miércoles, 29 de febrero de 2012

Una tarde de gloria


Dos butacas. Nada más. Dos piezas uniformes de plástico rojo que no decoraban la terraza pero se mezclaban entre esa geografía de macetas, parrilla y sogas para colgar ropa. Dos restos extrapolados de otra tierra a una tierra de fantasía.
Plástico. Era plástico. Apenas con eso, el entrañable Claudio Gómez decidió que se jugara un partido de fútbol.
Reacomodó las butacas semiacostadas y les devolvió su función. En una se sentó él. Para ocupar la otra, invitó a su hija Milena.
Ahí, en la terraza, los dos sentados y sin mirarse, clavaron la vista hacia delante.
—¡Corré!— gritó Claudio, que enseguida pidió foul.
—¡Foul!— lo acompañó Milena.
La nena de la sonrisa con hoyuelos había entendido el juego. Tenía diez años y nunca había ido a la cancha; ahora estaba en la cancha.
Su papá fingía enojarse por fallos arbitrales de un juez fantasma que los dos, tácitamente, habían elegido como villano.
La tarde tenía la magia de un fútbol creativo y el encanto de la aventura por esa primera vez. Los dos, mientras el sol les dejaba colorada las narices, disfrutaban de un partido exclusivo. Y Como el partido era de ellos, se dieron todos los lujos. Ubicados en las butacas de la Doble Visera, la vieja cancha del Rojo, hicieron jugar de nuevo a Bochini:
—¿Viste lo que hizo el Bocha?— se sorprendía Claudio, mientras se agarraba la cabeza.
Y Milena se reía y aplaudía y era feliz. No tanto por la gracia de su papá como por la gran jugada del diez de Independiente.

viernes, 24 de febrero de 2012

La historia menos contada de una de las historias más contadas


Fue mucho antes de que se le ocurriese a Maradona. Siete años después, cuando lo escuchó al Diego, no lo podía creer. Su frase se había perdido como tantas otras entre las sombras del pueblo. Miles de kilómetros más lejos, sin saberlo, Maradona la rescató del ostracismo cuando contó su primer gol a los ingleses, en México ‘86.

En Choele Choel se jugaba la final regional, entre Deportivo Patagonia y Atlético Llueve y Para.
Estaban claras las diferencias entre ambos equipos. Por eso el Nanito Beder, arquero de Llueve y Para, había convencido a sus compañeros de que la única manera de ganar era conociendo en profundidad al rival. Su discurso se hizo dogma y los intérpretes más extremistas emprendieron la praxis; el conocimiento cabal debía ser revelado.
Juan Prito fue el de la idea, pero la adhesión fue inmediata y homogénea. Nadie dudó del plan.
La clave nodal apuntaba al mejor jugador de Deportivo Patagonia. José Ramón Juárez, Juarito, era tan religioso como puntual en la asistencia al confesionario; su fe y la cábala serpenteaban en un cruce de límites permanente. Antes de cada partido, Juarito le soltaba sus verdades al padre Leopoldo.
Un rato antes de la hora indicada, se le avisó al cura sobre la necesidad de su inminente presencia en casa del abuelo del Nanito Beder.
—La extremaunción, Padre—, lo conminaron.
El viejo gozaba de una salud de acero inoxidable, pero se prestó a la pantomima, convencido de que la farsa podía ahuyentar veinte años de sequía futbolera. El operativo “vuelta olímpica” implicaba coordinación y muchos más cómplices que los once jugadores.
El Turco Fatú se metió en el confesionario y esperó a la víctima. Justificándose por la voz, escuchó a su interlocutor, al que indujo a contar sus miserias más hondas.
El decálogo de la psicología de Juarito sería luego tema de análisis colectivo de la muchachada de Llueve y Para. De todos modos, antes de finalizar su confesión, la figura de Deportivo Patagonia fue interpelado:
—Hijo, necesito una prueba de tu confianza hacia mí: ¿Si mañana hay un penal, hacia adónde lo pateás?
—A la derecha, Padre.
El partido fue cerrado, cargado de tarjetas amarillas. El Llueve y Para era puro sacrificio. A su rival no le sobraba exquisitez, pero tenía a Juarito. Suficiente.
Sin embargo, la estrella no brilló como otras veces. En varias oportunidades se había trenzado en disputas verbales con los contrarios.
De un córner llegó el gol que hizo temblar a Choele Choel. Tierra desacostumbrada a los reordenamientos de las placas tectónicas, se conmovió con aquel sismo futbolero. Un gol vomitado sobre un pasado inmediato de dos décadas sin títulos.
A dos minutos del final, el árbitro le puso una horca al cuello del triunfo: cobró penal y Deportivo Patagonia quedó de cara al empate; Juarito quedó de cara al empate.
Antes de patear se persignó a miró fijo al arquero. Avanzó con pasos largos y al momento del impacto tocó la pelota con cara interna, hacia la derecha. El Nanito Beder salió eyectado un segundo antes para ese lado y con la palma de su mano izquierda desvió el remate. Juarito nunca había errado un penal. Las estadísticas no son precisas, pero algunos arriesgan más de cincuenta ejecuciones sin fallas.
El héroe fue paseado en andas por la cancha y en el paroxismo de la gloria fue conminado a explicar la atajada. El Nanito Beder no mintió:
—Fue la mano de Dios.

sábado, 18 de febrero de 2012

El hombre y su sombra


Vivir sin pasado condena al no aprendizaje. Dicho de otro modo: no poder ver hacia atrás, implica mirar mal para adelante. La única ventaja, probablemente, sea el efecto sorpresa : contemplar todo como si fuera la primera vez.
El jugador amnésico nunca se acordaba que había hecho un gol; y el siguiente lo festejaba como lo hacen los debutantes en la red.
Si erraba desaprovechaba una chance, tampoco se acordaba. El esquivo mental le permitía conservar la fe intacta ante situaciones similares; el riesgo suponía cometer la misma equivocación.
Aquel futbolista no sabía lo que hacía hecho. No recordaba goles ni insultos. No registraba vueltas olímpicas ni fracasos ni victorias épicas ni partidos que, quizás, merecían el olvido.
Y su colmo es ya no ser. El jugador sin memoria no se acuerda del día de su retiro. Todavía sigue jugando.

lunes, 13 de febrero de 2012

La otra mirada (propia)


“ADiosGracias”, repetía el de la cara llena de repliegues, desgarbado, parado a un costado de la cancha. Lo largaba todo junto, como una letanía: “ADiosGracias, ADiosGracias”. El hombre entrecano intentaba explicar el absurdo sin conceder detalles, con ésa sola frase; ADiosGracias” era lo único que atinaba a devolverles a sus interlocutores. La cara decía por sí misma; era una cara espejo.
Su casa fue el páramo. No había maleza humana que le confundiera el relato. La querencia le destrabó la lengua. Que su equipo perdiera 13 a 0 le había aguijoneado el alma. Con los años se había acostumbrado a asimilar derrotas, nunca una vergüenza semejante. El dolor de tantos goles le había estrujado los huesos, al punto de encorvarle más la imagen. Lo vio su esposa. El privilegio de la doña fue también el de haberlo escuchado. Hasta entonces, nadie había podido atravesar la muralla del “ADiosGracias”.
La catarsis fue de sentado, con su mujer mirándole temblar la boca: “A Dios gracias no llevé los anteojos. Si hubiese visto bien todos esos goles, habría quedado ciego de fútbol; tendría los trece impactos hundidos en las retinas. Y ver otros goles con la mirada tan contaminada me hubiese alejado de la cancha, el lugar por donde más me gusta espiar al mundo”.
Aquel poeta de cuerpo desvencijado y prosa carente de elegancia no había visto con los ojos. A Dios, gracias.

lunes, 6 de febrero de 2012

La mirada de los otros


Al Nueve le sobrevino el miedo en un partido en el que creía patear derecho y el tiro le salía torcido; su miedo era al ridículo. Incapaz de absorber esa sensación, se la contagió al Ocho, el capitán, que empezó a temblar del susto. Los otros compañeros, todos, miraron a su líder y no pudieron evitar subordinarse a su entonces enana estatura; tenían miedo. También los hinchas, que con el transcurrir de los partidos temieron no ver nunca más ganar a su equipo, miedosamente predispuesto a la derrota.
Fue una tarde, en el arranque de un partido. El arquero voló hacia un palo y desvió un penal al córner. El arrojo providencial se lo transmitió al Dos, que en la jugada siguiente salvó sobre la línea un gol hecho. El resto de la defensa hizo empatía y tomó una confianza que le dio seguridad a los volantes y, más tarde, a los delanteros. El Nueve volvió a creer en sí mismo.
Los hinchas siempre suelen ensañarse con el rival que más daño puede causarles; ése es el nueve. A él, al Nueve que otra vez buscaba con convicción, le cayeron los insultos, los salivazos y las amenazas; la jungla encima de un sólo hombre. Aquel día el Nueve, después de mucho tiempo, volvió a convertir un gol. Un golazo que hubiese desatado la euforia de cualquier jugador en su lugar. Pero el Nueve no lo gritó. Tuvo miedo.