papá le encaja a la perfección; la imagen, en este caso, miente sobre el contenido. Minucias.
Activista de la mirada embelesada, Vale describió así a su pequeño héroe:
—Juega como Messi, nada más que es un poquito vago.

domingo, 3 de abril de 2011

El dilema de los amantes


El beso; fue el beso. Los labios húmedos bailando sobre los del otro, en un ritual apasionado que fueron segundos eternos. El beso resultó el sello de la atracción.
Fue casual el origen. La creación sobre otra creación; el paroxismo en medio de la vehemencia. Se descubrieron solos, ahí, en medio de todos. El gol, la avalancha y ellos, cara a cara. Fue verse y festejar el momento. Está escrito: goles son amores. Los incipientes amantes refrendaron el dicho en aquella conquista, contra el arco que da a las vías.
El beso fue el origen; el gol, un pretexto perfecto. El era fanático de su club; ella, la primera vez que iba a la cancha. Consagrados mutuamente por los labios, los dos quisieron que la escena se repitiera sucesivamente, en lo posible, con esa misma intensidad. Tanto que él amagó con no era ir más a la cancha, para tener más tiempo y ocasiones para besarla; tanto que ella decidió desde esa vez no faltar nunca a la tribuna, con tal de recibir el gol de su equipo como una bendición para la boca. Tanto que los dos, de a poco, se fueron olvidando de los por qué. La estela inmaculada del primer beso los persiguió durante varios campeonatos.
Hasta que pasó lo impensado. Dicen ellos que no fue por ellos. Que las bocas nunca dejaron de estar dispuestas ni los deseos de sostenerles las ganas. Dicen ellos que fue por el equipo. Dicen que finalmente ocurrió, pero que no saben cómo ni cuándo. Después de mucho tiempo, desde aquel beso revelador, un día volvieron a prestarle atención a un partido de fútbol.