lunes, 30 de mayo de 2011

Silencio, él está jugando


El jugador más inmenso que vi, en realidad no lo vi. Me lo contó un amigo que cuenta tan bien que, a esta altura, me permito decir que pude observar con detalle a ese hombre. Sé de sus movimientos y también puede adivinar sus goles en cada descripción.
La idea que tengo de él es la de ese jugador que, en efecto, era. Fino, habilidoso, valiente, increíblemente solidario. Tan capaz de gambetear a un equipo entero con tal de que el gol lo hiciera otro, otro cualquiera que estuviese en la línea para empujar la pelota.
Tenía mil particularidades aquel hombre. Quizás más. Sin embargo, casi todos le endilgaban un único cartel: el de mudo. Ese hombre que no emitía palabras arrastraba la condena de los que sí dicen, aunque no debieran.
La cancha era su diccionario. Las gambetas, los pases, su estilo y su manera de correr eran el lenguaje del hombre sin lengua. Literal. No tenía lengua, pero sí idioma. Obligado al silencio de la voz, gritó verdades y marcó su vida y la de los otros con discursos que duraban, exactamente, noventa minutos.
Escuchando a mi amigo, también escuché a aquel hombre. El que jugaba al fútbol, para que no le hiciera falta decir.

lunes, 23 de mayo de 2011

Los guardianes de la memoria


Hay un mundo perdido. Un tesoro repleto de sensaciones, pedacitos de canchas, tribunas lejanas, goles inventados, jugadores imposibles, triunfos chiquitos devenidos en hazañas. De ese gran olvido se acuerdan los abuelos. Los vivos todavía dan testimonios. Los que se murieron ya se encargaron de dejar su legado. A este último grupo pertenecen los papás de mi papá y de mi mamá. O sea mi abuelo Alejandro, el de Atlanta, y Miguelito, el de San Lorenzo.
El papá de mi papá nos transfirió el apellido, el amor por el club y exageró sin medir que nosotros –mi hermano también lo sabe- podíamos quitarle credibilidad a semejantes historias. Sin embargo, culpa por desconfiar de él o simple negación, no le cuestionamos nunca los episodios novelescos de la vida –la otra vida- de Atlanta. La prueba más cabal: desafié victorioso en el colegio a mis compañeros de equipos grandes, muñido de los relatos épicos que mi abuelo me contaba de su club, mi club.
Mi otro abuelo, hincha del Ciclón, no tenía una devoción verborrágica para transmitir la pasión por los colores; él contaba con el don de relatar historias de fútbol muy ingenuas. No sé por qué, pero el recuerdo de lo que decía lo emparento con caramelos. Sus historias eran eso, caramelos que desenvolvía cada vez que quería decir. Como la del tipo que pateó un penal en el potrero y dejó enterrada la alpargata en la pelota; o la vez que, decía, giró la cabeza porque lo llamó una chica –más tarde mi abuela- al momento que un centro aterrizaba en su cabeza. Mi abuelo no se olvidó nunca de ese gol hijo de la casualidad, que fue, además, el padre de la historia familiar; ese día, mi abuelo besó por primera vez a la entonces joven Yolanda.
Entre golosinas y proezas, mis abuelos me acercaron al fútbol; me lo hicieron sentir, olerlo, disfrutarlo. Fueron ellos –son ellos- los que me invitaron a mirar ese mundo perdido. Del que nada dice la televisión.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Aunque el tiempo diga lo contrario


Hay lugares que resisten, quizás sin la pretensión de hacerlo, al paso del tiempo. En Valentín Alsina se encuentra un sitio pintado para la burla de la era posmoderna, la cultura sushi, la moda fashion, y los cafés de diseño, esos que se sirven en los tan artificiales recipientes de telgopor. El bar Mundial, contrario al legado capitalista, transpira barrio.
El domingo estuvo por ahí el Viejo Gómez, que no es viejo, pero del cual sospecho que porta un apodo que remite a la sabiduría. Y mientras me contaba esa ronda de dos horas con amigos, noté cómo se le encendía la cara. No es fácil adivinar el instante en que la felicidad se deja ver; en su caso era elocuente.
Me corrigió cuando supuse una situación cualquiera en la que se podía encontrar el mozo.
—Ahí no es el mozo— me dijo. Se llama Mauro.
Entendí, entonces, que en el bar Mundial la gente no cumple roles, simplemente tiene nombre. Por eso Galván, que estaba sentado a la mesa, no es un ex jugador, sino el Negro.
La palabra giró como en una calesita y se permitió el juego de pasar de la banalidad hasta lo más hondo de lo humano. El Viejo Gómez me contó la historia con la que se había despachado el Gordo Achával. Ese hombre había tenido el coraje y la sencillez, sentado ahí, en un ratito, de revelar cómo había aprendido sobre el verdadero significado de la amistad.
Al parecer fueron momentos mágicos. Otro de los conejos que salió de la galera fue cuando Juan López, Juancito, repasó un episodio de su vida como ex futbolista. “En Independiente me cagué todo”, confesó, sin que le importara esconder miserias. Sonrió Mauro, que justo se acercaba para traer otra ronda de café, que iba a pagar alguno; esta vez no importaba el nombre.
Y me dijo el Viejo que también se habló de Messi y Maradona, cosas obvias, que dispararon cuestiones no tan evidentes y que entonces la conexión entre todos, eran ocho, fue tan fluida que la despedida ameritó abrazos sentidos.
Por las dudas haya estadígrafos sobre la felicidad, se acerca el dato: Bar Mundial, domingo 15 de mayo, entre las 15.20 y las 17.35. Ocurrió el milagro de que el tiempo se detuvo para reírse con ganas de la era de la globalización.

lunes, 9 de mayo de 2011

Ojos de campeón


Santino tiene cinco años, no habla mucho; le gusta ver. Pero hay gente, mucha gente, y se sorprende. De pronto, se pone a llorar. Entonces su papá le pregunta qué le pasa.
—Todos lloran— exagera.
—De alegría— lo consuela el padre.
Sin dejar de llorar, Santino lo mira y le dice:
—Yo también estoy contento, papá; soy de Atlanta.
Las derrotas del Bohemio no entran en el menú de hincha de Santino. A él, tan chiquito, su memoria le reservará en el primer lugar lo que sucedió el sábado 7 de mayo.
La sospecha es que al hijo del Negro, que sí sabe de descensos, más allá de la conquista del título, la impresión más grande se la llevó de la gente; de los hinchas festejando hasta las lágrimas.
Acaso le sucedió lo que Eduardo Galeano contó en El libro de los abrazos, sobre un chico que por primera vez vio el mar. Aquel otro Santino, fascinado, balbuceó:
—Papá, ayudame a mirar.