Don Heráclito les aclaró que no sabía, a los que sabían que él no sabía. Sin embargo, prefirieron hacer de cuenta que no sabían lo que sabían. Sin más remedio pero tranquilo con su conciencia, Don Heráclito aceptó el desafío.
Nunca había dirigido a un equipo, aunque su aire de hombre erudito despertaba la fantasía en los demás sobre sus posibles conocimientos de fútbol. A Don Heráclito le gustaba pensar acerca de la mirada de los otros. Entendía que le conferían sabiduría por su excelso criterio y no por la ignorancia ajena. Y así funcionaba de alguna manera el pueblo: todos creyendo en alguien que no fuera sí mismo. La excepción era Don Heráclito. El asunto era que él bien sabía que de fútbol no sabía.
Dirigió al único equipo del pueblo por una cuestión de necesidad. Cuando lo convencieron sus coterráneos que dependían de su arenga o lo que fuera para ganar un partido. No era un partido cualquiera. El pueblo se jugaba el orgullo –que por aquel lugar con pocas pretensiones era exclusividad del fútbol- ante sus vecinos. Los rivales eran del pueblo de la Eternidad, que se jactaban de tener un nombre trascendental. Creían, incluso, que la sola denominación implicaba una pertenencia literal; era usual que entre los habitantes de ese distrito se prodigaran con convicción aquello de “no te mueras nunca”.
Don Heráclito encendió su alocución en la previa del partido que iba a determinar quién se quedaba con los terrenos ubicados en zonas donde los dos pueblos decían tener jurisdicción. Les habló a sus dirigidos de moral, de filosofía, de historia y, finalmente, les acercó una única premisa futbolística:
—Metan la pelota en el arco, manga de inútiles— los conminó.
Tocados en el amor propio, los muchachos que contaban las derrotas de a cientos y los mínimos triunfos como hazañas salieron a jugar para ganarse esa porción de la tierra.
Mientras transcurrían los minutos, Don Heráclito leía un libro y cada tanto levantaba la vista para relojear en qué andaba el partido. Cuando advertía alguna mirada inquisidora de conceptos, soltaba un “sigan así, van bien”.
El improvisado director técnico no reparaba en los goles del rival, que a cinco minutos del final ganaban por cuatro. Avisado sobre la inminente derrota, en ese momento Don Heráclito guardó el libro y se acomodó el sombrero. Entonces se paró, se subió el pantalón casi hasta el ombligo y entró a la cancha. Ante la sorpresa de todos, se agachó y tomó un poco de tierra. La pantomima incluyó un discurso en plena cancha:
—¿La tierra, para qué quieren tanta tierra estos tipos? Ya sé, estos muertos van a necesitar hacer un cementerio.
Los de la Eternidad se sintieron heridos en lo más hondo del orgullo y enfurecidos emprendieron la carrera hacia Don Heráclito.
No hubo un sólo jugador de aquel equipo que no le haya pegado. El árbitro suspendió el encuentro que, al otro día, un tribunal de la ciudad cabecera del partido le daría por ganado a los que habían padecido una goleada.
Don Heráclito se enteró de la noticia en el hospital. Y sonrió porque sabía que los demás sabían que él de fútbol no sabía nada. No hacía falta.
2 comentarios:
Excelente
Buena Marce!
Un abrazo desde el ciberespacio.
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