Miró tantos partidos a través de la ventana que la cuenta se
le hizo imposible. Sabe que se jugó ininterrumpidamente durante años y varios
partidos por día. Una ambigüedad tan grande como la resultante de haber mirado
todo y no haber jugado nada. Se había convertido en un experto sobre el fútbol
de barrio, que se le metía por la ventana. La literalidad se produjo cuando un
pelotazo que atravesó no menos de cincuenta metros, dos árboles y un cerco bajo que recubría el frente de su
casa se incrustó en el comedor. Por primera vez sintió que estaba adentro del partido;
que era parte. Ahí estaba la pelota, él tenía la pelota. Sin la pelota en la
cancha no había partido; nada para mirar. Y pensó qué hacer y cómo. A lo lejos
alguien, seguramente el que pateó, se acercaba lentamente, pisando la tierra
seca. El pibe de la mirada profunda tenía unos segundos para resolver antes de que
sobreviniera el pedido de “pelota”. Calculó el paso y la distancia del que
venía con el único propósito de volverse con la llave del partido. Entonces
supo que iba a tener que dejar la ventana, su mirador al mundo. Tomó coraje y
sin advertir si el que se acercaba lo había visto o no, se arrojó hacia atrás.
Estaba solo. Tirado en el piso, agarró la pelota entre sus manos y la devolvió
con fuerza, con toda la que pudo juntar. Sintió que sacaba un lateral, como si
estuviese jugando. En ese instante sintió en el cuerpo la satisfacción de haber,
a pesar de no tener piernas. Se las habían amputado antes de mudarse a esa
ventana, tras un accidente de autos. Cuando sucedió el choque, él no manejaba. Viajaba
en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla.
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Hace 3 semanas
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