martes, 28 de septiembre de 2010

Una cancha a la izquierda del mundo


En Chiapas hay 39 comunidades indígenas zapatistas o Municipios Autónomos establecidos en cinco regiones, denominadas Caracoles. Son rebeldes y, a la vez, organizadas, atributos de grandes equipos y futbolistas.
El día que en Chiapas se dediquen, también, a jugar al fútbol no habrá equipo en el mundo que pueda ganarles. Para eso todavía falta, debido a otras faltas.
Se cuenta en uno de los Caracoles: “Sucedió que un futbolista italiano que murió dejó su herencia para que se construyera una cancha de fútbol en un pueblo zapatista. Esta cancha sólo iba a beneficiar al pueblo de Guadalupe Tepeyac, por eso nosotros hablamos con todo el pueblo y les explicamos que había otras necesidades más urgentes para beneficio de todos los pueblos, tal como un espacio para que trabajen las compañeras que se dedican a la salud tradicional. El pueblo de por sí entendió y dijo que estaba bien, que era justo destinar el dinero a la salud de todos; el segundo paso fue hablar con los donadores y ellos al principio no querían que se usara el dinero para otra cosa, pero después dijeron que estaba bien”.
Hasta el momento, en el mundo no hay cancha zapatista. Deberá esperar el fútbol por ese césped que lo haga más digno, más equitativo y más libre. La vez que ahí se juegue, el triunfo estará asegurado.

jueves, 23 de septiembre de 2010

El arco del triunfo


Es conmovedor lo del arquero que no delata a los defensores, después de que, desatentos, hayan dejado sin marcas al delantero que lo fusiló desde el punto penal.

Tiene valentía el arquero que les cubre las espaldas a diez compañeros sin pedir protección para su propio pecho.

Digno es aquel arquero que nunca agacha la cabeza después de recibir un gol; dignísimo, es el que, encima, levanta la vista a sabiendas de que todavía sufrirá más y más goles.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Musa


Tenía los ojos tan azules que era la envidia de los mares. Su mirada profunda cautivaba a quien le fijara la vista; aquel hombre que andaba arrastrando sus penas no fue la excepción. El contacto visual fue fugaz. Duró lo que él tardó en acomodar la pelota para patear un córner. Suficiente. Fue el azul cautivante de esos ojos el que le encendió las ganas. De corazón triste, piernas tristes, de pronto el córner tomó vida y fue ejecutado por una patada confiada, vigorosa. La pelota hizo una comba que simuló ser llevada por el viento, aunque en esa cancha había sequedad de soplidos. Fue la inspiración de un futbolista que vio coraje en los ojos de ella y lo proyectó en su tiro fuerte, conmovedor. Un instante en que su corazón galopó como hacía tiempo había dejado de hacerlo. Un córner pateado con piernas contentas, preparadas para darle alegría a una hinchada ávida de triunfos. La pelota voló por encima de todos y se cerró por detrás. Debió haber sido el gol de córner más maravilloso que jamás se haya visto. Debió haber sido. La ejecución del hombre que volvió a sonreír cayó tan lejos que ni siquiera hubo gritos atragantados.
Después de patear, él volvió a buscar con su miradita aquella mirada azul. No volvió a encontrarla; tampoco hacía falta. Nunca iba a olvidar la inmensidad de esos mares con pestañas, que le habían devuelto las ganas de sentir que estaba vivo.

martes, 14 de septiembre de 2010

Estamos calladitos, porque estamos hablando


Las palabras sirven para explicar lo que no se sabe e identificar lo que se conoce. Los silencios, para que disfruten los que se entienden con sólo mirarse.
El otro día estaba con mi hermano y, sin emitir sonido, nos pusimos a sonreír, como cuando jugamos al fútbol. En ese concierto de mudez y alegría, no hubo ni una palabra. Entre él y yo, no hacen falta.
Hace rato que con mi hermano no compartimos un mismo equipo. Pero cuando ese milagro sucede, el mundo a nuestro alrededor desparece por una hora. El Negro me da el pase y espera. Yo espero su pase y le adivino el movimiento siguiente. Él sabe lo que intuyo y me sigue el juego. Otra vez me vuelve a buscar para que lo busque.
Tenemos tan bien aprendido hablar sin palabras, que aprovechamos para charlar mientras la pelota baila, salta, grita, chilla. El diálogo es envuelto por un silencio cómplice. Mi hermano y yo nos entendemos demasiado. Y si no nos hablamos, más.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El milagro de Maradona


No lo vio; era ciego. El sordo no pudo escucharlo. Por razones obvias, el mudo no lo gritó. Fue el gol más impresionante de la historia aquel de Maradona y ninguno de los tres lo vivió enteramente. Hasta acá una versión.
Lo otra, la que más me gusta contar, salió de la boca de uno de los que vio el gol. Dicho esto, ya no es revelar la fuente señalar al sordo como el informante.
Él no escuchó el golpe de pelota en el último toque de Diego ni el jadeo de los ingleses que lo corrían de atrás ni la excitación de la gente cuando su marcha se adivinaba indetenible ni los lamentos inútiles ni el pitazo del árbitro. Esa danza de sonidos se la bailó el ciego al oído. Agradecido, el sordo le dibujó con palabras la maravilla del floreo de Maradona y el ridículo desplante al que sometió a los defensores rivales.
Con el goce pleno de los sonidos y la imagen figurada, el ciego entendió el padecer del mudo. Aquel hombre había visto y escuchado todo. Exactamente lo mismo advirtió el sordo. Y entonces fue unánime lo que a los dos se les ocurrió: prestarle la voz al mudo para que pudiera gritar el gol.