martes, 30 de agosto de 2011

Descubrir un mundo


Es cierto que el Marquitos era un crack, que hasta ese momento tan revelador había sido el mejor del partido, como siempre, y que si ganábamos esa final era por él, y nada más que por él y que, además, nosotros lo sabíamos bien, porque si algo le gustaba al Marquitos era jugar al fútbol y jugaba bien el Marquitos y los rivales nos cargaban, nos decían que éramos unos burros y el Ruso Luis se ponía a llorar, porque en esa época, en la que se habían separado sus padres, el Ruso lloraba por cualquier cosa, y más por cuestiones referidas al fútbol, en la que están en juego el orgullo y la hombría entendida en chicos de diez años, entonces nosotros mancomunábamos los esfuerzos para que Marquitos no tuviera que tomarse la molestia de correr y le dábamos la pelota a él, que era el único capaz de hacer un gol o algo que nos alejara de la humillación que fuera, como ese día, en el que el Marquitos la estaba rompiendo, y mientras nos ponía a salvo de la derrota, disimulaba nuestras miserias con una actuación inolvidable, porque el Marquitos sacaba la cara por todos, por eso también lo queríamos tanto al Marquitos, por esa sensibilidad muda que nosotros percibíamos en él para regalarnos lo que, al cabo, serían los recuerdos más cercanos a la felicidad, como los de esa final, la que ganábamos por él, por Marquitos cómo no, que había hecho todos los goles y que no paraba de gambetear y hacía que se nos inflara el pecho, porque el Marquitos era de nosotros y fue así, todo el partido así hasta que un grandote lo bajó de atrás y el Marquitos se deslizó por el cemento boca abajo, con la brazos estirados y aterrizó afuera de la cancha, entre las piernas de una señorita de once o doce años, a la que el Marquitos sin querer, en un golpe de vista, le vio la bombacha rosa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Genial como siempre!

MM