miércoles, 15 de junio de 2011
Jugársela
Fue una tarde en el campito, en esos partidos que se juegan por el honor y la gaseosa. Tenía 12 años recién cumplidos, absoluta pureza, cuando la vi por primera vez. Quizás haya sido un premio a la generosidad, pensé luego de un tiempo. La pelota se había lejos, algo que sucedía repetidamente si la jugada no terminaba en gol. No había pared ni nada que contuviera un remate desviado. El ocasional voluntario para ir a buscar la pelota solía ser el que más cerca quedaba del arco; pero a los 12 años, además de ingenuidad, el hombre está poseído por una vagancia visceral.
Lo mío fue un arranque, una reacción providencial. Apenas percibí que la pelota se perdía por el costado del palo izquierdo empecé un trote que transformé en pique para recorrer los casi cincuenta metros que había hasta el paredón del fondo. Todavía no me explico semejante actitud desprendida; ni siquiera tropecé con la idea de hacerlo por mi compañero. Fui por impulso, ganado por la voluntad misma. Y resultó que, como si se tratara de un plan canje inmediato, mi arrojo tuvo premio. Ella estaba ahí, cerquita de la pelota. Me quedé quieto, embobado. El impacto de su frescura me aceleró el corazón y me puso de frente a mi propia estupidez. En lugar de hablarle, de buscarle su mirada dulce, agarré la pelota y sin mediar ni un atisbo de saludo me di vuelta y rajé para el campito. Llegué con las piernas temblando, parecido a lo que debe sentir el que corre una maratón sin estar acostumbrado.
Lo que siguió del partido no puedo contarlo; yo ya no estaba conscientemente ahí. Mi único propósito se limitaba a ir en busca de alguna otra pelota perdida, con la esperanza de volver a verla. Elaboré tantas estrategias por si se repetía lo irrepetible que mi desconcentración se volvió evidente a los ojos de cualquiera. Para peor, el partido estaba picado.
Hacía ocho tardes consecutivas que no lográbamos un triunfo ante nuestro rival de toda la infancia. Sin embargo, por primera vez no me importaba ganar o perder. Pifié un gol hecho, según parece por el nivel de insultos, en el momento en que se me había ocurrido la frase inicial que tenía que decirle a esa belleza. Daba vergüenza mi ajenidad a un partido que para todos los que estábamos ahí, por una hora, siempre resultaba de vida o muerte. Lo más condenable sucedió al final. Perdíamos por un gol y ya prácticamente no había luz natural, el indicador para determinar el final del partido. No sé cómo me cayó un pase en los pies, sin marcas, con el arquero a unos metros por delante. El arquero y yo, nadie más. Corrí derecho mientras mi cabeza jugaba a la ruleta rusa. Era ella y el arquero; la chica hermosa o el honor a salvo, el mío y el de mis compañeros. Dependía de mí, un hombrecito que hacía un rato había decidido ser generoso para buscar una pelota perdida por el fondo. Yo, el idealista; el que tenía conciencia social a pesar de cierta superficialidad, lógica de la edad. No podía fallarles a mis amigos. Y abrí el pie. Lo abrí todo lo que pude y pateé abajo, lejos, bien lejos del arco. Nunca detuve la marcha; seguí como una flecha detrás de la pelota, mientras el coro de insultos se hacía cada vez más lejano. El gol se lo hice a la vergüenza; entre las voces perdidas, fue que a ella le dirigí la primera palabra.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Simplemente, genial.
Saludos.
Buenisimo
Publicar un comentario