miércoles, 20 de abril de 2011

La tragedia de un suicida


Podía permitirle que fuese lo que quisiera, menos traidor. Porque jugar para la contra, justo él, que era tan hincha del club, se trataba lisa y llanamente de una herejía. Y su elección no formaba parte de una condena. El dolor era mayor porque el menú era amplio. Sin embargo, había decidido marcar con el dedo el nombre prohibido; el rival, el otro, el que nos había mandado al descenso el mismo año que lo tuvimos que soportar campeón. Ese día, aquel día del doble puñal, él estaba a mi lado en la tribuna. Tuvimos que compartir las lágrimas, nos sostuvimos con abrazos y me juró al oído que íbamos a ascender pronto. No sé si fue para rescatarme del desconsuelo o por auténtica revelación, pero el vaticinio se consagró a los dos años. Coincidentemente con el descenso de nuestro rival, como si se tratase de un acto de devolución Divina. Así lo pensé, a pesar de mi manifiesto ateísmo.
Las vueltas de la vida, mi amigo se hizo futbolista. Y entonces abandonó la tribuna; o peor, dejó de ser mi compañero de cancha. La segunda traición fue firmar para la contra. El clásico que tuve que ver a mi amigo de toda la vida con la otra camiseta fue más impactante aún que la vez que, siendo muy chiquito, descubrí a mis padres haciendo el amor. La camiseta le quedaba horrible, no encajaba con su cara ni su cuerpo. Pero él parecía lucirla orgulloso. ¡Orgulloso! Confieso que llegué a desearle la muerte. Y sí, el club es el club. Hay cuestiones con las que debería saberse que no se jode.
Por eso cuando vi que pidió patear el penal no dudé en bajar hasta el alambrado para insultarlo por semejante ofensa. Ya jugar para ellos era una trompada al mentón; querer hacernos un gol, el golpe más bajo que podía darme. Le grité tan fuerte que me aseguré que me fijara la vista. Lo señalé, le acusé de traidor, le marqué ese trapo sucio negro, rojo y blanco que tenía de camiseta y, acto seguido, me pasé el índice por el cuello, a modo de cuchillo.
Se sonreía el muy turro. Me desafiaba. Desafiaba al club, como si repentinamente se hubiese olvidado del pasado. Lacerante. La peor de las traiciones estaba por suceder. Acomodó la pelota con elegancia, el pulso estaba firme. Tenía la mirada y la templanza de un cirujano. De mi parte, no dejé de sacudir las manos hasta que sucediera el gol, porque él jamás había fallado un penal. Era obvio el final y hasta me parecía justo que así fuera, para que mi descarga de rabia alcanzara entidad de odio definitivo.
El penal lo pateó con una clase digna de admirar, si no fuese por la situación. Apenitas calzó el pie debajo de la pelota y lo deslizó, suave. Nuestro arquero se jugó por un palo y la pelota, en cámara lenta, fue hacia el otro. Ahí le había apuntado el muy hijo de puta, tan frío, tan calculador, que lo noté recién después. Fue en el momento que la pelota salía para afuera y que empezó a correr hacía donde estábamos nosotros, al lugar donde yo estaba, y mientras se sacaba la camiseta, dejaba ver que tenía la de nosotros abajo, y se besó el escudo de nuestro club, y lloró porque asumía como propia la venganza de todos nosotros y porque ya no aguantaba más y quería decirme, sobre todo eso, que él, mi compañero de tribuna, jamás traiciona. Y mucho menos que nada, a los colores.

2 comentarios:

Negro dijo...

Buenisimo, el sueño del pibe.

Que lindo ser de Atlanta.-

Carlos dijo...

Fenómeno como siempre!