domingo, 27 de noviembre de 2011

Ensayito sobre la estupidez


La mayor estupidez humana es creer que la estupidez es sólo ajena. Que los demás son los que se entreveran en asuntos inútiles. Si tan sólo nos espiáramos de reojo descubriríamos tantas miserias internas que acabaríamos por tolerar la evidente estupidez de los otros.
Pero hay un único lugar en el que me creo a salvo; en la tribuna soy capaz de resistir mi propia estupidez. De todos modos, no estoy seguro de esta afirmación. Por las dudas, elijo no revisarme con mirada de láser para no perder el único invicto de estupidez que me reconozco.
La cancha es una caja de resonancia de cómo somos. “No es que ahí nos transformamos; simplemente, nos evidenciamos”, me dijo una vez alguien a quien le admiro su inteligencia y, tal vez, ciertas conductas estúpidas. La inteligencia siempre es admirable. En cambio admirar la estupidez es eso: una estupidez.
Cuando voy a un partido como periodista, me pierdo el contacto directo con la tribuna, con la población futbolera. Sin gente, el fútbol es apenas un juego; los hinchas lo entendemos como una de las maneras de vivir. Se equivoca el que piensa que es la única; ese es el estúpido.
Siempre, o cuando empecé a tener más conciencia, me llamó la atención cómo en las tribunas se consagra la estupidez más que en ningún otro lugar. Y sin embargo, sigo eligiendo ir a esa selva de voluntades anónimas que, cada tanto, coinciden en abrazos cuando la pelota por fin entra y el arquero rival es condenado al cadalso.
Puede que resulte estúpido decirlo: pero nada me regocija y enseña tanto como festejar un gol o sufrirlo en las vísceras. Ese es, creo, el límite de la estupidez que superé: haber aprendido a ganar y también a perder.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El Walter


Pelo corto, 26 años, buzo negro. El Walter era el arquero turístico, una especie de atracción para un pueblo sin turistas; nada llamaba la atención en aquel lugar de no más de dos mil habitantes. En un escenario normal, de gente normal, con hechos normales, su caso era el gran caso. Atajaba en el equipo menos pretencioso de los tres que había en Oblitas. Y el récord de goles en contra ya había despertado curiosidad en zonas que no eran tan cercanas.
Alto, piernas fuertes, mirada intimidante. Su mejor actuación fue en el clásico ante el Atlético, en un partido que se definió cerca del final. Después de rechazar un penal con el pie derecho, su equipo cayó por un error de cálculo. El Walter salió más allá de su horizonte tras un córner y quedó pagando; con un cabezazo, Atlético se quedó con el partido.
Aguerrido, estudioso de los rivales, intuitivo. No había delantero que engañara al Walter, aún si le convertía. Sabía cómo se movía su eventual verdugo y adonde le iba a patear. El gol no tenía que ver con la artimaña.
Aquel muchacho se retiró del fútbol sin títulos, pero con la dignidad invicta. Lo único que se lamentó es que en aquella ovación en el último partido no pudo saludar como a él le hubiese gustado; al menos, como los otros arqueros cuando corresponden los honores brindados por la hinchada. El Walter no tenía brazos.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La radio iba pegada a la cama deshecha de la tarde


No puedo jactarme de casi nada; no es una pose. Sí tengo una medalla que decidí colgarme, aunque de ningún modo representa un triunfo del que deba vanagloriarme: yo le enseñé a ella a dormir la siesta.
Su ritmo vertiginoso le impedía abrazarse a ese bálsamo que atraviesa el día, como el entretiempo a los partidos. La metáfora no es casual; la siesta la dormíamos juntos el fin de semana, con la radio de fondo transmitiendo fútbol.
Ella me decía que le divertía escuchar entre dormida los resultados. Que soñaba con goles y que, por lo tanto, cuando se despertaba no sabía realmente cómo habían salido los partidos. No tener claro si los había soñado o escuchado era el juego de la vigilia de la tardecita, en el que ella tenía que constatar o rectificar los resultados con el tipo de la radio. O no. A veces le ganaba la ansiedad y recurría a mí, que no siempre le decía la verdad; me gustaba adivinarle el gesto con el que iba a reaccionar por un resultado insólito.
No sé si seguirá durmiendo la siesta; menos, si lo hará escuchando de fondo los goles que se suceden en otras canchas, mientras suena la voz enérgica del relato principal.
Sospecho que ya no lo hace. El subjetivo indicador es que hasta yo prácticamente perdí ese hábito. Pero ayer estaba solo y decidí dormir un rato a la tarde, escuchando los partidos en la radio. No estaba cansado. Simplemente, tenía ganas de soñar con ella.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Exitista


Algunas charlas necesitan del algodón. De hacerles una pasadita por arriba para que, una vez desmaquilladas, se dejen ver tal cual son. En el neceser de palabras, están las que pueden camuflar respuestas. Sobre todo, las dichas con una tonalidad de inocencia.
Tendrá que saber la tribuna en la que se ubican los sensibles, los que se conmueven fácilmente y las abuelas con el “aaaaah” a flor de labio, que el siguiente diálogo es revelador.

—¿Papá, somos hinchas del mejor equipo del mundo?
—No.
—...
—Pero igual queremos mucho a nuestro equipo, no hace falta que sea el mejor del mundo.
—…
—Mirá, yo no soy el mejor papá del mundo, pero soy tu papá. ¿Vos me querés?
—Sí.
—Ves, no es porque sea el mejor papá del mundo, sino porque soy tu papá.
—Pero vos sos el mejor papá del mundo.
—No.
—Sí.
—No.
—Sí.
—No importa, tenés que saber que nuestro equipo no es el mejor del mundo.
—…
—Lo queremos porque es nuestro equipo.
—Ah, entendí.
—Me gusta que lo entiendas. ¿Me querés preguntar algo más?
—Sí.
—Decime.
—¿Si nuestro equipo pierde, lo puedo querer un poquito menos?

sábado, 5 de noviembre de 2011

La reivindicación


Desde chico había soñado con ese momento. En honor a la verdad, lo había soñado diferente; pero no se quejaba. A pesar de los matices, entendía que lo importante era más o menos como lo había imaginado.
Arrancó el día nervioso, con movimientos delatores que devolvían la escena de un gato merodeando algún recoveco. Se desplazaba con pasos cortos en ninguna dirección específica. Iba y venía mientras hurgaba en el dial información sobre su equipo. La eventual vuelta olímpica no era tema de la agenda periodística nacional, pero algún interés despertaba. El cuarentón sabía inlcuso más de lo que podía escuchar en la radio; sin embargo era el atajo directo para achicar las ansiedades.
Cuando empezó el partido, paradójicamente, se calmó. Como si le hubiese causado más resquemor recorrer el abismo que experimentar el salto al vacío. A medida que avanzaba el relato se permitía disfrutar de la final, de la primera que jugaba su equipo.
La explosión del llanto lo sacudió una vez que el relator pronunció la palabra campeón. Antes, ni siquiera había gritado el gol del triunfo.
Condenado a todavía cinco años más en ese mismo lugar, el hombre se abrazó a los barrotes de acero y miró hacia el cielo, interrumpido por un techo descascarado y cubierto de humedad. Y sin decir, agradeció estar vivo para paladear la gloria.