lunes, 15 de noviembre de 2010

Enseñanza


El padre tenía la sabiduría de esos hombres que entendieron que el fútbol, como la revolución, no se trata de celebrar victorias, sino de superar derrotas. El hijo, de diez años, le había visto la cara a ese hombre después del partido. Sabía, entonces, que no había sido una caída más la del equipo.
La vuelta a casa fue silenciosa. Aquel señor de barba paseó su luto con la mano izquierda apretada contra una mano de su hijo, que no se animaba a soltar ni un sonido.
Se preguntaba el chiquito de pecas si hablar, en ese momento, incomodaría a su papá. Incluso, a pesar de su lógica infantil, se cuestionaba si decir lo que pensaba no atentaría contra su propia condición de hincha. ¿Cómo explicarle al padre, tan sufriente, que no había que ponerse mal? Que por lo menos no iba a tener que soportar, como él, que los chicos lo cargaran en el colegio. Siguió callado; prefirió la mudez a la torpeza.
Sin embargo, una pequeña mueca del padre, que se pareció demasiado a una sonrisa, le concedió valor para una pregunta:
—Papá, ¿vas a llorar porque perdimos?
—No— se apuró a contestarle el padre.
Y empujando las palabras para atravesar el ataque de asma, le murmuró al oído:
—De este dolor se aprende; por suerte, mucho más que cuando se gana.

1 comentario:

Negro dijo...

La verdad que Atlanta me hizo todo un sabio.
Muy bueno.-