martes, 18 de enero de 2011

Con la comida no se juega o jugar por la comida


Su vida podría escribirse como guión de película que destila obviedad: el muchachito pobre que llegó a jugar en Primera y, si se quiere y hay presupuesto para una segunda parte, digamos que también alcanzó la gloria y enterró su pobreza en el olvido. Fin. Más pochoclos y aplausos de ocasión.
Aquí se cuenta una partecita, la que vale la pena.
Era un muchachito pobre, sí, como manda a decir el manual hollywoodense (qué mal me suena esto). Un chico que comía salteado. De lo muy malo, algo bueno: tuvo que aprender a organizarse, aunque sea el hambre. La agenda del menú era inalterable; había plato los lunes, miércoles y sábados, o sea los días previos a sus partidos en el potrero. El resto de la semana mendigaba sobras o apostaba al milagro de aguantar.
Tenía unas ganas de triunfar más poderosas que los ruidos que le hacía la panza. Y así fue que llegó el flaquito, a pura voluntad. Gambeteaba esa radiografía viviente, de un modo tan elegante que sedujo al club que todo podía comprarlo.
La presentación fue glamorosa, con simuladas sonrisas, fotos y firma de contrato. Al final de esa maratón mediática, los dirigentes agasajaron a su nueva estrella, en un restaurante donde los que ahí van jamás descendieron hasta los infiernos del ayuno obligado.
Habrá sido por los nervios que le provocó lo que nunca, se supone. Porque al que siempre le había faltado la comida, vomitó. Vomitó un bife jugoso, recién masticadito.

1 comentario:

Anónimo dijo...

SIEMPRE UNA VUELTA DE TUERCA HERMANO, GRAN RELATO. NO DEJO DE MIRAR ESTE BLOG CADA VEZ QUE ME CONECTO A INTERNET. GUSTO DE LEERTE.

ABRAZOS