lunes, 16 de julio de 2012

Aparición


El monaguillo era la radio. O algo así. Al cura le había coincidido una misa impostergable en el horario del superclásico. Conminado a los deberes de la Iglesia, iba a padecer lo inédito: jamás había quedado desconectado de un Boca-River. A la Bombonera iba casi siempre. De visitante, poco. Pero el gran clásico lo seguía en vivo, como fuera.
Ese día se le llenó la parroquia de feligreses. A ninguno le importaba el partido; salvo al cura, claro. La exclusividad del interés lo hacía sentir solo, quizás tanto como las almas que se arrodillaban a rezar, tal vez con un sentido de creencia para despojarse de la soledad.
El monaguillo tenía instrucciones precisas sobre cómo proceder. El párroco había ingeniado un mecanismo comunicacional imperceptible para los demás; con señas, gestos y una combinación de ademanes, podría conocer al instante el desarrollo del partido sin que se le alborotara la misa. Temblaba, el monaguillo. Podía olvidarse algunas ostias, pero entendía que su principal pecado sería confundir una mímica. Cualquier intervención equivocada podía provocar falsas expectativas y arruinar, incluso, todos los anteriores o posteriores aciertos.
Cuando el cura agradeció y pidió venerar al Santo Padre, su hombre-radio le acaba de hacer saber que Boca ganaba 1 a 0. “Amén”, correspondían los asistentes, ajenos al superclásico.
También habló de miserias el cura. Y de que Dios ponía a prueba la fe. Su sentencia fue pegadita a observar el dedo índice del monaguillo sobre el ojo izquierdo, señal inequívoca del empate de River.
El cura estaba intrigado, ansioso. Le pedía a la muchedumbre que rezara; sus pedidos eran más intensos y continuos que los habituales. Ya no miraba de frente. Había clavado la vista en el monaguillo, que estaba escondido y apenas asomado detrás de una efigie de la Virgen María.
Algún murmullo hubo cuando el cura, visiblemente desconcentrado, equivocó parte de la liturgia. Pudo recuperar el hilo conducente de la misa a tres minutos del final del superclásico, cuando el monaguillo hizo la seña del segundo gol de Boca. Su amplia sonrisa resplandeció desde el púlpito y llenó de bendiciones a los asistentes. Con la certeza del triunfo, miró al techo (figuradamente, al cielo) y soltó un “gracias” gritado.  
Con los ecos del partido y la misa concluida, el cura se dispuso a apagar las luces. Antes, había despedido y felicitado al monaguillo. La Iglesia vacía era, también, la Bombonera ya sin gente. En ese silencio y soledad espasmódicos, el párroco vio una sombra. Conforme se acercaba, adivinó que se trataba de una señora mayor, a quien no había visto jamás:
—Sé todo lo que pasó. Y más.—, susurró.
El sacerdote abrió los ojos tan grandes como pudo. Estaba impactado por esa señora que portaba un atuendo que le cubría la cabeza y una dulzura en la voz inadecuada para su edad. 
Averiguando se enteró días más tarde, por comentarios de vecinas, que la susodicha nunca había tenido relaciones sexuales.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡¡¡¡Esta Bien !!!!