jueves, 3 de septiembre de 2009

Una máquina de comerse goles


A veces la lógica sucumbe ante personajes ignotos para la Historia, aunque no para las historias. De esos meollos menores surgen hidalgos y aprestos caballeros que nada tienen que ver con los protagonistas de la literatura universal, pero que son capaces de desterrar verdades supuestas. Un caso testigo es el del Gordo, que no peleó contra ningún molino de viento, ni se murió envenenado en nombre del amor. Impropias de él eran semejantes aventuras. Tampoco mató a nadie, ni peleó por nadie. Peor aún: ni siquiera se sabe cómo pudo llegar a ser jugador de fútbol.
Por ahí ha cobrado fuerza la versión que revela que, de chico, el Gordo empezó a jugar, o al menos se acercó a este deporte, por el “pan y queso”. Así de claro. Lejos de consentir ese método de elección de jugadores, del cual siempre surgía como el último reclutado, al Gordo le sedujo la sugestiva denominación.
Y así arrancó, con una panza imposible de acreditar augurios de crack. Cómo sería de gordo que nunca nadie lo llamaba por su nombre de pila. De movida se lo llamó El Gordo, a falta de alguien que lo conociera de antemano y de eventuales compañeros con resabios de cortesía. Ante estas irreductibles condiciones, el natural e improvisado bautismo cobró legitimidad para siempre.
Su posición de número “9” quedó señalada por un grito influyente.
—¡Gordo, mirá el gol que te comiste!— le reprocharon una vez.
—Y los que me voy a seguir comiendo— pensó él en aquel momento. Ese fue el comienzo de una larga trayectoria como centrodelantero, recorrida bajo la incesante búsqueda de “centros a la olla”.
Desde aquella exclamación el Gordo quedó embelesado con la sola idea de seguir comiéndose goles.
Incluso la estrecha vinculación que aquel hombre encontraba entre el fútbol y la comida lo arrastró hasta las más burdas comparaciones. Decía que tenía el empeine como una empanada, llegó a confundir un picado con una picada y mezcló las ofensas recibidas con recomendaciones gastronómicas.
Una día le gritaron “salame” y él levantó los brazos, eufórico, esperando que, en su honor, le tiraran uno de esos embutidos.
Cada vez que le decían “morfón”, lo tomaba como el mayor elogio que podía recibir en una cancha. Y entonces, a fuerza de volver a escuchar lo que para él era la bendición de la tribuna, se la pasaba dando vueltas para evitar el pase a un compañero.
El fútbol era su vida, como la comida. La diferencia era que en una cancha alcanzaba a socializarse, algo que no lograba refrendar con un plato. A partir del fútbol tenía sueños, amigos, detractores, momentos de gloria, emociones. Hasta su pertenencia como hincha estuvo asestada desde el paladar. Se hizo de Platense cuando supo el apodo del equipo de Saavedra. La camiseta le parecía horrible, pero al Gordo le encantaban los calamares.
Antes de entrar a la cancha, decía que iba a comerse crudo a los rivales. Nunca se sabía si el Gordo hablaba en serio o simplemente repetía frases hechas.
En términos futboleros podría decirse que era un perdedor nato. Sin embargo, las determinaciones del éxito y el fracaso, tal cual se asumen entre campeones y derrotados, no tenían cabida en su particular visión acerca del fútbol. Probablemente el Gordo tuviera razón. Si al final, el fútbol se asume desde esa letanía dietaria que sobreviene de la prosa tribunera. No tienen “huevos” los que no van a buscar una pelota o traban con menos ímpetu que sus rivales. Es un “zapallazo” el tiro que va a cualquier lado. Ni hablar de los que “nunca ganaron nada”. Esos, para la sentencia del hincha, son unos “muertos de hambre”. O no. Sugestivamente hay quienes tienen mejor prensa: se dice de ellos que tienen “hambre de gloria”.
El Gordo había reinventado el estilo del futbolista. Con la panza como arma y escudo se había hecho lugar en un espacio donde los guerreros de la gambeta y estilizados cuerpos cuentan con el mayor de los prestigios. Sin embargo, a fuerza de comerse goles, el Gordo se hizo un nombre en el fútbol. Fue el Gordo Canel desde entonces y para siempre.
Hubiese jugado toda su vida, de no ser porque le cambió el metabolismo. En esos primeros días comía lo mismo que de costumbre, pero físicamente lo asimilaba de otra manera. Como de a poco empezó a perder el encanto por los sabores, ya no hubo banquetes. Y adelgazó tanto que dejó de pensar, de soñar, de emocionarse.
El Gordo se retiró del fútbol sin largar una sola lágrima. Pero fiel a su carácter, antes de dejar la cancha dijo muy cordialmente “buen provecho”. Y recién ahí se fue.

6 comentarios:

Negro dijo...

Muy pero muy bueno

AYE dijo...

Jajaja, excelente Marce! Era un gordo bueno, pobre.
Besos!

Anónimo dijo...

La pinta es lo de menos, vos sos un gordo bueno.
Me reí mucho.

RAUL

Alexis dijo...

Rescatar al gordo de la cargada y ubicarlo como alguien que tambien puede ser importante en un equipo es algo muy valioso. Es una buena manera de no estigmatizar. A veces tomar con gracia algun asunto que no deberia porque tenerla es de quien tiene una mirada muy profunda. Se ve en tus post que vos la tenes.

Gabriel Ziblat dijo...

Muy bueno Marce. Que viva el gordo que se animo a ir de nueve y no termino en el arco, destino natural de la gran mayoria de los gordos que arrancan en el fulbo... allí tambien podria haberse relacionado con la comida, se podria haber "comido todos los goles", o podia ser un "colador", etc...

abrazo de oso (del gordo)

marce / lechu dijo...

Este muchacho se reivindicó desde su panza y saltó ese destino ominoso que condena a los gordos, injustamente, a jugar al arco.