miércoles, 22 de enero de 2014

Arriba las manos

El niño levantó la mano y pidió salir, porque afuera estaban jugando al fútbol. La maestra lo conminó a que se callara y aprendiera, que para algo estaba en la clase.
Fue entonces que el niño insistió con involucrarse en aquel partido. La clase de esa maestra era la paradoja: le había enseñado que había lugares que ofrecían mejores posibilidades para aprender.
La historia es tan cierta como que el niño aquel se hizo futbolista. Ya de grande, retirado de la actividad profesional, supo que el mercado todo lo había arruinado. Que fue feliz de chico jugando al fútbol porque tenía compañeros para defender. Y que era lindo hacer un gol, porque sobrevenían los abrazos. También, que era mejor ganar que perder, simplemente porque sus amigos se reían más cuando sucedían las victorias.
De las veces que jugó por plata, entendió que ninguna manifestación dentro de la cancha fue genuina. Cuando asumió ese concepto, se sintió otra vez el chico que no le hizo caso a la maestra. La misma que, años más tarde, lo había insultado detrás de un alambrado por haber errado un penal en un partido cualquiera.

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