No hablaba nunca. La mamá juraba que no era mudo porque hasta los seis años había hablado. Pero hacía siete que nada, que no se le escapaba ni una sílaba. Un espanto de mudez, el niño engendro que se autocondenaba a la inexpresión oral. Hacía gestos que le alcanzaba para que lo entendieran; era su antídoto para valerse de lo indispensable sin soltar palabras o para corresponder un saludo, evitando que le cabiera el reproche por mal educado.
Se sentaba a comer y había un silencio sepulcral en la mesa; era porque la familia quería escucharlo, al menos, tragar. Cuando sus padres lo llevaron al psicólogo no sabían qué explicación dar. Ni qué resultados obtendrían de la terapia. Conservaban la secreta esperanza de que su hijo volviera a hablar, que se destrabara, que dijera; que fuera de nuevo él.
La presencia del psicólogo lejos de solucionar el problema confirmó la patología: el chico no se abría, no decía. Sin quererlo, los padres pagaban para prolongar la mudez; era lo mismo en la casa que en el diván.
Caía la pregunta tan solemnemente profesional y atrás, el silencio. Baches de pesados segundos que devenían minutos hasta que una nueva pregunta interrumpía a esa nada. El hombre de polera negra lo intentó de todas las maneras posibles. Aplicó las recetas ortodoxas, las pruebas efectistas, eligió abrumarlo con preguntas e intentó con sesiones completamente silenciadas. Ni una palabra.
Después de meses de padecer el fracaso en la carne, el psicólogo fue por lo que consideró el plan del último recurso. Apenas el chico se sentó en el sillón, lo escudriñó con la mirada. Se acomodó los anteojos y le incrustó la vista en sus ojos, como debe ser cuando alguien quiere entrar en el alma del otro. Proceró mirarlo un rato lo suficientemente intenso como para incomodarlo. Cada tanto, el terapeuta se hamacaba en su silla y acompasaba el movimiento con la cabeza. Hasta una mueca irónica, ensayó sin decir. La catarsis que sobrevino duró un minuto y barrió con los manuales de psicología. Sin perder la postura de piernas cruzadas, le descerrajó:
—Hay que ser gallina para irse al descenso y encima perder con Belgrano la Promoción, qué cagones, viejo, no puede ser tan pecho frío y amargo un equipo supuestamente grande, bah, grande las pelotas, esas gallinas se fueron como nada, sin aguantar, sin pelear, se les notaron las plumas y que son...
—¡BASTA!
—...
—...
—...
—Gallinas, las pelotas. Passarella es un boludo y J.J.López, un cagón. Pero River no tiene nada que ver, River es grande en la A o en la B y es lo que más me importa y me dan ganas de defenderlo y... ya no voy a decir más.
—...
—Espero que mis papás no se enteren de esto, que quede acá; es un pacto con usted. No pude soportar que criticara a River, por eso hablé. Pero prefiero seguir como hasta ahora, callado. Si alguna vez siento que tengo algo importante para decir, lo voy a decir. Sé que es raro lo que me pasa, pero estoy cómodo así. Discúlpeme, ahora quiero hacerle una pregunta yo: ¿Cómo supo que era de River y que podía hablar si insultaba a mi equipo?
—No tenía la certeza de que fueras de River. Pero aquel lunes, el día después del descenso, tuvimos una sesión diferente. Quizás te pareció igual que de costumbre; vos no hablaste y yo pregunté espaciadamente sin que hubiera respuesta de tu parte. Sin embargo esa vez advertí algo que jamás demostraste en esta terapia. Algo que no pudiste esconder entre tu silencio recuerrente. Por primera vez, ese 27 de junio, te vi la tristeza reflejada en los ojos. Y un día, eso sí sabía, ibas a necesitar escupirla por la boca.
jueves, 7 de junio de 2012
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1 comentario:
Verdaderamente muy bueno
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