Hacía rato que lo miraba y no le decía nada. Se le notaba el
brillo en los ojos. Pueden disimularse hasta las obviedades; la mirada es
imposible. Yo le vi al Flaco perder pelotas increíbles, caerse solo, errar
pases sencillos. Y la miraba a ella mirarlo: tenía una manera envolvente para
capturar lo que cualquiera hubiese abandonado con los ojos a la velocidad de la
luz. Cuando el Flaco la perdía era instantáneo: yo la espía para ver el
espectáculo de su mirada.
Hay gente que sabe mirar. Y está la otra. El mundo podría
dividirse por ese tópico que esconde la más genuina de las expresiones humanas.
Un día de tantos él perdió una pelota de tantas. Yo le había
dicho que una chica lo miraba intensamente, que tenía que verla mirarlo. El Flaco
me escuchaba, pero igual le desconfiaba la atención que me prestaba.
Cuando se levantó después de aquel quite de un defensor sin
miramientos, giró la cabeza hasta ubicarla. Tuvo que haberse conmovido. A él no
lo vi; quería confirmar que ella, por fin, sintiera la correspondencia de los
otros ojos. Era una mirada dulce, sugestivamente inspiradora.
A la jugada siguiente el Flaco hizo el gol más
maravilloso que yo haya visto y que ella, seguramente, también. Lanzado al
festejo, él la buscó enseguida con una mirada que se devoraba el momento. Ella ya no estaba. Se había ido a mirar otras miradas.
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