A
Eugenia Parrado le sobraban una parte del nombre y el apellido completo. Suplía
esos faltantes con un artículo femenino. Me descoloca, incluso, llamarla ahora
así, como figura en su documento. Ella tenía el don de saberse libre; le
gustaba andar descalza, hundir el dedo en el dulce de leche y hurgar entre los
calzoncillos de sus amigos. La Euge cargaba con la etiqueta que con tono
genérico nos referíamos en el barrio a una chica con esa actitud: “Gauchita”.
Cuidadosa de su andar fresco, no perdía la costumbre de tomar sol desnuda en la
terraza de su casa.
La
descubrimos el día que, aburridos, visitamos a la tía del Atún Jorge. Habíamos ido
a su casa una tarde de verano de la que aún no recordamos por qué se había
suspendido el habitual picadito. La anfitriona nos agasajó con cerveza y por
primera vez me mareé por tomar alcohol. A los 14, todavía sentía que tenía edad
para pasar el rato con leche chocolatada. En cambio, la tía del Atún, que por
entonces nos parecía una señora de 40 años, era un derroche de progresismo que en
la superficie se evidenciaba en sus collares, su vestidito multicolor, sus
sandalias, y los sahumerios que aromatizaban el ambiente.
Desde
su balcón del piso 13 vimos la imperfecta figura de aquella chica que no
tendría más de 20. Sin embargo, su postura despertaba la pulsión de seis
adolescentes a punto del estallido de sus hormonas. Nunca lo hablamos entre
nosotros, pero no fue independiente de aquel alumbramiento de la terraza
nuestra escalonada visita al baño. La diurética cerveza nos eyectó un par de
veces hacia el inodoro, es cierto. Pero al menos una vez por turno hubo demoras
notorias, que respondían silenciosamente al caso obvio.
Supimos
que la Euge era la chica nueva del barrio, que nos había cautivado con su
cuerpo echado en una reposera, unos días después, luego de infructuosas
averiguaciones. Doña Chola fue la que batió el dato, inocente de nuestras
intenciones. Largó el nombre luego de una enrevesada maniobra conjunta,
investida de no menos de veinte preguntas. Lo curioso fue su falta de sospecha
ante un grupo incapaz de seguirle ninguna conversación, más allá de los saludos
de ocasión.
Desde
entonces, tocábamos el timbre en la casa de la Euge, con la firme esperanza de
ser invitados a tomar sol. El primero en contar que había pasado a la terraza
fue Juan. Por supuesto, no le creímos. Su historia de caricias y manoseo bajo
un sol abrasador decidimos desestimarla, producto de la envidia. Pero cuando el
Chino también reveló que su intento de un día a las tres de la tarde tuvo premio,
ahí empezamos a creer en que el milagro era posible. Sobre todo porque el Chino
no era de mentir y porque, además, se había encargado de guardar una prueba de
su aventura: se había escondido entre sus ropas una bombacha de la Euge. Una
bombacha sucia.
Olimos
ese objeto de deseo hasta neutralizar nuestro olfato. Entonces todos supimos
que alcanzar la gloria era posible. Los intentos por acceder a la casa de la
Euge fueron tan frecuentes que tuvimos que coordinar los movimientos. En un
cuaderno tapa azul hicimos un organigrama de visitas, con días y horarios para
cada uno. Fue la etapa de una democracia que aplicaba su dosis real de
justicia. Para un control interno anotamos éxitos y fracasos del timbrado.
También era una manera elíptica de competir entre nosotros, aunque la única que
tenía autoridad sobre el resultado fuera la Euge.
Ninguno
de nosotros hubiese debutado tan tempranamente, al menos sin pagar, de no haber
sido por ella. El otro día me encontré con uno de aquellos viejos amigos y le
pregunté qué recordaba de la Euge. Me dijo que la suavidad de su piel. Yo
pensaba en su mano, tan gentil y delicada para evitarnos la molestia de
hacernos la paja. Sin embargo, la definición más exquisita y justa me la dio el
Chino. Me habló de cierta parábola, y de lo que todo el tiempo sucedió en la
terraza, mientras nos entregábamos a los nuevos placeres.
—La
Euge fue la que nos enseñó de verdad a jugar al fútbol. Generosa, siempre elegía
el pase antes que la jugada propia.