Lo obligaron. Él no hubiese dicho lo que dijo si no fuera porque los amarillentos revisionistas lo apretaron. El caso fue aclarado cuarenta años después, a partir de las sospechas. Reconocida era su catadura moral, una coraza a prueba de revelaciones. Pero lo obligaron.
El mito detallaba prolijamente una sucesión de exquisitas gambetas que, sin embargo, no terminó en gol. Luego de eludir al arquero, Mario Soria erró la definición. En aquel partido estaba en juego la jactancia de dos pueblos. Los Nogales y Las Piedras se envidiaban mutuamente las mujeres y las vaquitas. Nadie lo reconocía; ambos pueblos decían tener las reses más gordas y las señoritas menos engordadas. Había que desempatar el honor; decidieron jugárselo al fútbol.
La particularidad fue la distinción del estado civil. Los Nogales presentaron un equipo de casados. Ese pueblo optó por jugadores más proclives al compromiso; querían evitar a los trasnochados. El criterio utilizado en Las Piedras fue el inverso: jugaron todos solteros, considerados mejor preparados físicamente que los casados.
La jugada de Mario Soria hubiese sido la del triunfo, la que le hubiese evitado a Las Piedras la pena de perder por penales. Después de gambetearse a un pueblo entero y ya con el arco vacío, Soria pateó afuera.
Aguantó mudo el oprobio. Soportó las acusaciones, sin decir. El silencio apretó todas las palabras contra su pecho, el pecho de Soria.
Largó la explicación recién cuando una canallada antojadiza lo sindicó como “vendido”. El rumor se hizo tan pesado que Soria tuvo que salir a derribar esa mole de mentira. Estaba en juego su honor, pero sobre todo el de sus nietos. Soria no pensó en él cuando por fin lo dijo. La certeza se desprende de lo que pensó, incluso, en el momento del gol fallido.
Explicó Soria que muchos de los casados de entonces tenían hijos. “De nosotros, ninguno”. Y siguió: “cómo iban sus hijos a soportar las burlas; cómo iban esos chicos a cargar con la presión de que sus padres fueran los antihéroes; quién les iba a calmar la tristeza”. Soria pensó en los hijos de sus rivales y ahora reparaba en sus nietos.
Soria, el duro, tenía el corazón tan blanco como una gelatina. Hizo llorar a su pueblo cuando entendieron qué paso, cuarenta años más tarde:
—El honor lo hubiésemos perdido si hacía ese gol.