La cancha de las pelotas perdidas es imposible saber dónde estaba; el
olvido se encargó de patear las huellas y cualquier señal que pudiera advertir
la memoria. Alguna idea de lo que sucedió quedó atrapada en el inconsciente
colectivo, sin que se pueda asegurar que aquellas sensaciones hayan sido hechos
tangibles. Los que recuerdan no recuerdan; imaginan el recuerdo. Se cree que
los goles caídos al abismo de la desmemoria fueron rescatados por un hombre que
tenía por costumbre anotar todo lo que sucedía. Nadie se acuerda quién era ese
hombre; incluso, si realmente existió ese fulano que decía en papel lo que los
ojos veían y la memoria tachaba.
Los que jugaban en aquella cancha conservaban la esperanza de
trascender más allá del tiempo que durara el partido. Al menos, eso se cree. La
evidencia, al parecer, es la preocupación de los futbolistas ante pases
cerrados y el goce supremo por goles antológicos, posiblemente consagradores de
fama. Ninguno que supiera de la caducidad de cada episodio hubiera sentido en
la carne la frustración o la gloria.
La sabiduría permitió lo improbable. El salto hacia la dimensión del
recuerdo es una imagen; apenas una. La del jugador que eludió rivales con la
convicción de llegar al gol y ajustar un detalle: antes de definir con el arco
libre, tuvo la prudencia de tomarse el segundo que le concediera la eternidad.
Después de gambetearse al arquero, hizo lo mismo con el olvido.
(Dedicado a mi amigo Ulises, de alguna manera y sin quererlo,
inspirador de este relato. Su obra teatral Medicina Pasto remitía a que “en un
mundo sordo es probable que el olvido sea la buena memoria”).