miércoles, 26 de diciembre de 2012

Recuerdos del olvido




La cancha de las pelotas perdidas es imposible saber dónde estaba; el olvido se encargó de patear las huellas y cualquier señal que pudiera advertir la memoria. Alguna idea de lo que sucedió quedó atrapada en el inconsciente colectivo, sin que se pueda asegurar que aquellas sensaciones hayan sido hechos tangibles. Los que recuerdan no recuerdan; imaginan el recuerdo. Se cree que los goles caídos al abismo de la desmemoria fueron rescatados por un hombre que tenía por costumbre anotar todo lo que sucedía. Nadie se acuerda quién era ese hombre; incluso, si realmente existió ese fulano que decía en papel lo que los ojos veían y la memoria tachaba.
Los que jugaban en aquella cancha conservaban la esperanza de trascender más allá del tiempo que durara el partido. Al menos, eso se cree. La evidencia, al parecer, es la preocupación de los futbolistas ante pases cerrados y el goce supremo por goles antológicos, posiblemente consagradores de fama. Ninguno que supiera de la caducidad de cada episodio hubiera sentido en la carne la frustración o la gloria.
La sabiduría permitió lo improbable. El salto hacia la dimensión del recuerdo es una imagen; apenas una. La del jugador que eludió rivales con la convicción de llegar al gol y ajustar un detalle: antes de definir con el arco libre, tuvo la prudencia de tomarse el segundo que le concediera la eternidad. Después de gambetearse al arquero, hizo lo mismo con el olvido.

(Dedicado a mi amigo Ulises, de alguna manera y sin quererlo, inspirador de este relato. Su obra teatral Medicina Pasto remitía a que “en un mundo sordo es probable que el olvido sea la buena memoria”).

lunes, 10 de diciembre de 2012

El mejor arquero del mundo



No habrá otro que ataje todo. El término no es antojadizo; es literal. Roberto Cacho Sperandío fue el arquero imposible. Nadie le hizo un gol.  Ágil como un gato, en su trayectoria se destaca un dato: aquel prohombre atajó 76 penales.
Los delanteros más importantes se preparaban especialmente para enfrentarlo. Marito Collado dejó el alcohol un mes antes de jugar contra el mito. Sobrio como nunca, perdió los cuatro mano a mano de los que dispuso; pocas veces fallaba.  
Los defensores de su equipo se relajaban y hasta podían buscar su propio gol, con la certeza de que tenían blindadas las espaldas.
El arquero que atajaba todo se retiró invicto. Además de impedir goles, Cacho Sperandío atajaba problemas, el viento, la lluvia, botellazos y hasta a la muerte.
La parca se le fue encima una tarde de verano, en un 0 a 0 cerrado. Con los pies bien firmes y el cuerpo perfectamente erguido, Cacho Sperandío la vio venir y la atajó, como a cualquier pelota. La apretó contra el pecho y la atenazó con sus manos. Sin embargo, por el impacto cayó hacia atrás y se metió adentro del arco. Fue su última atajada. Antes de que el árbitro marcara el gol, Cacho Sperandío ya había muerto.

sábado, 1 de diciembre de 2012

"Y la pelota que se va cerca..."


El sueño de convertirse en relator lo arrastraba desde los tiempos en que no usaba pantalón largo. De cuando se sentaba a tomar el café con leche que le servía la madre, mientras él repasaba las formaciones del los equipos publicadas en el diario. “Carrrrrizo”, decía, y se paraba con la lengua sobre la R para estirarla como un chicle. A veces aspiraba para guardar aire en los pulmones y lo soltaba de a poco, para recitar una tira completa de treinta apellidos.
El padre le insistía con que supiera un oficio; que de relator se iba a morir de hambre.
Le tocó trabajar siempre, más por necesidad que por elección. Pero se dio el gusto de relatar durante 28 años. Casi toda una vida cuidando la garganta, acelerando y frenando, gritando goles.
De las campañas de su equipo no se perdió ningún partido. También relataba partidos importantes del fútbol de Primera y encuentros internacionales. Si hasta salió al aire desde Villa del Parque en un amistoso entre Argentina-Brasil; la transmisión se escuchó hasta Wilde.
Una vez llegó a relatar para 50 personas a la vez. Pico de rating.
Se contaba entre los muchachos de la línea 24 que hubo gente que se tomaba el colectivo del chofer-relator para escucharlo. Y viajaban, quizás, de cabecera a cabecera.
Relató con temperaturas imposibles, en zonas en las que los cortes de calle obligaban a repensar el recorrido y ante pasajeros molestos porque querían dormir en su asiento.
“Corrrranse”, le exigía al pasaje cuando se amontonaba en el medio.
Dejó de relatar el día que no se sintió un profesional. Aquella vez, por primera vez, no quiso; en la parada de Luis Viale y avenida San Martín abandonó el oficio. Su equipo había perdido sobre la hora el clásico. Y él, llorando, decidió ahogar el grito de gol.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Oscar se tiene que enterar



Lo vi en el colectivo y rápidamente me di cuenta de quién se trataba. No sabía si él iba a reconocerme, pero yo no me olvidaba de su cara. Oscar simbolizaba el estado de ánimo de mi hermano las horas posteriores a su operación. Yo le miraba el semblante a Oscar para entender genuinamente el cuadro de situación. (http://www.elfutbolesunaexcusa.blogspot.com.ar/2012/07/un-partido-muerte.html); en parte, el Negro dependía de Oscar para estar mejor, sentirse vivo, no tenerle miedo a tubitos, electrodos, monitores, ruidos molestos y silencios molestos.
Oscar, lo vi dos paradas antes de bajarme, tenía el mismo gesto de tranquilidad. El enfermero hincha de Chacarita no se había olvidado de mi hermano. Hablamos desde que toqué el timbre hasta que me bajé; en el medio, un semáforo largo nos dio el pie exacto para reconocernos y que él me preguntara por mi hermano. Le dije que estaba por verlo en ese momento, que nos estábamos por juntar a cenar. A Oscar le gustó la inmediatez que podía cobrar el mensaje y me dijo, sentidamente, que le mandara saludos.
El Negro ya lo había visitado en el hospital, después de que le dieran el alta. Le había ido a agradecer, supongo, el costado de esperanza que sintió en cada saludo, en sus ratos mano a mano entre paciente y enfermero. Oscar me pidió que le retribuyera la atención y se justificó que ese día, el que fue mi hermano, él estaba tan ensimismado con otro caso que no pudo corresponder el saludo como le hubiese gustado. Le creí acerca de su interés por mi hermano porque en ese instante, dentro del minuto que duró el paso de rojo a verde del semáforo, me preguntó por Atlanta; de nuevo, por mi hermano. 
Lo que no pude contarle a Oscar fue lo que me enteré a dos semanas de mi encuentro con él. Que mi hermano va a ser papá. Ahora sé que cuando me encontré con Oscar, Vale ya estaba embarazada. Nada me parece casual. Oscar, el hincha de Chacarita que ayudó a que mi hermano siguiera con vida, reapareció cuando el Negro ya había dado vida. Otra vida bohemia.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Mirar, mirar



Miró tantos partidos a través de la ventana que la cuenta se le hizo imposible. Sabe que se jugó ininterrumpidamente durante años y varios partidos por día. Una ambigüedad tan grande como la resultante de haber mirado todo y no haber jugado nada. Se había convertido en un experto sobre el fútbol de barrio, que se le metía por la ventana. La literalidad se produjo cuando un pelotazo que atravesó no menos de cincuenta metros, dos árboles  y un cerco bajo que recubría el frente de su casa se incrustó en el comedor. Por primera vez sintió que estaba adentro del partido; que era parte. Ahí estaba la pelota, él tenía la pelota. Sin la pelota en la cancha no había partido; nada para mirar. Y pensó qué hacer y cómo. A lo lejos alguien, seguramente el que pateó, se acercaba lentamente, pisando la tierra seca. El pibe de la mirada profunda tenía unos segundos para resolver antes de que sobreviniera el pedido de “pelota”. Calculó el paso y la distancia del que venía con el único propósito de volverse con la llave del partido. Entonces supo que iba a tener que dejar la ventana, su mirador al mundo. Tomó coraje y sin advertir si el que se acercaba lo había visto o no, se arrojó hacia atrás. Estaba solo. Tirado en el piso, agarró la pelota entre sus manos y la devolvió con fuerza, con toda la que pudo juntar. Sintió que sacaba un lateral, como si estuviese jugando. En ese instante sintió en el cuerpo la satisfacción de haber, a pesar de no tener piernas. Se las habían amputado antes de mudarse a esa ventana, tras un accidente de autos. Cuando sucedió el choque, él no manejaba. Viajaba en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla.