La vieja ve la camiseta y llora. No le importa cómo sale el partido, le gusta ver los colores. El club es el club, es su patria chica. Ahí conoció al viejo, en los bailes que se hacían los sábados a la noche. Por eso quiere tanto al club, a los colores; es por el viejo. Ve el escudo y se acuerda de él. Y entonces, cuando ve los colores no puede aguantar las lágrimas.
El otro día la llevé a la cancha. No había ido nunca. El viejo era machista, no le gustaba que las mujeres fueran a la cancha. Y la vieja ese tipo de decisiones no se las cuestionaba. Ella aceptaba, como un mandato irrevocable. Tampoco tenía demasiado interés por el fútbol en sí. Su fetiche eran los colores; los colores eran el club, su historia.
La llevé a la platea. La vieja no está para soportar parada dos horas. Y mucho menos los apretujones. Así que cuando le dije que íbamos a la cancha, se vistió impecable, como si fuese al baile de aquellos sábados blanco y negro.
La vieja es nostálgica. Habla del viejo con una recurrencia que lo rescata todos los días del pasado. Aparte la imagen de él está presente con una foto en la mesita de luz; ahí, el viejo lleva puesta la camiseta. Es cierto que es una escena en sepia, pero la vieja la ve en colores; ve los colores.
Y habla con dulzura, siempre. Sostiene la delicadeza para relatar sus años mejores, en los que su vida se ligó a la del viejo con los trazos de la camiseta.
Mi fe profética por el equipo es una herencia de la relación de mis viejos. Es saber que soy hijo de esos colores, nuestros colores.
Mi vieja fue a la cancha con un glamour que contrastaba con la épica de un partido de barrio, en un campo embarrado por la lluvia de la noche anterior. Su vestido impoluto era una pieza extrapolada de otros tiempos, distintos al gol sobre la hora que hizo nuestro goleador, el Tanque Voglino. Las escenas de ahora, las que ya no son en blanco y negro, se desconectan de un pasado tan lejano. Cuando el Tanque vio que la pelota traspasaba la línea de gol, se sacó la camiseta. Y la vieja, todo el protocolo de encima:
—¡Ponetela, hijo de puta!— le gritaba, desencajada.
En la platea miraban a la vieja como a un bicho raro. Y ella seguía, enfocada en el Tanque:
—¡Sinvergüenza, ponete la camiseta!
Me costaba reconocer a la vieja.
En ese ritual de los goleadores que después de la conquista buscan exhibir imágenes personales o consignas que aluden a causas propias, nuestro hombre se besaba la remera de abajo, con la leyenda “salvemos el planeta”.
—¡Besate los colores, la reputa madre que te parió! ¡Ponete la camiseta!— insistía, pobrecita. La vieja quería ver los colores. Quería llorar.
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