lunes, 23 de abril de 2012

El creyente

Cuentan que su devoción por los rituales religiosos empezó precisamente después de errar un penal en un clásico zonal. Y que la desgracia deportiva lo arrastró a la búsqueda de amparo divino, como escudo anticíclico; era el sexto consecutivo que fallaba en ese tipo de definición. Temeroso del ajusticiamiento de sus hinchas, imploró por su vida y, a cambio, prometió no patear más un puto penal. Desde entonces, cualquier gol lo atribuía a la gracia providencial, hija de su mancillada autoestima. Rezaba antes de cada partido y agradecía al final. La cruz y la pelota eran elementos indivisibles en su menú ideológico. Si no había santo, no jugaba. La estampita entre la media y la canillera derechas era un fetiche que sacaba a la luz en el momento inmediatamente posterior a convertir cada gol que hacía. Antes de abrazar a un compañero, besaba la efigie impresa en ese papelito raleado, que no cambiaba por nada del mundo. Siempre le atribuía el gol al canonizado de la imagen. Consustanciado con la causa celestial, al mayor de su propio milagro no quiso darle crédito. Había gambeteado al equipo rival entero, a dos compañeros, a un perro que había saltado a la cancha y a un borracho que había entrado por equivocación. En la euforia, salió corriendo para festejar con los hinchas, mientras rebuscaba dentro de la media. Incluso frenó su carrera ante el manoteo inútil. La estampita no aparecía, no estaba. Entregado a la buena de Dios, se vio tan impotente que se acercó al árbitro con las palmas pegadas, en gesto de súplica. Le pedía que anulara ése gol.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ooooohhhh.

saludos