La vez que marcó el gol más maravilloso que alguien haya visto en la Liga estaba ella. Es obvio que debía ser así. Cualquiera que conociera la historia de aquel hombre sabría que sin su Musa en la cancha, él apenas era un jugadorcito al que lo sostenía su pasado. Justamente en ese tiempo pretérito engalanó las canchas con su andar fino, delicado, combinado con una velocidad de rayo y una fuerza inusitada. Características que podrían resultar improcedentes, en él contaban con el mérito de lo factible.
En realidad, el secreto era ella. Detrás de cada caño, gambeta o gol se encontraba la sonrisa aprobatoria de la Musa.
Cuando ella había dejado de ir a la cancha, el jugador que desafiaba lo imposible cayó en la trampa de la normalidad. Sin inspiración, su juego se pervirtió entre pases mal dados y búsquedas escépticas. El hombre se licuó entre los otros hombres y no hubo más gloria hasta la reaparición de la Musa, una tarde de lluvia.
Resultó instantáneo, un fogonazo; como una foto, click y listo. Verla y encenderse para causar una imagen imborrable. La jugada de las mil gambetas hasta el arco y más allá, que acabó con él perdido en el horizonte, brazos en alto, la garganta llena de gol.
Fue el miedo a deambular de nuevo por la cancha lo que provocó la paradoja; había vuelto ella, se había ido él.
(Al contrario de lo que parece, este post está dedicado a todos los hombres que no se resignan a vivir sin una Musa).
1 comentario:
ey delicioso, como siempre.
besos
M.M
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