Antes, mucho antes del antes, en el reino animal las cuestiones importantes se definían jugando al fútbol. El león fue rey de la selva por un gol efímero que le valió la eterna coronación de gloria. Las proletarias hormigas hicieron grandes tareas en la mitad de la cancha, donde el fútbol incrementa su masa de juego. Sólo las hormigas pudieron hacerlo. Sólo ellas lograron aumentar el volumen de gambetas, quites y pases; sólo ellas, el Trabajo, podían hacer crecer al Capital.
Son varias las sospechas del origen animal del fútbol. La frase que testimonia una posible vinculación hace referencia a la acusación de los futboleros hacia los que no entienden el juego: “creen que la pelota pica porque tiene un conejo adentro”. Incluso hay expresiones cotidianas que tendrían su génesis en ése antes del antes. Sobre la locución “meter el sapo”, existiría un testimonio tan solemne como revelador: “una vez un equipo introdujo solapadamente entre sus futbolistas a un batracio anuro sin que saliera del campo otro animal, con la pretendida oscura intención de jugar con uno más que su rival”.
Los elefantes iban al arco, en un ritual semejante a la chabacana idea de que el gordito corre menos, por tanto tiene que atajar. Consecuente con la teoría del antes del antes, la actual discriminación en el potrero se remitiría al reino animal; bien estaría hablar, del caso de los gordos condenados a ser arqueros, como una animalada.
Lo que no sucedía entonces eran los problemas de género; jugaban ellos y ellas. Por las bandas se movían las gacelas, rapidísimas para el desborde. Son las más remotas ascendientes de los ya extintos wines.
En aquellos días se jugaba por jugar, aunque no era insoslayable la presencia del león, que reinaba y se apropiaba de los honores conseguidos por los jugadores. El equipo más combativo lo integraban las hormigas. Decididas a recuperar la esencia del juego y socializar su capital de gambeta, pases y cuestiones intangibles, ellas trabajaban y luchaban en el medio para que el fútbol fuera mejor.
Su revolución es el legado de los que todavía intentan y sueñan con otro mundo. Uno en el que quepan todos los animales y personas y especies y étnias; un mundo donde quepan todos los mundos. Para lograrlo, no hay que renunciar al movimiento. Acaso por su exigencia y convicción, se tratará de un trabajo de hormigas.
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