En un pueblo donde la muerte es casi tan respetada como el fútbol, el cementerio le sigue a la cancha como lugar sagrado. Obviamente, las tumbas evidenciaban los pasados. El criterio utilizado para consagrar a los muertos es futbolero.
Si se considera que alguien fue generoso, se lo sepulta con el número diez; homenaje al enganche, capaz de disfrutar más de una asistencia que del propio gol. En cambio, a los menos queridos se los condena con algún puesto de la defensa; ergo, se los entierra atrás, bien al fondo. Mientras, los que tuvieron una vida solitaria son ubicados en el panteón conocido como “el de los arqueros”.
Los héroes del fútbol gozan de una sepultura especial. De todos ellos, el pedestal es para Francisco Cremolatti. El hombre se quedó helado el día que le dieron la capitanía, para jugar la final contra el pueblo vecino. Salido del aturdimiento, Cremolatti asumió con gusto los honores. Era el nueve del equipo, el goleador. Sin embargo, se sorprendió cuando le concedieron la cinta. Su impronta de gol no necesariamente reflejaba su capacidad de liderazgo. Imbuido en las tareas de capitán, hizo aflorar la hombría que, en definitiva, le permitiría tener un sitio de privilegio en el tan ponderado cementerio.
Con un tanto marcado sobre la hora, se abrazó a la historia como ningún otro. El pueblo le rindió culto en vida, aunque atento a las costumbres póstumas esperó por su muerte para honrarlo debidamente.
Dicen aquellos hombres y mujeres eternamente agradecidos, que así tiene que ser. Que si alguien sigue vivo en la memoria, se hace de cuenta que no murió nunca. La gente, esa gente, todavía le lleva a Cremolatti comida a su tumba.
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