Pelo corto, 26 años, buzo negro. El Walter era el arquero turístico, una especie de atracción para un pueblo sin turistas; nada llamaba la atención en aquel lugar de no más de dos mil habitantes. En un escenario normal, de gente normal, con hechos normales, su caso era el gran caso. Atajaba en el equipo menos pretencioso de los tres que había en Oblitas. Y el récord de goles en contra ya había despertado curiosidad en zonas que no eran tan cercanas.
Alto, piernas fuertes, mirada intimidante. Su mejor actuación fue en el clásico ante el Atlético, en un partido que se definió cerca del final. Después de rechazar un penal con el pie derecho, su equipo cayó por un error de cálculo. El Walter salió más allá de su horizonte tras un córner y quedó pagando; con un cabezazo, Atlético se quedó con el partido.
Aguerrido, estudioso de los rivales, intuitivo. No había delantero que engañara al Walter, aún si le convertía. Sabía cómo se movía su eventual verdugo y adonde le iba a patear. El gol no tenía que ver con la artimaña.
Aquel muchacho se retiró del fútbol sin títulos, pero con la dignidad invicta. Lo único que se lamentó es que en aquella ovación en el último partido no pudo saludar como a él le hubiese gustado; al menos, como los otros arqueros cuando corresponden los honores brindados por la hinchada. El Walter no tenía brazos.
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Exquisito
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