Dos butacas. Nada más. Dos piezas uniformes de plástico rojo que no decoraban la terraza pero se mezclaban entre esa geografía de macetas, parrilla y sogas para colgar ropa. Dos restos extrapolados de otra tierra a una tierra de fantasía.
Plástico. Era plástico. Apenas con eso, el entrañable Claudio Gómez decidió que se jugara un partido de fútbol.
Reacomodó las butacas semiacostadas y les devolvió su función. En una se sentó él. Para ocupar la otra, invitó a su hija Milena.
Ahí, en la terraza, los dos sentados y sin mirarse, clavaron la vista hacia delante.
—¡Corré!— gritó Claudio, que enseguida pidió foul.
—¡Foul!— lo acompañó Milena.
La nena de la sonrisa con hoyuelos había entendido el juego. Tenía diez años y nunca había ido a la cancha; ahora estaba en la cancha.
Su papá fingía enojarse por fallos arbitrales de un juez fantasma que los dos, tácitamente, habían elegido como villano.
La tarde tenía la magia de un fútbol creativo y el encanto de la aventura por esa primera vez. Los dos, mientras el sol les dejaba colorada las narices, disfrutaban de un partido exclusivo. Y Como el partido era de ellos, se dieron todos los lujos. Ubicados en las butacas de la Doble Visera, la vieja cancha del Rojo, hicieron jugar de nuevo a Bochini:
—¿Viste lo que hizo el Bocha?— se sorprendía Claudio, mientras se agarraba la cabeza.
Y Milena se reía y aplaudía y era feliz. No tanto por la gracia de su papá como por la gran jugada del diez de Independiente.
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