Lo vi en un campito, hace unos años. Me habían dicho que
ahí, donde lo vi, era otro. Que si no, se la pasaba sentado, que se llevaba las
manos a los oídos, simulando no escuchar, mientras apoyaba los codos sobre sus
muslos. El pibe –le decían Pibe, en un lugar donde abundaban la miseria y,
también, los pibes– se la pasaba quieto.
—Viera usted lo que hace; no hace nada— me dijo una señora.
Me contaban sobre el chico que me había alegrado los ojos;
el mismo que me había puesto a un ritmo de galope el corazón; el que decían que
era quieto, me había invitado a dejar correr las emociones.
Andaba con la cara pintada de mocos secos y los cachetes
colorados. No era un sello distintivo; todos en aquel partido portaban esos
distintivos. Tampoco era el morochito que se destacaba; los demás, también,
andaban al tono.
Ese flaquito –tanto como sus compañeros y rivales– jugaba a
los saltos, esquivando piernas, moviendo las piernas, hamacando los brazos; una
paliza a la quietud era.
Cada vez que le llegaba la pelota, levantaba la cabeza y
ensayaba una rutina desconcertante; parecía hacer lo mismo de antes, con un
secreto indescifrable. Carreras veloces y no tantas, al que dicen que siempre
estaba igual, le gustaba jugar con los cambios de ritmo. Y saltaba patadas y
gambeteaba a rivales y esquivaba al destino.
Lo esperé a que terminara el partido. Yo andaba de paso, a
las corridas por trabajo, pero verlo me dejó quieto; me obligó a esperarlo.
—Te felicito, hacía mucho que no veía algo igual— le
agradecí.
El apenas sonrió. Lo vi con ganas de irse a sentar, a volverse
a lo que me habían dicho: el pibe quieto, encerrado en sí mismo.
Lo acompañé unos pasos. Me quise dar tiempo para preguntarle
más, para elegir cómo preguntarle. Enseguida él encontró un lugarcito con
sombra y se acurrucó.
—¿Estás cansado?
—No.
—¿Y por qué te sentás?
—Porque estoy triste.
—Pero recién, en el campito, parecías feliz.
—Porque jugando al fútbol puedo hacer lo me gusta.
—¿Y qué es lo que
hacés?
—Bailo.
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