martes, 28 de agosto de 2012

Haciendo cuentas y de cuenta


Mi amigo Pepe tiene obsesiones, lo sabe. Lo sabe porque es consciente y porque todo lo registra. Pepe no es estadígrafo pero cuando no trabajacomeamayotrascosaspocoimportantes hace eso, estadísticas. No estadísticas cualquiera, sino las de fútbol. Me enumeró: del campeonato de la A, de Atlanta –un día, no sé cuándo, lo convencí  de que fuera de Atlanta y así se hizo hincha– de la Selección, de los torneos del Interior. Su minucioso trabajo, por el que nada cobra, me pareció una locura. Lo miraba absorto mientras me contaba y la impavidez me dejaba mudo. Hasta que me dijo que, también, llevaba estadísticas de este blog. O algo así. Como al pasar, mencionó dentro de su letanía de estadísticas al futbolesunaexcusa. Y ya no entendí más nada. Pepe entró a detallar: “me puse al día con lo que me faltaba leer. Bah, con casi todo; me quedan los últimos dos post”. Y como si no hubiese dicho algo que yo mismo no podía creer, siguió: “tengo guardados todos, desde que empezaste. A cada uno le pongo la fecha y lo pego en un Word”. Definitivamente, Pepe es un obsesivocompulsivo y lo que quiera agregarse a esta palabra encadenaba que, para el caso de mi amigo, soporta más eslabones.
De todos modos, que haya incluido este blog en su lista de estadísticas me emociona. No se lo dije cuando me lo contó tan naturalmente, sino ahora, acá. Quizás lea esto y también se emocione; será que Pepe tenga que habilitar un rubro de estadísticas emocionales o cosa semejante. Será, quizás, que ya lo tenga.
Y entonces es probable que, con mayor rigor científico que yo, se acuerde o sepa de las historias que vivimos juntos en la cancha. Sabrá con números ciertos cuántas veces lloramos por Atlanta, qué cantidad de kilómetros arrastramos viendo al Bohemio, dónde nos perdimos para llegar, cuándo nos encontramos para salir, habrá una escala de alegrías, un Excel marcado con rojo las veces que tuvimos miedo de no salir vivos de canchas y lugares imposibles. 
Pepe tiene que saber. Y si no sabe, se lo digo yo: con Atlanta vivimos miles de historias, muchísimas tardes, alguna que otra mañana y varias noches. Mientras, la vida y el amor por el club nos fueron haciendo amigos. Que Pepe me perdone, pero no sé hace cuánto.

jueves, 23 de agosto de 2012

El amante


El día anterior se habían celebrado en la cama. Unas horas más tarde eran rivales. El arquero y el delantero ahí, de pronto mano a mano; los cuerpos juntos aunque ya no tanto. Y ella; ella en la tribuna, mirando al delantero; tres días antes se habían revolcado amorosamente en la cama.
Ella era hincha del equipo en el que jugaba el flaquito de récord de goles; ella hinchaba por él. El quería que ella gritara de goce; aún más en la cancha que en la cama.
Pero cuando quedó de cara a esos amores eligió inmolarse futbolísticamente. La hinchada murmuró y algunos lo insultaron, cuando se dejó sacar la pelota por el arquero; el delantero no pateó, no amagó, no gambeteó. Nada. Fue fácil para el arquero sacarle la pelota de los pies. Fue un gesto imperceptible; el arquero, además, le besó un tobillo en ese arrojo que no tuvo riesgos.
Ella, que nunca sospechó, se tapó los ojos para no ver. Fue un acto reflejo: ya había visto.
Afuera de la cancha, al goleador lo estababa esperando ella, la otra, su esposa. Hincha del equipo contrario, no había querido entrar para no padecer la ambigüedad de no saber por quién alentar. Supo por radio del empate. Y de que él, su marido, había errado un gol imposible. El 0 a 0 lo festejararon en la cama, amándose con los cuerpos mezclados.

viernes, 17 de agosto de 2012

Esperando el momento para salir a escena


Lo vi en un campito, hace unos años. Me habían dicho que ahí, donde lo vi, era otro. Que si no, se la pasaba sentado, que se llevaba las manos a los oídos, simulando no escuchar, mientras apoyaba los codos sobre sus muslos. El pibe –le decían Pibe, en un lugar donde abundaban la miseria y, también, los pibes– se la pasaba quieto.  
—Viera usted lo que hace; no hace nada— me dijo una señora.
Me contaban sobre el chico que me había alegrado los ojos; el mismo que me había puesto a un ritmo de galope el corazón; el que decían que era quieto, me había invitado a dejar correr las emociones.
Andaba con la cara pintada de mocos secos y los cachetes colorados. No era un sello distintivo; todos en aquel partido portaban esos distintivos. Tampoco era el morochito que se destacaba; los demás, también, andaban al tono.
Ese flaquito –tanto como sus compañeros y rivales– jugaba a los saltos, esquivando piernas, moviendo las piernas, hamacando los brazos; una paliza a la quietud era.
Cada vez que le llegaba la pelota, levantaba la cabeza y ensayaba una rutina desconcertante; parecía hacer lo mismo de antes, con un secreto indescifrable. Carreras veloces y no tantas, al que dicen que siempre estaba igual, le gustaba jugar con los cambios de ritmo. Y saltaba patadas y gambeteaba a rivales y esquivaba al destino.
Lo esperé a que terminara el partido. Yo andaba de paso, a las corridas por trabajo, pero verlo me dejó quieto; me obligó a esperarlo.
—Te felicito, hacía mucho que no veía algo igual— le agradecí.
El apenas sonrió. Lo vi con ganas de irse a sentar, a volverse a lo que me habían dicho: el pibe quieto, encerrado en sí mismo.
Lo acompañé unos pasos. Me quise dar tiempo para preguntarle más, para elegir cómo preguntarle. Enseguida él encontró un lugarcito con sombra y se acurrucó.
—¿Estás cansado?
—No.
—¿Y por qué te sentás?
—Porque estoy triste.
—Pero recién, en el campito, parecías feliz.
—Porque jugando al fútbol puedo hacer lo me gusta.
 —¿Y qué es lo que hacés?
—Bailo.

domingo, 12 de agosto de 2012

El partido imposible


—Yo con Dios estoy 0 a 0— dijo el hombre. El hombre comía todos los días.
Alguien lo miró y lo juzgó mediocre.
La charla se encendió alrededor del comentario. El resultado fue la mecha de una serie de interpretaciones que abrieron el juego. Dios y el fútbol son deportes nacionales; aunque en esa fórmula, Dios siempre sale segundo.
—A la felicidad de tanto en tanto le hago un gol— se animó otro. Le iba bien, según decía. Dicha la frase, las miradas se le incrustaron en el cuerpo y los oídos dejaron de ser sordos para detectarle el error; acaso para escuchar una señal que permitiera pensar lo contrario.
Un señor con aires de señor, que nada había opinado hasta el momento, sonrió. No fue espontáneo; buscó llamar la atención:
—Dios y la felicidad no existen. Mi partido es en serio: yo voy empatando con la muerte.
Prudente, aquellos muchachos que andaban por los cuarenta y pico aceptaron la sentencia. Nadie contestó.
Enterada la muerte de la invitación al picado, se compró botines y alquiló un tren.
El hombre tenía corbata y saco y un auto lindo, muy lindo, antes de cruzar la barrera. Cabeza levantada, pecho inflado, encaró directo, sin mirar al costado. Con la soberbia de los que buscan el gol sin compañía, amagó y gambeteó a la barrera. 
La muerte, defensor implacable, se cargó al hombre al hombro. El tren, dejó al auto feo, muy feo. Cuando miró hacia atrás y vio la escena final, la muerte pensó: 2 a 0 y no hay revancha.

lunes, 6 de agosto de 2012

Que no te cierren el bar de la esquina


Los diarios en el lugar de siempre; los diarios, raramente, en el lugar de nunca jamás. El bar Mundial tenía las páginas deportivas abiertas. Estaban pegadas en las ventanas, por donde ya no se puede mirar. Claudio me lo contó arrumbado; el Viejo Gómez es el reflejo del bar, de esa cancha de fútbol donde se tomaba café.
A él lo que más le jode es la traición; no necesariamente hubo alguien que lo traicionara. Simplemente, se sintió traicionado. No supo que cerraba. Eso. Y se encontró con que el bar tenía los ojos cerrados; las ventanas tapadas. Las historias atrapadas entre mesas y un mozo que hacía rato habían dejado de ser plurales y anónimo. Las mesas era una sola, la de todos los lunes. El mozo, Mauro. El tipo que ni preguntaba qué traer porque sabía lo que tomaba Claudio y Cacho y NestorAvila, dicho así, todo junto, y el Topo y el Gordo y el Negro. La mesa respiraba fútbol y hasta el bar, con su bautizo reflejado en el cartel de la puerta, hacía los honores: Mundial
Había que verlos para entender que ahí, los lunes, había partido. Que Bochini volvía a dar pases milimétricos, que Maradona tenía rulos y no tenía barba candado; que Pelé seguía saltando para cabecear y se hamacaba para eludir rivales y no tanto para coquetear con el poder. Se revivían, también, goles de hacía unas horas, del domingo, en las otras canchas.
Claudio pasó y lo vio cerrado y no entendió. Cuando no hay aviso, la traición se hace carne entre los recuerdos. A los muchachos de esa mesa les robaron un pedazo de historia. Al Viejo Gómez se le nota en la mirada. Y en el silencio; en su cancha, ya no va a poder gritar más goles.