martes, 20 de diciembre de 2011

La esencia


Estando en su casa todavía no se había despojado de la transpiración seca; la mugre invisible a la vista se hacía notoria al olfato. Ya hacía rato que el partido había terminado y que la catarata final de insultos le había aguijoneado los oídos. Era el goleador del campeonato pero ese día abandonó los pergaminos y exorcizó su voracidad frente al arquero rival. No podía. Su partido, o su cabeza, estaban en otro lado; quizás, en la infancia.
Lo que más le dolió es que desde la tribuna, su hinchada, le gritara vendido. A él, justo a él, que se había autoinfligido silenciosamente todos los reproches posibles cuando decidió jugar para ellos, por esa camiseta. Los del Campito lo habían entronizado y ahora, con una actitud diametralmente opuesta, lo conminaban a ser protagonista de un funeral.
Se había sacado la camiseta, la verde y blanca. Conservaba los pantaloncitos con el número nueve; estaba despeinado, como quien se desinteresa decididamente por las apariencias.
El momento era tan crucial y genuino que las formas eran un lujo innecesario.
Encima, tenía impregnada en las retinas a la otra hinchada, la que enfundada en amarillo y naranja había cantado durante todo el partido.
Escupía rabia el goleador. Era de esos tipos con convicciones; su punto de desencuentro fue ese partido, en el que supo que no era el profesional que creía ser. No le pesaba la evidencia. Al contrario, la entendía humanamente oportuna.
Los ecos de la radio lo apuntaban como el culpable de la derrota del Campito. Sonrío cuando escuchó que un comentarista lo tildaba de tibio para definir situaciones que ameritaban del fuego. Una ironía. Él contaba con el temple suficiente; tanto que hasta le pareció excesivo para un futbolista de su exposición. Las (malas) decisiones para definir arrastraban un sentimiento profundo, tan hondo como los calores de los infiernos. Él era el fuego.
Zambullido en su pasión, abrió el armario y buscó la caja que alguna vez guardó con la intención de no tener que utilizarla. Adentro estaba esa reliquia que le había dado su padre, ya muerto. Juntó valor para abrirla, dándose tiempo a madurar ese instante. El devaneo lo perturbaba, pero advertía que se trataba del destino inexorable después de aquel partido tan revelador. Abrió la tapa y espió por el rabillo del ojo izquierdo; estaba ahí, como pensaba.
Con su mano derecha la sacó de la caja y la puso de frente a sus ojos. Impertérrito, repasó mentalmente su vida con una velocidad galáctica. Los retazos seleccionados lo vinculaban con su padre, más que con nadie. Y con los colores, esos colores que ahora tenía tan cerca.
Cuando volvió en sí, besó la camiseta amarilla y naranja que conservaba como un tesoro oculto. Y lloró. Lloró como lloran los hinchas cuando toman conciencia de que algo importante pasó. Algo que de ahí en adelante los va a modificar.

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