domingo, 3 de julio de 2011

Caer en la cuenta


Se miró tan para dentro, que cuando se descubrió se asustó del que no sabía que era. El espasmo le duró un ratito insignificante a los ojos de la humanidad; a él lo marcó para siempre. Lo advirtió en medio de un partido, de uno cualquiera que devino en revelación personal. Acaso nadie hubiese podido recordar aquel 0 a 0 sin ningún elemento que lo hiciera brillar.
El tipo recto de pelo engominado, porte erguido, esa cáscara que blindaba su espíritu inflexible, de pronto encontró luminosidad en un partido tan negro como su uniforme.
Hasta ahí, la tarea encomendada la había aplicado con su habitual rigor, sin que lo perturbara el contexto. Estaba acostumbrado a que le insultaran la investidura, más por tratarse de un abanderado de la sanción extrema. Era árbitro para canalizar una vocación cercana a la vigilancia y no tanto a la justicia. Botón, botonazo de gesto adusto que gustaba de sacar la tarjeta roja para castigar hasta la miseria más mínima.
La blandura le surgió por una jugada rápida dentro del área. El nueve del Atlético fue tomado por un defensor rival, que le corrió el pantalón hasta desnudarle una nalga. Penal clarísimo. Una falta que el hombre de la mirada telescópica jamás hubiese dejado de cobrar. La fatalidad de la distracción lo bañó de insultos, incluso del propio delantero.
La cancha era un coro gregoriano de puteadas. La sinfonía del “hijo de puta” gozaba de la voz de mil tenores improvisados, renuentes a aceptar lo inaceptable.
El árbitro se quedó impertérrito, con el pensamiento en un lugar que no era exactamente aquel. Tenía el corazón a los saltos, aunque no era capaz de absorber ni uno de los insultos. Sordo a la escena, el castigador castigado estaba en estado de shock, en plena introspección. Le temblaban las piernas de sólo pensar que fuera así. Pero no podía evitarlo.
Su coraza se desmoronaba mientras la imagen de ese pedacito de culo se le impregnaba indeleble en la mente. Fue un segundo, un instante de volver en sí y de ver delante suyo, de frente a su cara, al nueve que seguía con su reclamo. El juez había recuperado el sentido de mirar lo que pasaba, pero no el de escuchar; apenas advertía el movimiento de la labios de ese muchachito rubio, que clamaba por justicia. En cambio, ya muerto de ganas, el señor de la moral recia le estampó un soberano beso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me sigo sorprendiendo con tus relatos hermano. Hay mucha emoción y cierta ironia.

fuerte abrazo

Anónimo dijo...

Éste es muy bueno, Marce. "Se miró tan para dentro, que cuando se descubrió se asustó del que no sabía que era." Un día la voy a usar de epígrafe. Besos desde acá, del otro lado.

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