El día anterior se habían celebrado
en la cama. Unas horas más tarde eran rivales. El arquero y el
delantero ahí, de pronto mano a mano; los cuerpos juntos aunque ya
no tanto. Y ella; ella en la tribuna, mirando al delantero; tres días
antes se habían revolcado amorosamente en la cama.
Ella era hincha del equipo en el que
jugaba el flaquito de récord de goles; ella hinchaba por él. El
quería que ella gritara de goce; aún más en la cancha que en la
cama.
Pero cuando quedó de cara a esos
amores eligió inmolarse futbolísticamente. La hinchada murmuró y
algunos lo insultaron, cuando se dejó sacar la pelota por el
arquero; el delantero no pateó, no amagó, no gambeteó. Nada. Fue
fácil para el arquero sacarle la pelota de los pies. Fue un gesto
imperceptible; el arquero, además, le besó un tobillo en ese arrojo
que no tuvo riesgos.
Ella, que nunca sospechó, se tapó los
ojos para no ver. Fue un acto reflejo: ya había visto.
Afuera de la cancha, al goleador lo
estababa esperando ella, la otra, su esposa. Hincha del equipo
contrario, no había querido entrar para no padecer la ambigüedad de
no saber por quién alentar. Supo por radio del empate. Y de que él,
su marido, había errado un gol imposible. El 0 a 0 lo festejararon
en la cama, amándose con los cuerpos mezclados.
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