miércoles, 22 de enero de 2014

Arriba las manos

El niño levantó la mano y pidió salir, porque afuera estaban jugando al fútbol. La maestra lo conminó a que se callara y aprendiera, que para algo estaba en la clase.
Fue entonces que el niño insistió con involucrarse en aquel partido. La clase de esa maestra era la paradoja: le había enseñado que había lugares que ofrecían mejores posibilidades para aprender.
La historia es tan cierta como que el niño aquel se hizo futbolista. Ya de grande, retirado de la actividad profesional, supo que el mercado todo lo había arruinado. Que fue feliz de chico jugando al fútbol porque tenía compañeros para defender. Y que era lindo hacer un gol, porque sobrevenían los abrazos. También, que era mejor ganar que perder, simplemente porque sus amigos se reían más cuando sucedían las victorias.
De las veces que jugó por plata, entendió que ninguna manifestación dentro de la cancha fue genuina. Cuando asumió ese concepto, se sintió otra vez el chico que no le hizo caso a la maestra. La misma que, años más tarde, lo había insultado detrás de un alambrado por haber errado un penal en un partido cualquiera.

viernes, 17 de enero de 2014

Un cuadrito generacional

Hasta hace cinco minutos me había sublevado al movimiento. Me imagino visto desde afuera: quieto como un pescado de pecera que solo mueve la boca, pero jamás los ojos. O como un limpiafondo. Eso. Mi único estímulo era el fondo de pantalla de mi computadora, una foto en la que estamos mi papá, mi hermano, un señor viejo, muy viejo, y yo. Al momento de escribir estas líneas, la foto tiene un año,  ocho meses y 22 días y esconde mucho más que la condición de documento futbolero: encierra el secreto de conservarse viva. Es una foto que dice, que dice gritando, que tiene olor; la foto transpira.
La imagen nos rescata de la fugacidad. Mi papá, el que se ríe, es el que siempre sale con la boca cerrada; es el primero de izquierda a derecha y esta vez sonríe y se deja ver los dientes. Él es la generación familiar de hinchas de Atlanta que nos antecede a mi hermano y a mí. En escalera genealógica lo sigo yo, ahora en una foto que aparezco con la camiseta y un globo largo desinflado que me até en la cabeza para sumarme colorido bohemio. O para disimular el avance inclaudicable de mi alopecia. Como si intuyera que podía tratarse de algo importante y me asegurase una estética que no desentonara con esa proyección testimonial. 
La foto fue parida el día que Atlanta le ganó a River en cancha de Vélez, un partido con pretensiones épicas que guardo cuidadosamente en una memoria que no se caracteriza por ser prodigiosa. A mi derecha está mi hermano, también con la camiseta. Y el que le sigue es un señor viejito que nunca habíamos visto antes y tampoco volvimos a ver; ese señor sin nombre tiene saco y pantalón de vestir, como se iba antes a la cancha.
Miro la foto sin pensar en jugadas y sin detenerme en el gol del triunfo. Le sostengo la mirada largos minutos, envuelto en las cuatro caras y me preguntó cuál será el magnetismo. Tres generaciones de hinchas de Atlanta encuadradas en un instante.
Aquel día mi hermano lloró. Lloró como un nene y se frotó los ojos para despejarlos de lágrimas. Incluso tuvo que sacarse los anteojos para una limpieza exitosa; en la foto todavía conserva las formas y los lentes de marco negro.
Mi papá muestra su boca semiabierta en un desafío improvisado a su postura fotográfica; lo dije, es el hombre de la boca cerrada ante los flashes. En esta escena parece estar cantando, o al menos intentándolo. Mi papá canta poco y mal. Tartamudea las letras, las cambia, las confunde. Sólo cuando alargamos el loboheeeeeeeeeeee logra sumarse al coro, aunque no suele acertar el ritmo. La foto disimula esos detalles pero amplifica otros. Ese día él estaba feliz. Ese día él estaba con sus hijos –mi hermano y yo, y no nos tiene que contar el partido. Ese día nosotros también vimos que enfrente estaba River, el gigante que venía a aplastarnos a los seis mil que impostamos voces estentóreas para disimular las cantidades. Si nos ganaban sería en la cancha, nunca gritando. La ley de la tribuna se arroga derechos por voz propia en caso de derrota.
Detrás de nosotros hay gente borroneada; hay gente que en esta foto no es gente. Apenas sombras de nuestros cuerpos nítidos, de nuestra imagen viva. El señor viejo, muy viejo, sin dientes, transmite emociones. Se advierte en su cara las palabras que nos dijo después del triunfo:
-Pensé que nunca más iba a volver a ver esto.
La muerte antes. El hombre no pensó otra victoria de Atlanta contra River con él en la cancha. No se pensó en ninguna foto que testimoniara la victoria más importante del Bohemio en los últimos 30 años. Un partido intruso en el tiempo. Atlanta gana y rememora la juventud de ese hombre. Otra vez puede pensarse con dientes, con pelos, vigoroso. También de saco y pantalón de vestir.
Mi hermano, mi papá y yo nunca nos queremos tanto como cuando estamos en la cancha. La tribuna es el refugio de la desinhibición. Esperamos el gol para abrazamos. Para disimular la querencia genuina. Un pacto tácito que lo entendemos así: te toco, nos tocamos, porque la pelota entró.
 Atlanta tiene la magia de evidenciarnos. De dejarnos ser nosotros mismos. Nos saca la careta. En esta foto, yo sólo me dejo el cotillón del disimulo para tapar algunos huecos del cuero cabelludo.
Mi estadío de limpiafondo dura hasta que descubro el truco. Creo entender el efecto magnético de un momento que consagra la felicidad familiar. Y una ausencia: la punta del ovillo de la tradición que nos hace de Atlanta. Ese señor viejo, muy viejo, tiene que ser un extra. El eslabón prestado de una cadena que, de otra manera, hubiese estado incompleta. Un señor que se viste como se vestía mi abuelo para ir a la cancha. Un viejito que era como él. Mi abuelo nos hizo de Atlanta a mi papá, a mi hermano y a mí. No está en la foto. O sí. Está camuflado. Por si acaso, tuvo la prudencia de vestirse igual. Una cuestión estética. Mi papá se ríe, mi hermano no llora y yo no me despeino. Todos teníamos que estar bien para ese momento.  Para la foto viva que rescató a mi abuelo de la muerte.