domingo, 30 de septiembre de 2012

Un triunfo a medida



La cancha tan verde y esos jugadores tan prolijos son el preludio de una tarde mágica. No falta nada en ese rectángulo en el que caben tantas historias; las historias de todos los que miran y esperan que pase el momento de la emoción grande. La atmósfera es la de un mundo expectante, que se encandila por ese partido que ven, que se juega en las cabezas de cada uno de ellos. La felicidad se puede paladear; se los adivina felices, como los hinchas que antes de que el árbitro pite conservan impoluta la fantasía del triunfo.
Hay poca luz pero iluminan los flashes. Y hay fuego. Cuando la llama centraliza la escena, el público grita, aplaude. La celebración irrumpe en un Boca-River que para diez gana Boca, para siete, River, y para nueve es un empate clavado. Pero importa Matías, hoy más que ninguno. Él es el protagonista; se ganó el privilegio el día que nació. Y él es de Boca.
Matías recibe los abrazos y se emociona y toma aire porque le dijo su mamá que tiene que soplar fuerte. La decoración de la torta fue un pedido suyo: quería un superclásico de chocolate y dulce de leche. Y dos arcos, uno más grande que el otro. Su mamá no pudo convencerlo de que iban a quedar mal, así, tan desparejos. No le importó. Matías prefería que los jugadores de Boca tuvieran más comodidades que los de River para atacar. Y así fue.

jueves, 20 de septiembre de 2012

El Chanchi no lo va a decir jamás



El Chanchi era el más curioso de todos por eso no era de extrañar que haya sido él y no otro porque los demás eran más quietitos, menos pícaros, incluso algunos que eran un poco más grandes que él, y el Chanchi algo sospechaba, como todos los que tienen inquietudes arrastran en las entrañas el bichito de la sospecha y entonces le picó, le picó y ya de tanto picarle tenía picadura endémica y salió detrás de Papá Noel sigilosamente porque tenía eso que era vivo y no levantaba sospechas, manejaba la exclusividad del rubro y salió por el costado sin que lo vieran mientras los pibitos destrozaban los papeles de los regalos y él se aguantó las ganas porque era su momento, era ese el momento, y tuvo premio cuando confirmó lo que sospechaba que la ropa no era de un héroe ni de un semidios ni nada simplemente era el disfraz de su tío que con una pierna ya desvestida del pantalón rojo lo vio venir de frente al Chanchi y no tuvo opción y el pibito que era vivo muy vivo le dijo que le diera una pelota, la pelota que venía pidiendo hacía tres años, que si no iba a salir gritando su nombre y que Papá Noel no existía y lloraba y el tío le decía que no tenía la plata para comprarle una pelota pero que igual no dijera nada porque si él no decía nada tenía un secreto y los que saben guardar un secreto son ricos porque tienen un espíritu noble y pueden tener lo que quieran, también una pelota, y el Chanchi pensó cómo sería eso y se pensó callado y se le encendió la sonrisa y picado por el bichito quiso saber más y le pidió al tío otros secretos, más secretos, con la promesa de que jamás los contaría y fue que al tío se le ocurrió decirle que los buenos jugadores, los jugadores de verdad, no necesitan una pelota para jugar, que los que necesitan una pelota para jugar son los pobres de imaginación y que él en cambio era rico porque tenía secretos y tanto lo entendió el Chanchi que alguien unos meses después le regaló una pelota y él se la regaló a otros chicos que no sabían lo que él sabía que así callado, secretamente callado era mágicamente rico muy rico y eso a su edad era poder soñar los goles más lindos.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El gol imposible


Al Tío no había nada que lo entretuviese más que verlos jugar durante horas al fútbol. Le decían el Tío, aunque no tenía sobrinos. El rebautizo era un acto de justicia: los chicos de aquel pueblo enano de pescadores hubiesen querido tenerlo de tío; todos se sentían, de alguna manera sus sobrinos.
El Tío era espectador ante todo. Pero ocasionalmente juez que dictaminaba, para que las discusiones no se alargaran inútilmente. Y también un gran observador. Después de muchas tardes de ver lo que la apariencia no delataba, llegó a la conclusión de que los chicos jugaban sin motivación. Que corrían, pero se reían poco; que ganaban o perdían, pero el resultado tampoco los inquietaba.
La aventura de entusiasmarlos se trataba, precisamente, de seducirlos con una aventura. El secreto lo soltó una tarde en que un empate repleto de goles les había hecho perder el encanto del festejo.
Mientras los chicos se iban, él, sentado, gritó al aire sin mirar a ninguno:
—Acá es muy fácil. Quisiera ver quién se anima a hacer goles en la cancha imposible.
El anzuelo acercó a la mayoría; el resto se sumó a las pocas palabras, cautivados por el histrionismo del Tío.
Ese mismo día decidieron que tenían que encontrar el lugar que el Tío referenciaba sin dar precisiones de cómo llegar. El mapa no era problema; a todos los desvelaba cómo harían para convertir un gol donde, según el Tío, nadie lo había logrado.
La primera vez que cruzaron en bote se perdieron. La segunda, lograron ubicarse mejor. La tercera pegó en el palo: casi llegan a la cancha. La vencida fue la cuarta.
Desafiaron a los chicos que allí jugaban y, acorde con los presagios del Tío, el partido terminó 0 a 0. Pero quisieron volver. Y lo hicieron casi sin interrupciones durante un mes. El que más cerca estuvo de convertir fue el Rulo, pero al momento de patear asumió el peso histórico, la responsabilidad apabullante de cortar con la racha, reducidos en la frase que el Tío repetía como una letanía: ahí nadie hizo un gol. A Rulo le salió un tirito, a las manos del arquero.
Fue a los tres meses y medio que sucedió lo nunca visto. Joselo, el pibito distinguido por su doble dentadura, apretó los dientes y sacó un remate misilístico. Fue un rayo. Su tiro atravesó las posibilidades de un arquero absorto, que vio cómo los silencios quedaban sepultados bajo el gol más gritado del mundo. Así terminó el partido: 1 a 0.
La vuelta en bote fue una fiesta que, tendría su punto más álgido en la cara del Tío. Los chicos jugaban a imaginar la sorpresa del hombre que tendría que cambiar el discurso, que tendría que hablar de ellos, quizás, como de los nuevos próceres.
A Joselo no le salían las palabras, así que tuvo que contar el relato Marito. Marito era tartamudo. Sin embargo, con la emoción dijo todo de corrido.
El Tío les festejaba la hazaña y los abrazaba y los pibes se miraban y no podían creerlo y entonces el Tío pensaba, pensaba que había valido la pena y se reía, se reía sin hablar, porque mientras tanto se acordaba o más bien trataba de repasar los más de cien goles que él había convertido en aquella cancha.

martes, 4 de septiembre de 2012

Esa mirada


Hacía rato que lo miraba y no le decía nada. Se le notaba el brillo en los ojos. Pueden disimularse hasta las obviedades; la mirada es imposible. Yo le vi al Flaco perder pelotas increíbles, caerse solo, errar pases sencillos. Y la miraba a ella mirarlo: tenía una manera envolvente para capturar lo que cualquiera hubiese abandonado con los ojos a la velocidad de la luz. Cuando el Flaco la perdía era instantáneo: yo la espía para ver el espectáculo de su mirada.
Hay gente que sabe mirar. Y está la otra. El mundo podría dividirse por ese tópico que esconde la más genuina de las expresiones humanas.
Un día de tantos él perdió una pelota de tantas. Yo le había dicho que una chica lo miraba intensamente, que tenía que verla mirarlo. El Flaco me escuchaba, pero igual le desconfiaba la atención que me prestaba.
Cuando se levantó después de aquel quite de un defensor sin miramientos, giró la cabeza hasta ubicarla. Tuvo que haberse conmovido. A él no lo vi; quería confirmar que ella, por fin, sintiera la correspondencia de los otros ojos. Era una mirada dulce, sugestivamente inspiradora.   
A la jugada siguiente el Flaco hizo el gol más maravilloso que yo haya visto y que ella, seguramente, también. Lanzado al festejo, él la buscó enseguida con una mirada que se devoraba el momento. Ella ya no estaba. Se había ido a mirar otras miradas.