martes, 19 de julio de 2011
Desenmascarados
“Permiso”, dijo el respetuoso. “Pasá por otro lado”, le espetó el egoísta. La tribuna estaba completa, como pocas veces. El hombre del protocolo quería filtrarse por donde no cabía la anchura de su cuerpo. El otro habló de bocón, impulsado por un espíritu pragmático. El más grandote le clavó la mirada sin suspirar ni una letra. El esmirriado lo correspondió con silencio; su aparente individualismo no le impedía reconocer un mensaje tan claro.
Con cuidado, el de los buenos modales se acomodó para ver el partido. Al lado, sin compañía, quedó el que no lo conocía, pero que le había lanzado una frase que no pasó inadvertida.
Durante casi ochenta minutos se ignoraron. Hasta que llegó el gol. Echado al ruedo de las emociones, el egoísta lo abrazó; quería compartir ese momento glorioso. El respetuoso, en cambio, se lo sacó de encima, sin siquiera disculparse.
La evidencia más genuina arruinó la ficción. Fue recién en el instante del gol, que aquellos hombres se mostraron realmente cómo eran.
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