Detuvo el fuego. Fue un instante de bombero en el que apretó la pelota contra el piso. Por fin pudo mirar. Sus encendidas carreras lo habían erigido en un jugador fantasma, inalcanzable para sus rivales. En cada arranque quemaba el pasto y se abría paso entre futbolistas de humo, que no podían detenerlo. Un rayo. Gambeteaba a la velocidad de la luz y mandaba a los arqueros al rincón de los lamentos. Una vibración corpórea que atravesaba los campos en zigzag, con una efectividad implacable. Enano de pies y piernas; gigante de pies y piernas con la pelota.
El futbolista genial, incandescente, por fin pensó. En vez de vomitar vértigo, tragó aire. La pausa. Él. Sus compañeros. Todo el mapa de la cancha. Todo. Y la frustración. El fuego se congeló cuando advirtió lo que hasta entonces le era imposible. Vio y se estremeció ante el hallazgo. Lo advirtió. Su velocidad de rayo lo había convertido en un jugador indetenible. Rápido y gambeteador. Atrás quedaba el mundo que ya no podría alcanzarlo. Silencio. Muerte. También se había gambeteado, y ya no lo alcanzaría, la belleza.
(Inspirado en una charla con mi amigo Ulises)
1 comentario:
Gracias por la parte en que me roza. El gol es suyo.
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