domingo, 29 de abril de 2012

Suicidio

El equipo del pueblo tenía un jugador con coronita; el hombre, por portar la 10, se creía rey. Se creía, legítimamente, porque el resto le concedía el privilegio. En la cancha, ese fetiche era la pelota. El diez reinaba con la pelota en sus pies, al extremo de no convidar jamás un pase. Lejos de reclamarle, los jugadores del pueblo corrían y se esforzaban para recuperar el balón; siempre se lo entregaban, según entendían como mandato. El futbolista de la pelota servida, que enfilaba hacia la gloria todo el recorrido que le dejaran avanzar, vivió de sus goles y sus triunfos; nunca los compartió. Con el tiempo las gambetas frenéticas lo hundieron en los subsuelos de la gula, mientras eludía defensores dóciles e indómitos y arqueros y fronteras y el pasado y al olvido. A la muerte la gambeteó varias veces, pero la estampa de la parca se le presentaba férrea, inclaudicable; la dejaba atrás, pero al momento inmediato la encontraba por delante. El 10 insistía, se sabía el rey de la gambeta. Y la eludía una vez y otra, y nuevamente. Ciego de pases, insitió con el mismo recurso todos los partidos. La obviedad le empezó a gobernar los pies; no se le esperaba otro arte que el de la gambeta. Inyecto del más puro egoísmo, siguió empecinado con la secuencia unipersonal. Pero la muerte, implacable, siempre se le ponía de frente después de cada amague. Cansado de gambetearla y no desterrarla de su destino, el rey un día decidió dejarse sacar la pelota.

lunes, 23 de abril de 2012

El creyente

Cuentan que su devoción por los rituales religiosos empezó precisamente después de errar un penal en un clásico zonal. Y que la desgracia deportiva lo arrastró a la búsqueda de amparo divino, como escudo anticíclico; era el sexto consecutivo que fallaba en ese tipo de definición. Temeroso del ajusticiamiento de sus hinchas, imploró por su vida y, a cambio, prometió no patear más un puto penal. Desde entonces, cualquier gol lo atribuía a la gracia providencial, hija de su mancillada autoestima. Rezaba antes de cada partido y agradecía al final. La cruz y la pelota eran elementos indivisibles en su menú ideológico. Si no había santo, no jugaba. La estampita entre la media y la canillera derechas era un fetiche que sacaba a la luz en el momento inmediatamente posterior a convertir cada gol que hacía. Antes de abrazar a un compañero, besaba la efigie impresa en ese papelito raleado, que no cambiaba por nada del mundo. Siempre le atribuía el gol al canonizado de la imagen. Consustanciado con la causa celestial, al mayor de su propio milagro no quiso darle crédito. Había gambeteado al equipo rival entero, a dos compañeros, a un perro que había saltado a la cancha y a un borracho que había entrado por equivocación. En la euforia, salió corriendo para festejar con los hinchas, mientras rebuscaba dentro de la media. Incluso frenó su carrera ante el manoteo inútil. La estampita no aparecía, no estaba. Entregado a la buena de Dios, se vio tan impotente que se acercó al árbitro con las palmas pegadas, en gesto de súplica. Le pedía que anulara ése gol.

lunes, 16 de abril de 2012

Un partido como para hacer de cuenta


—¡Pateá bien!—le gritó un hincha, luego de que el remate se fuera desviado. El hombre que reclamaba era rengo.
—¡Cómo no viste a tu compañero, estaba solo!—le reprochó otro, al que sin los anteojos se le hacía imposible distinguir a dos metros.
—¡Ganá una de arriba, infeliz!— le exigió un señor enano desde la platea. Estaba sentado en la primera fila, para que nadie lo tapara con la cabeza.
Las palabras fraseadas, aparentes disparos al aire, le fueron despertando un instinto revanchista. Cuando por fin pudo convertir un gol, hizo el gesto de agitar ampulosamente las manos, como si se agarrara los testículos.
Ella, la número 9, tampoco había podido escaparle a la paradoja.

domingo, 8 de abril de 2012

La verdadera verdad de ganarle a River


Recién me preguntó un amigo cómo me sentía. Le exageré que tendría que engordar, porque tanta alegría no me cabe en el cuerpo. La paradoja es que ahora voy por el vómito, por vaciarme de palabras; ahora tengo que decir.
Los medios hablaban del partido de David y Goliat; del equipo cenicienta (después de las 12) contra el de pies gigantes; del mendigo y el Millonario. Todos tenían algo de razón.
Este blog suele escaparle a la agenda mediática como si se tratara de la peste. Pasó que pasó lo inevitable: me debo a mi público (levanto la bandera de la demagogia) y mi público, ustedes, me piden que hable de Atlanta. Al menos algunos me lo pidieron por mail, como parece que se piden éstas cosas. No me convencieron tanto como un amigo, otro, que me mandó un mensaje de texto: “Esto es un cuento”.
El triunfo de Atlanta sobre River es pura hojarasca; hay que rascar para descubrir la historia. El guión es con un viejito de 85 años. Estaba al lado de donde nos ubicamos mi papá, mi hermano, Pepe, Panda y yo. El viejito estaba solo, pero tenía perfil de abuelo de cualquiera de nosotros. Y daba ternura. Y hacía que nos acordáramos de nuestros abuelos, por eso lo llevamos hasta la casa, cuando el triunfo, a veces tan efímero, ya nos pertenecía para siempre.
Charlamos con él mientas las tribunas visitantes eran espejos de un desierto. Y charlábamos todos, los cinco, con el señor de saco y pantalón de vestir, porque ése abuelo se fue vestido a la cancha como se iba antes.
Se me impregnaron imágenes tan vívidas que supongo que serán capaces de desafiar al tiempo; una, la del abrazo en el gol. Pero hay otra, la de mi hermano llorando. Mi hermano que soportó el partido entero de pie, que defendió con los defensores, que atacó con los delanteros, que cantó hasta la mudez, no aguantó las lágrimas. En ese ratito lo miré sin decirle; tenía ganas de contemplarlo más que de preguntarle. Hasta que me lo dijo solo:
—Sabés qué pasa. El viejito me dijo que jamás se imaginó que volvería a ver jugar a Atlanta contra River.
Me acordé de mi abuelo. Y nos pusimos a llorar juntos.