Las derrotas confunden, demuelen la confianza, perforan los huesos, envejecen las ganas y arrancan lágrimas. Las derrotas también encarnan la virulencia para provocar peleas, hemorragias internas y hasta los más hondos dolores. Esas derrotas son las que confunden a los ya confundidos, demuelen a los desconfiados y envejecen las ganas de los viejos. Son esas derrotas las que arrastran a peleas a los que necesitan pelearse y hacen doler a los doloridos.
Hay otras derrotas, en cambio, que son derrotas aparentes.
Hay un equipo y dos casos. Una derrota profunda que parió dos victorias tan inversamente proporcionales a las actuaciones de Atlanta, en apenas cuatro días. Los casos son niños; la percepción genuina de dos enanos que agigantan la idea de los que pensamos que las derrotas, por sobre todas las cosas, afianzan los sentimientos.
Escena I. Después de la afrenta histórica de River, mi hermano quedó reducido a una versión desmejorada de sí mismo. Empapado de goles ajenos, de siete puñaladas, se abandonó a la cama.
Santino sabe que es de Atlanta, aunque no entienda todavía de qué se trata ser de Atlanta. Pero vio a su papá y heredó la derrota. Conmovido, le dijo:
—No importa, Atlanta no se rinde.
Y acto seguido pidió, inéditamente, ir a la cancha.
El cachetazo de ese miércoles negro lo devolvió a un terreno al que habíamos pretendido meterlo sin su permiso tantas otras veces. Pero no hubo caso hasta que la goleada en contra recayó sobre su cuerpo de seis años, tan joven como sus ganas de sentir que Atlanta no muere ni siquiera el ratito que dura la derrota.
Santino cumplió y fue a la cancha contra Instituto, otra partido espanta hinchas. Fue 0-4 en un festival de errores e impotencia que dejó la imagen desoladora de futbolistas, nuestros futbolistas, llorando y juntando las manos en señal de perdón.
—Otra vez fallamos— analizó Santino, ya en la calle.
Fueron tres palabras, no más. Suficientes para que mi hermano volviera a sonreír. Y para comprender que, muchas veces, las derrotas son triunfos disfrazados.
Escena II. Ian sorprende porque habla, piensa, pregunta y asocia como si fuese un adulto. De todas maneras, sus cinco años se evidencian más que en su tamaño, en la ingenuidad. Su frescura de hincha le permite tener doble y hasta triple camiseta, de ser necesario. Es (fanático) de Boca por su papá, de Atlanta por mi papá mi hermano y yo, y de All Boys, por el barrio. Puesto a elegir, se quedó con Boca y, como alternativa, Atlanta. Ahí se lo obligó a plantarse. Aceptó el juego y, un día, pidió ir a la cancha. Después de ir a ver a Atlanta su entusiasmo creció, aunque no tanto como cuando se consumó la derrota ante River. Ese partido lo vio y sufrió por televisión, y no fue capaz de correrse un centímetro hacia los dibujitos animados. Ian aguantó estoico todos los goles, sin caer en la tentadora trampa del zapping.
Dolido por lo visto, no le salió llorar. Pero después del pitazo final del árbitro miró a su mamá a los ojos, como sucede cuando se está por decir algo realmente importante. Y se largó a decir:
—Si juegan Boca y Atlanta, yo hincho por Atlanta.
2 comentarios:
Gracias por el cuento y nunca se preocupen porque yo siempre voy a hinchar por Atlanta. Quiero ir otra vez a la cancha. Un abrazo.
Que bueno saber que todavía tenemos un ejército de enanos dispuestos a poner el corazón, a pesar de las ominosas derrotas
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