—¿Y vos qué querías?
—…
Él quería jugar en el equipo del que ella era hincha. La
chica, morocha, 25 años, era feminista siempre, machista cuando la invitaban a
cenar, culta, oculta de sus miedos, amable, sensible, brutalmente impulsiva en
la cancha. Ella era eso y era fanática. Muy fanática.
Su costado más visceral había sido captado por un seductor
de manual. Uno que no advirtió la trampa de quedar atrapado en el intento. Él
era futbolista. No era culto ni sensible. Pero contaba con la capacidad de
hacer goles y eligió su destino: ponerse la camiseta que ella amaba.
Se habían conocido en una tarde cualquiera, un día
indistinto. Fue la vez que él se sintió único e irrepetible. Le había bastado
con verla y cruzar palabras que ahora le resultan balbuceos lejanos. Lo que no
olvidó nunca fue un nombre: el del equipo de ella.
Desde entonces, él quiso que ella nunca lo olvidara. Casi
una obviedad para alguien –él también– que oculta los miedos, eligió el túnel
de acceso directo; el fútbol es un gran catalizador para los sentimientos
profundos.
Jugó dos años en el club de ella, donde ella lo veía cada
fin de semana. La chica construyó su puente entre el recuerdo y la coyuntura con
fragmentos antagónicos. Ella sonríe cada vez que le viene al cuerpo ese gol
picadito, por encima del arquero; es una mueca de amor. Y lo odia, lo odia
profundamente cuando lo sabe el hombre que erró el penal que le hubiese evitado
el descenso; el hincha desciende con el equipo.
Él presume las dos cosas; intuye que es así, que no queda otra. Sabe que dentro de ella se instaló para siempre. Y de la manería que quería: en las buenas y en las malas.
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