martes, 27 de diciembre de 2011

El heredero


Cuando se cayó la naranja del árbol y puso el pie y reventó esa naranja contra el empeine y la fruta salió proyectada como un misil teledirigido, con la fuerza y la dirección exactas, supe que el pibe era un crack. Su repentización para convertir la simple escena de la naranja madura atendiendo la ley de gravedad en un remate, que se coló en el improvisado arco que formaban dos parantes y una rama de la parra, fue la primera evidencia. Una segunda muestra fue la precisión: la naranja entró en el ángulo, adonde apuntan los que saben. Pero nada lo evidenció tanto como las palabras dichas mientras me mostraba su pie, impecable.
—La naranja no me mancha.

martes, 20 de diciembre de 2011

La esencia


Estando en su casa todavía no se había despojado de la transpiración seca; la mugre invisible a la vista se hacía notoria al olfato. Ya hacía rato que el partido había terminado y que la catarata final de insultos le había aguijoneado los oídos. Era el goleador del campeonato pero ese día abandonó los pergaminos y exorcizó su voracidad frente al arquero rival. No podía. Su partido, o su cabeza, estaban en otro lado; quizás, en la infancia.
Lo que más le dolió es que desde la tribuna, su hinchada, le gritara vendido. A él, justo a él, que se había autoinfligido silenciosamente todos los reproches posibles cuando decidió jugar para ellos, por esa camiseta. Los del Campito lo habían entronizado y ahora, con una actitud diametralmente opuesta, lo conminaban a ser protagonista de un funeral.
Se había sacado la camiseta, la verde y blanca. Conservaba los pantaloncitos con el número nueve; estaba despeinado, como quien se desinteresa decididamente por las apariencias.
El momento era tan crucial y genuino que las formas eran un lujo innecesario.
Encima, tenía impregnada en las retinas a la otra hinchada, la que enfundada en amarillo y naranja había cantado durante todo el partido.
Escupía rabia el goleador. Era de esos tipos con convicciones; su punto de desencuentro fue ese partido, en el que supo que no era el profesional que creía ser. No le pesaba la evidencia. Al contrario, la entendía humanamente oportuna.
Los ecos de la radio lo apuntaban como el culpable de la derrota del Campito. Sonrío cuando escuchó que un comentarista lo tildaba de tibio para definir situaciones que ameritaban del fuego. Una ironía. Él contaba con el temple suficiente; tanto que hasta le pareció excesivo para un futbolista de su exposición. Las (malas) decisiones para definir arrastraban un sentimiento profundo, tan hondo como los calores de los infiernos. Él era el fuego.
Zambullido en su pasión, abrió el armario y buscó la caja que alguna vez guardó con la intención de no tener que utilizarla. Adentro estaba esa reliquia que le había dado su padre, ya muerto. Juntó valor para abrirla, dándose tiempo a madurar ese instante. El devaneo lo perturbaba, pero advertía que se trataba del destino inexorable después de aquel partido tan revelador. Abrió la tapa y espió por el rabillo del ojo izquierdo; estaba ahí, como pensaba.
Con su mano derecha la sacó de la caja y la puso de frente a sus ojos. Impertérrito, repasó mentalmente su vida con una velocidad galáctica. Los retazos seleccionados lo vinculaban con su padre, más que con nadie. Y con los colores, esos colores que ahora tenía tan cerca.
Cuando volvió en sí, besó la camiseta amarilla y naranja que conservaba como un tesoro oculto. Y lloró. Lloró como lloran los hinchas cuando toman conciencia de que algo importante pasó. Algo que de ahí en adelante los va a modificar.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Gracias, Pizurica


En estos días se murió Horacio Pizurica, un jugador de Atlanta que no vi jugar y que si llegué a ver, no lo tengo en claro. No fue mi ídolo y tampoco su figura se inmiscuye entre la galería de colección de futbolistas del club. Pizurica no era crack ni emblema ni ganó títulos. Y para mí, ni siquiera era Pizurica. Mi abuelo, el papá de mi mamá, era hincha de San Lorenzo y recalcaba ese apellido como fetiche para cargarnos a mi hermano y a mí; Muchas veces peleado con la dicción, Miguelito lo había internalizado como Piturica; t por z. El embrollo de lengua nos causaba gracia a la vez que le concedía a Pizurica, nuestro Piturica, una impronta especial.
Mi papá nos repetía como una letanía nombres gloriosos con los cuales golpearnos el pecho por ser de Atlanta. Sin embargo, el jugador de mi infancia (supongo que el de mi hermano también) es Pizurica.
Tenía 56 años, murió joven; hablo de Pizurica. El otro, Piturica, no se muere nunca más.

***

Cuando le conté a mi papá sobre la muerte de Pizurica noté en él cierta tristeza. Y me detalló una historia que conocía en pedazitos. Me dijo: “ese banderín que tenés firmado por los jugadores me lo consiguió Carlitos, que trabajaba conmigo; Carlitos era muy amigo de Pizurica”.
El defensor alto, de rulos, no es el jugador bandera de Atlanta. Acaso mi jugador de la infancia es mi jugador banderín.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Descubrir al verdadero jugador


Me gusta pensar al fútbol como el juego de la trampa. Que se entienda: la pelota como señuelo para identificar traidores y consagrar lealtades. Una cancha como escenario de lo que es, un disfraz de buenos y malos jugadores; la obligación de cualquier futbolero debería concentrarse en el desarrollo del ojo clínico para descorrer ese velo. El juego es la pantomima.
A mí me gusta una historia que leí por ahí. Con la guerra recién terminada, un soldado le pidió permiso a su capitán para volver a la zona donde los ejércitos se habían desangrado a tiros. El militar de mayor rango le hizo saber de la inutilidad de la acción, porque –aseguró- todos los hombres estaban muertos. El soldado igual fue y, al rato, volvió con su amigo cargado a sus brazos; estaba muerto. El capitán lo increpó, haciéndole saber su advertencia. Y el soldado contestó:
—No fue inútil. Cuando llegué estaba vivo, tenía los ojos abiertos. Me miró y me dijo: “sabía que ibas a venir”.
Me conmovió.
Si un jugador va al rescate de un compañero es el que vale la pena, aun si no cuenta con estirpe de crack; al futbolista hay que mirarle el corazón y no tanto los pies. A esos, a los leales, quiero siempre de mi lado. Le entrego a los rivales, si quieren, al nueve que no falla, que convierte en casi todos los partidos; ése que grita los goles solo, sin dar crédito al equipo.
Mi sentimiento está vinculado con una razón higiénica: no podría jamás compartir una vuelta olímpica con traidores.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Ensayito sobre la estupidez


La mayor estupidez humana es creer que la estupidez es sólo ajena. Que los demás son los que se entreveran en asuntos inútiles. Si tan sólo nos espiáramos de reojo descubriríamos tantas miserias internas que acabaríamos por tolerar la evidente estupidez de los otros.
Pero hay un único lugar en el que me creo a salvo; en la tribuna soy capaz de resistir mi propia estupidez. De todos modos, no estoy seguro de esta afirmación. Por las dudas, elijo no revisarme con mirada de láser para no perder el único invicto de estupidez que me reconozco.
La cancha es una caja de resonancia de cómo somos. “No es que ahí nos transformamos; simplemente, nos evidenciamos”, me dijo una vez alguien a quien le admiro su inteligencia y, tal vez, ciertas conductas estúpidas. La inteligencia siempre es admirable. En cambio admirar la estupidez es eso: una estupidez.
Cuando voy a un partido como periodista, me pierdo el contacto directo con la tribuna, con la población futbolera. Sin gente, el fútbol es apenas un juego; los hinchas lo entendemos como una de las maneras de vivir. Se equivoca el que piensa que es la única; ese es el estúpido.
Siempre, o cuando empecé a tener más conciencia, me llamó la atención cómo en las tribunas se consagra la estupidez más que en ningún otro lugar. Y sin embargo, sigo eligiendo ir a esa selva de voluntades anónimas que, cada tanto, coinciden en abrazos cuando la pelota por fin entra y el arquero rival es condenado al cadalso.
Puede que resulte estúpido decirlo: pero nada me regocija y enseña tanto como festejar un gol o sufrirlo en las vísceras. Ese es, creo, el límite de la estupidez que superé: haber aprendido a ganar y también a perder.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El Walter


Pelo corto, 26 años, buzo negro. El Walter era el arquero turístico, una especie de atracción para un pueblo sin turistas; nada llamaba la atención en aquel lugar de no más de dos mil habitantes. En un escenario normal, de gente normal, con hechos normales, su caso era el gran caso. Atajaba en el equipo menos pretencioso de los tres que había en Oblitas. Y el récord de goles en contra ya había despertado curiosidad en zonas que no eran tan cercanas.
Alto, piernas fuertes, mirada intimidante. Su mejor actuación fue en el clásico ante el Atlético, en un partido que se definió cerca del final. Después de rechazar un penal con el pie derecho, su equipo cayó por un error de cálculo. El Walter salió más allá de su horizonte tras un córner y quedó pagando; con un cabezazo, Atlético se quedó con el partido.
Aguerrido, estudioso de los rivales, intuitivo. No había delantero que engañara al Walter, aún si le convertía. Sabía cómo se movía su eventual verdugo y adonde le iba a patear. El gol no tenía que ver con la artimaña.
Aquel muchacho se retiró del fútbol sin títulos, pero con la dignidad invicta. Lo único que se lamentó es que en aquella ovación en el último partido no pudo saludar como a él le hubiese gustado; al menos, como los otros arqueros cuando corresponden los honores brindados por la hinchada. El Walter no tenía brazos.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La radio iba pegada a la cama deshecha de la tarde


No puedo jactarme de casi nada; no es una pose. Sí tengo una medalla que decidí colgarme, aunque de ningún modo representa un triunfo del que deba vanagloriarme: yo le enseñé a ella a dormir la siesta.
Su ritmo vertiginoso le impedía abrazarse a ese bálsamo que atraviesa el día, como el entretiempo a los partidos. La metáfora no es casual; la siesta la dormíamos juntos el fin de semana, con la radio de fondo transmitiendo fútbol.
Ella me decía que le divertía escuchar entre dormida los resultados. Que soñaba con goles y que, por lo tanto, cuando se despertaba no sabía realmente cómo habían salido los partidos. No tener claro si los había soñado o escuchado era el juego de la vigilia de la tardecita, en el que ella tenía que constatar o rectificar los resultados con el tipo de la radio. O no. A veces le ganaba la ansiedad y recurría a mí, que no siempre le decía la verdad; me gustaba adivinarle el gesto con el que iba a reaccionar por un resultado insólito.
No sé si seguirá durmiendo la siesta; menos, si lo hará escuchando de fondo los goles que se suceden en otras canchas, mientras suena la voz enérgica del relato principal.
Sospecho que ya no lo hace. El subjetivo indicador es que hasta yo prácticamente perdí ese hábito. Pero ayer estaba solo y decidí dormir un rato a la tarde, escuchando los partidos en la radio. No estaba cansado. Simplemente, tenía ganas de soñar con ella.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Exitista


Algunas charlas necesitan del algodón. De hacerles una pasadita por arriba para que, una vez desmaquilladas, se dejen ver tal cual son. En el neceser de palabras, están las que pueden camuflar respuestas. Sobre todo, las dichas con una tonalidad de inocencia.
Tendrá que saber la tribuna en la que se ubican los sensibles, los que se conmueven fácilmente y las abuelas con el “aaaaah” a flor de labio, que el siguiente diálogo es revelador.

—¿Papá, somos hinchas del mejor equipo del mundo?
—No.
—...
—Pero igual queremos mucho a nuestro equipo, no hace falta que sea el mejor del mundo.
—…
—Mirá, yo no soy el mejor papá del mundo, pero soy tu papá. ¿Vos me querés?
—Sí.
—Ves, no es porque sea el mejor papá del mundo, sino porque soy tu papá.
—Pero vos sos el mejor papá del mundo.
—No.
—Sí.
—No.
—Sí.
—No importa, tenés que saber que nuestro equipo no es el mejor del mundo.
—…
—Lo queremos porque es nuestro equipo.
—Ah, entendí.
—Me gusta que lo entiendas. ¿Me querés preguntar algo más?
—Sí.
—Decime.
—¿Si nuestro equipo pierde, lo puedo querer un poquito menos?

sábado, 5 de noviembre de 2011

La reivindicación


Desde chico había soñado con ese momento. En honor a la verdad, lo había soñado diferente; pero no se quejaba. A pesar de los matices, entendía que lo importante era más o menos como lo había imaginado.
Arrancó el día nervioso, con movimientos delatores que devolvían la escena de un gato merodeando algún recoveco. Se desplazaba con pasos cortos en ninguna dirección específica. Iba y venía mientras hurgaba en el dial información sobre su equipo. La eventual vuelta olímpica no era tema de la agenda periodística nacional, pero algún interés despertaba. El cuarentón sabía inlcuso más de lo que podía escuchar en la radio; sin embargo era el atajo directo para achicar las ansiedades.
Cuando empezó el partido, paradójicamente, se calmó. Como si le hubiese causado más resquemor recorrer el abismo que experimentar el salto al vacío. A medida que avanzaba el relato se permitía disfrutar de la final, de la primera que jugaba su equipo.
La explosión del llanto lo sacudió una vez que el relator pronunció la palabra campeón. Antes, ni siquiera había gritado el gol del triunfo.
Condenado a todavía cinco años más en ese mismo lugar, el hombre se abrazó a los barrotes de acero y miró hacia el cielo, interrumpido por un techo descascarado y cubierto de humedad. Y sin decir, agradeció estar vivo para paladear la gloria.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El defensor convencido


La chica de la que estaba enamorado tenía por costumbre besar en la mejilla a los que hacían goles. Menos a su hermano, también jugador del equipo del barrio, ella bendecía con sus labios finitos y rosados a los eventuales goleadores.
Desde que jugaba, él nunca había convertido; los más de sesenta partidos, que a uno por sábado y teniendo en cuenta el receso por las vacaciones, representaban casi dos años de espera por aquel momento de gloria.
Si bien era muy chico, ya había aprendido que la pertenencia a un equipo implicaba compromiso. Su puesto de marcador central no lo abandonaba; en ese sentido tenía la catadura moral de una madre. Nunca había dejado desprotegido al arquero y tampoco habría salido a buscar su propia conquista, sin sentir en los huesos la culpa de incumplir su rol principal.
La vez que se permitió soltar amarras fue invitado por esa mirada cándida, que escondía la fuerza de un motor de barco. La había advertido un minuto antes del cruce providencial y la salida elegante. Después tuvo que superar a un rival que apretaba con ímpetu y levantar la cabeza para dar el pase a un compañero. Pero siguió, como quien aspira a la sorpresa.
Se dejó llevar ese hombrecito de diez años que, sin advertir la dimensión de su jugada, ya había pasado la mitad de la cancha. El acto inconsciente lo acompasó con otra gambeta y un amague que lo dejaron de cara al arquero contrario. Ahí ya no tuvo dudas; la dualidad entre avanzar o frenarse se reducía a acertar en el tiro, ese que podía abrirle la puerta del beso tibio.
A contramano de la futura sensación, el meollo debía zanjarlo con frialdad. Fue un instante, un pestañeo. El gol lo envolvió de abrazos que lo apretaron sin confundirle la imagen; el enjambre de compañeros a su alrededor no le impedían visualizarla.
Después del partido pasó lo esperado. Cuando se acercó a ella lo suficiente como para ser interceptado por el beso aunque conservando una sutil lejanía para no deschavarse tan burdamente, las piernas le temblaron. Ya en el momento del aterrizaje de esos labios dulces sobre su mejilla izquierda sintió que volaba y que hacer un gol era maravilloso y que –lo sabría más tarde– ese ruidito suave del beso era una melodía que no lo iba a dejar dormir.
Sin embargo, en el mismo instante que paladeaba esas sensaciones también se prometió, en silencio, que él, el último hombre de la defensa, jamás volvería a abandonar a su arquero.

jueves, 20 de octubre de 2011

El hombre al que le hubiese gustado ser ayer


El gol que más gritó fue, al cabo, el que lo arrastró a vivir con el deseo a contramano. Luego de aquella conquista, descolgó la ilusión del futuro para encajarla en la memoria; desde entonces, sólo quiso ser ayer. No había partido próximo que lo motivara ni rival que le devolviera las ganas de convertirle. La presencia permanente del pasado le quitaba la gracia a poder añorar. Lo suyo no era un estado de nostalgia; él era la nostalgia.
Acomodado al ayer, revivía en lugar de vivir. Su cinta mental era la letanía del gol que creyó mejor, el de la conquista que se había enamorado. Subestimó los cientos de goles que convirtió después y que ni siquiera festejó. Todos le parecían minúsculos ante la imagen que conservaba en mayúsculas, con letras indelebles.
Murió miserable de espíritu, ese empedernido hombre que cayó en la trampa del pretérito perfecto. Lo peor es que de aquel gol, el gol que él más gritó, ya no se acuerda nadie.

sábado, 8 de octubre de 2011

No estamos locos, sabemos lo que queremos (intérpretes, Santino e Ian)


Las derrotas confunden, demuelen la confianza, perforan los huesos, envejecen las ganas y arrancan lágrimas. Las derrotas también encarnan la virulencia para provocar peleas, hemorragias internas y hasta los más hondos dolores. Esas derrotas son las que confunden a los ya confundidos, demuelen a los desconfiados y envejecen las ganas de los viejos. Son esas derrotas las que arrastran a peleas a los que necesitan pelearse y hacen doler a los doloridos.
Hay otras derrotas, en cambio, que son derrotas aparentes.
Hay un equipo y dos casos. Una derrota profunda que parió dos victorias tan inversamente proporcionales a las actuaciones de Atlanta, en apenas cuatro días. Los casos son niños; la percepción genuina de dos enanos que agigantan la idea de los que pensamos que las derrotas, por sobre todas las cosas, afianzan los sentimientos.

Escena I. Después de la afrenta histórica de River, mi hermano quedó reducido a una versión desmejorada de sí mismo. Empapado de goles ajenos, de siete puñaladas, se abandonó a la cama.
Santino sabe que es de Atlanta, aunque no entienda todavía de qué se trata ser de Atlanta. Pero vio a su papá y heredó la derrota. Conmovido, le dijo:
—No importa, Atlanta no se rinde.
Y acto seguido pidió, inéditamente, ir a la cancha.
El cachetazo de ese miércoles negro lo devolvió a un terreno al que habíamos pretendido meterlo sin su permiso tantas otras veces. Pero no hubo caso hasta que la goleada en contra recayó sobre su cuerpo de seis años, tan joven como sus ganas de sentir que Atlanta no muere ni siquiera el ratito que dura la derrota.
Santino cumplió y fue a la cancha contra Instituto, otra partido espanta hinchas. Fue 0-4 en un festival de errores e impotencia que dejó la imagen desoladora de futbolistas, nuestros futbolistas, llorando y juntando las manos en señal de perdón.
—Otra vez fallamos— analizó Santino, ya en la calle.
Fueron tres palabras, no más. Suficientes para que mi hermano volviera a sonreír. Y para comprender que, muchas veces, las derrotas son triunfos disfrazados.

Escena II. Ian sorprende porque habla, piensa, pregunta y asocia como si fuese un adulto. De todas maneras, sus cinco años se evidencian más que en su tamaño, en la ingenuidad. Su frescura de hincha le permite tener doble y hasta triple camiseta, de ser necesario. Es (fanático) de Boca por su papá, de Atlanta por mi papá mi hermano y yo, y de All Boys, por el barrio. Puesto a elegir, se quedó con Boca y, como alternativa, Atlanta. Ahí se lo obligó a plantarse. Aceptó el juego y, un día, pidió ir a la cancha. Después de ir a ver a Atlanta su entusiasmo creció, aunque no tanto como cuando se consumó la derrota ante River. Ese partido lo vio y sufrió por televisión, y no fue capaz de correrse un centímetro hacia los dibujitos animados. Ian aguantó estoico todos los goles, sin caer en la tentadora trampa del zapping.
Dolido por lo visto, no le salió llorar. Pero después del pitazo final del árbitro miró a su mamá a los ojos, como sucede cuando se está por decir algo realmente importante. Y se largó a decir:
—Si juegan Boca y Atlanta, yo hincho por Atlanta.

lunes, 3 de octubre de 2011

Decidir


La vez que marcó el gol más maravilloso que alguien haya visto en la Liga estaba ella. Es obvio que debía ser así. Cualquiera que conociera la historia de aquel hombre sabría que sin su Musa en la cancha, él apenas era un jugadorcito al que lo sostenía su pasado. Justamente en ese tiempo pretérito engalanó las canchas con su andar fino, delicado, combinado con una velocidad de rayo y una fuerza inusitada. Características que podrían resultar improcedentes, en él contaban con el mérito de lo factible.
En realidad, el secreto era ella. Detrás de cada caño, gambeta o gol se encontraba la sonrisa aprobatoria de la Musa.
Cuando ella había dejado de ir a la cancha, el jugador que desafiaba lo imposible cayó en la trampa de la normalidad. Sin inspiración, su juego se pervirtió entre pases mal dados y búsquedas escépticas. El hombre se licuó entre los otros hombres y no hubo más gloria hasta la reaparición de la Musa, una tarde de lluvia.
Resultó instantáneo, un fogonazo; como una foto, click y listo. Verla y encenderse para causar una imagen imborrable. La jugada de las mil gambetas hasta el arco y más allá, que acabó con él perdido en el horizonte, brazos en alto, la garganta llena de gol.
Fue el miedo a deambular de nuevo por la cancha lo que provocó la paradoja; había vuelto ella, se había ido él.

(Al contrario de lo que parece, este post está dedicado a todos los hombres que no se resignan a vivir sin una Musa).

lunes, 26 de septiembre de 2011

Levante la mano el que es un distinto en el fútbol


En la charla familiar de los martes a la noche, Santino tomó protagonismo por su actuación futbolera de la tarde. Contó su papá que cuando llegó a verlo, el partido ya se estaba jugando; y que lo advirtió por todos, menos por Santino. El niño invicto de goles miraba hacia arriba. Estaba concentrado en una luz; justamente, ahí hacía foco. Y sigue su papá diciendo –con ánimo de denuncia–, que su hijo se activó en el partido cuando advirtió su presencia. Entonces corrió sobre el ramillete de piernas que encubría la pelota, sin que su aparición repentina causara ninguna alteración en la jugada. Hay sonrisas. Mi madre sospecha que no hay complicidad, sino burla por su nieto. Y entonces sucede lo imperdonable, lo que colma los límites. Apunta mi hermano que hubo un gol, el segundo de los contrarios. ¡Y Santino lo festejó! Se escapan las carcajadas. El tipito escucha, de costado, porque mientras el relato sucede, él mira los dibujos animados. Sí, repite el padre; estaba desatento y festejó el gol rival, como si fuera de su equipo. Una vez que se dio cuenta, se agarró la cabeza con las dos manos. Tarde. Mi papá golpeó la mesa para exagerar la risa, mientras remarcaba que su nieto era un fenómeno.
Y arremetimos con sentencias; todos opinamos. Desde su mamá rescatando el espíritu solidario de su hijo, que se alegraba por la fiesta de un gol, a pesar de los supuestos perjuicios en carne propia; hasta las sospechas de mi hermano y mías, que empezamos a abandonar la idea de un potencial Messi. Por ahora del crack del Barcelona, Santino tiene sólo la camiseta.
El protagonista que se mantuvo mudo en la escena no enciende ninguna defensa sobre la falta de gol ni otros señalamientos acerca de su juego. Él sigue mirando el foco; otro foco, ahora el de la televisión.

lunes, 19 de septiembre de 2011

El director técnico menos pensado


Don Heráclito les aclaró que no sabía, a los que sabían que él no sabía. Sin embargo, prefirieron hacer de cuenta que no sabían lo que sabían. Sin más remedio pero tranquilo con su conciencia, Don Heráclito aceptó el desafío.
Nunca había dirigido a un equipo, aunque su aire de hombre erudito despertaba la fantasía en los demás sobre sus posibles conocimientos de fútbol. A Don Heráclito le gustaba pensar acerca de la mirada de los otros. Entendía que le conferían sabiduría por su excelso criterio y no por la ignorancia ajena. Y así funcionaba de alguna manera el pueblo: todos creyendo en alguien que no fuera sí mismo. La excepción era Don Heráclito. El asunto era que él bien sabía que de fútbol no sabía.
Dirigió al único equipo del pueblo por una cuestión de necesidad. Cuando lo convencieron sus coterráneos que dependían de su arenga o lo que fuera para ganar un partido. No era un partido cualquiera. El pueblo se jugaba el orgullo –que por aquel lugar con pocas pretensiones era exclusividad del fútbol- ante sus vecinos. Los rivales eran del pueblo de la Eternidad, que se jactaban de tener un nombre trascendental. Creían, incluso, que la sola denominación implicaba una pertenencia literal; era usual que entre los habitantes de ese distrito se prodigaran con convicción aquello de “no te mueras nunca”.
Don Heráclito encendió su alocución en la previa del partido que iba a determinar quién se quedaba con los terrenos ubicados en zonas donde los dos pueblos decían tener jurisdicción. Les habló a sus dirigidos de moral, de filosofía, de historia y, finalmente, les acercó una única premisa futbolística:
—Metan la pelota en el arco, manga de inútiles— los conminó.
Tocados en el amor propio, los muchachos que contaban las derrotas de a cientos y los mínimos triunfos como hazañas salieron a jugar para ganarse esa porción de la tierra.
Mientras transcurrían los minutos, Don Heráclito leía un libro y cada tanto levantaba la vista para relojear en qué andaba el partido. Cuando advertía alguna mirada inquisidora de conceptos, soltaba un “sigan así, van bien”.
El improvisado director técnico no reparaba en los goles del rival, que a cinco minutos del final ganaban por cuatro. Avisado sobre la inminente derrota, en ese momento Don Heráclito guardó el libro y se acomodó el sombrero. Entonces se paró, se subió el pantalón casi hasta el ombligo y entró a la cancha. Ante la sorpresa de todos, se agachó y tomó un poco de tierra. La pantomima incluyó un discurso en plena cancha:
—¿La tierra, para qué quieren tanta tierra estos tipos? Ya sé, estos muertos van a necesitar hacer un cementerio.
Los de la Eternidad se sintieron heridos en lo más hondo del orgullo y enfurecidos emprendieron la carrera hacia Don Heráclito.
No hubo un sólo jugador de aquel equipo que no le haya pegado. El árbitro suspendió el encuentro que, al otro día, un tribunal de la ciudad cabecera del partido le daría por ganado a los que habían padecido una goleada.
Don Heráclito se enteró de la noticia en el hospital. Y sonrió porque sabía que los demás sabían que él de fútbol no sabía nada. No hacía falta.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Patear contra el olvido


En un pueblo donde la muerte es casi tan respetada como el fútbol, el cementerio le sigue a la cancha como lugar sagrado. Obviamente, las tumbas evidenciaban los pasados. El criterio utilizado para consagrar a los muertos es futbolero.
Si se considera que alguien fue generoso, se lo sepulta con el número diez; homenaje al enganche, capaz de disfrutar más de una asistencia que del propio gol. En cambio, a los menos queridos se los condena con algún puesto de la defensa; ergo, se los entierra atrás, bien al fondo. Mientras, los que tuvieron una vida solitaria son ubicados en el panteón conocido como “el de los arqueros”.
Los héroes del fútbol gozan de una sepultura especial. De todos ellos, el pedestal es para Francisco Cremolatti. El hombre se quedó helado el día que le dieron la capitanía, para jugar la final contra el pueblo vecino. Salido del aturdimiento, Cremolatti asumió con gusto los honores. Era el nueve del equipo, el goleador. Sin embargo, se sorprendió cuando le concedieron la cinta. Su impronta de gol no necesariamente reflejaba su capacidad de liderazgo. Imbuido en las tareas de capitán, hizo aflorar la hombría que, en definitiva, le permitiría tener un sitio de privilegio en el tan ponderado cementerio.
Con un tanto marcado sobre la hora, se abrazó a la historia como ningún otro. El pueblo le rindió culto en vida, aunque atento a las costumbres póstumas esperó por su muerte para honrarlo debidamente.
Dicen aquellos hombres y mujeres eternamente agradecidos, que así tiene que ser. Que si alguien sigue vivo en la memoria, se hace de cuenta que no murió nunca. La gente, esa gente, todavía le lleva a Cremolatti comida a su tumba.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Verdaderos legados


Hace muy poquito escuché a un chico quejarse ante su abuelo porque no le creía lo que ese hombre le contaba de un jugador maravilloso, que le sacaba la lengua a los arqueros para distraerlos antes de hacerles el gol. Enojado, el chico le insistía a su abuelo por historias reales, cualquiera sea que él le pudiera creer. Y me quedé pensando. Un rato, bastante rato. Me consuela suponer que ese señor canoso finalmente podrá transmitirle la magia del fútbol a su nieto, con otras verdades mentidas.
Ese chico y su abuelo activaron mi propia máquina del tiempo. De pronto recordé que siempre me gustó que mis abuelos me mintieran leyendas de fútbol. Para mí, ésas eran las historias auténticas.
Si yo tuviera nietos le inventaría verdades que sucedieron en una cancha de fantasía. Y estoy seguro de que no podrían resistirse a la risa o la exclamación exagerada. Les contaría con la convicción que ameritan los relatos legítimos que una vez un futbolista se gambeteó a sí mismo y no pudo volver a verse. También me deleitaría que creyeran que hubo un delantero que no quería hacer goles porque le gustaba que la gente estuviese en silencio. Si exigieran explicación, les diría que los evitaba porque esa calma muda le hacía acordar a las siestas de la infancia, en la casa de sus abuelos.
Y trataría también de impresionarlos con el arquero al que le hicieron miles de goles, porque se dedicaba a atajar la sombra de la pelota. Ese era un hombre –les indicaría- al que le gustaban los grandes desafíos.
Por último, los entusiasmaría con la fábula del árbitro que prefería amonestarse y hasta expulsarse antes que sancionar a los jugadores. Argumentaría que, al parecer, de chico había sufrido demasiado castigo y quería salvar de esa suerte a los futbolistas.
Yo quiero contar esas historias. Me sentiría como un equipo que gana por goleada si ellos, mis futuros nietos, alguna vez se dejaran seducir por estas verdades y no por la realidad, siempre tan irreal.

martes, 30 de agosto de 2011

Descubrir un mundo


Es cierto que el Marquitos era un crack, que hasta ese momento tan revelador había sido el mejor del partido, como siempre, y que si ganábamos esa final era por él, y nada más que por él y que, además, nosotros lo sabíamos bien, porque si algo le gustaba al Marquitos era jugar al fútbol y jugaba bien el Marquitos y los rivales nos cargaban, nos decían que éramos unos burros y el Ruso Luis se ponía a llorar, porque en esa época, en la que se habían separado sus padres, el Ruso lloraba por cualquier cosa, y más por cuestiones referidas al fútbol, en la que están en juego el orgullo y la hombría entendida en chicos de diez años, entonces nosotros mancomunábamos los esfuerzos para que Marquitos no tuviera que tomarse la molestia de correr y le dábamos la pelota a él, que era el único capaz de hacer un gol o algo que nos alejara de la humillación que fuera, como ese día, en el que el Marquitos la estaba rompiendo, y mientras nos ponía a salvo de la derrota, disimulaba nuestras miserias con una actuación inolvidable, porque el Marquitos sacaba la cara por todos, por eso también lo queríamos tanto al Marquitos, por esa sensibilidad muda que nosotros percibíamos en él para regalarnos lo que, al cabo, serían los recuerdos más cercanos a la felicidad, como los de esa final, la que ganábamos por él, por Marquitos cómo no, que había hecho todos los goles y que no paraba de gambetear y hacía que se nos inflara el pecho, porque el Marquitos era de nosotros y fue así, todo el partido así hasta que un grandote lo bajó de atrás y el Marquitos se deslizó por el cemento boca abajo, con la brazos estirados y aterrizó afuera de la cancha, entre las piernas de una señorita de once o doce años, a la que el Marquitos sin querer, en un golpe de vista, le vio la bombacha rosa.

martes, 23 de agosto de 2011

Invictos


Los gordos tenían un equipo maravilloso; no por su capacidad para producir resultados exitosos, sino por su identidad. No hacía falta agregar palabras si se mencionaba a aquellos futbolistas tan saturados en grasas como en buenas intenciones para jugar. Los gordos eran un equipo, tenían concepto. Pisaban y amasaban la pelota; sí, también se la comían. Ojo, como parte de asumir el concepto.
Aquel equipo invencible en la balanza era una calamidad para los exitistas, que no admitían la sucesión de derrotas. Los gordos todavía ostentan el récord de sesenta partidos sin ganar. A favor de ellos, estremece la conducta: en ninguno de esos encuentros sufrieron expulsiones ni tampoco discutieron o se reprocharon goles en contra.
El entrenador que se hizo cargo al año siguiente no sabía tanto de táctica como de dietas. Les exigió a sus jugadores que perdieran kilos y ganaran partidos. Sin recetas que revolucionaran el esquema futbolístico, aplicó el plan. Los gordos no tan gordos habían perdido el hambre de gloria, sobre todo porque se habían quedado sin impronta. Su pretendida condición estética había sido socavada por un técnico que los desvalorizó. Y que les inculcó un problema que para ellos no lo era. Los gordos no querían ganar; simplemente, divertirse, transpirar, correr, aplastar rivales en alguna caída, sentirse orgullosamente gordos.
El desastre devino a partir del nuevo método. Con la carga emotiva y física de ya no ser, los gordos se desmotivaron, aun ante eventuales triunfos. El sello distintivo lo perdieron a manos del masomenismo; pasaron a considerarse más o menos gordos, más o menos perdedores y, por lo tanto, se divertían más o menos. Al poquito tiempo, el equipo que salía de memoria se disolvió. Pero no los recuerdos de esos gordos que una vez, aquella vez, se rieron de sí mismos. Sólo los que alcanzan esa condición pueden sentirse verdaderos ganadores.

martes, 16 de agosto de 2011

La misma cancha en la que jugamos todos


Para aquel partido se habían congregado la Muerte, la Paciencia, la Libertad, el Miedo, la Duda, la Inteligencia, la Soledad, la Culpa, el Deseo.
Eran las estrellas de dos equipos intangibles, que ni siquiera se identificaban con camisetas. Este último detalle esconde el fetiche de las apariencias, que arrastró a la confusión a los propios protagonistas. Sucedió que, paradójicamente, el miedo y la inteligencia, rivales en la cancha, muchas veces se pasaron la pelota por desconocimiento. Entendible del miedo, que de ahí proviene; por cuestiones lógicas, nadie pudo explicar lo de la inteligencia.
Mientras tanto, la Libertad sufrió las ataduras de un esquema férreo. Para colmo, tenía encima la marca de la Culpa. Se sabe, la Culpa no permite que la Libertad se manifieste.
Hubo duelos interesantes en el terreno de las suspicacias. Cómo entender, sino, que la Duda haya podido resolver, en algunos pasajes, a quién darle un pase.
La gran jugada llegó sobre el final. No hay certezas del resultado, por lo que bien vale describir el momento en el que participaron todas las figuras convocadas.
La Duda se enredó con la pelota y la perdió ante la Paciencia, que esperó el instante exacto para quitársela. El Deseo no se aguantó las ganas a sí mismo y a mano levantada abogó por una asistencia. Por no sentirse que le quitaba protagonismo a los demás, la Culpa tocó muy rápido el balón cuando le llegó; y encima, hacia atrás. Ahí esperaba la Soledad, sin marca. Su primera reacción fue buscar con la mirada a la Libertad, pero le faltó coraje y le largó la pelota al Miedo. Con suma cobardía, el Miedo se deshizo del balón, que tomó la Inteligencia. Quizás hubo azar en que le cayera la pelota; no en lo que vino después. Fue la Inteligencia y no otro la que pensó, reflexionó y dejó de frente al arco a la Libertad, con una habilitación matemática. A la Libertad no le quedó más recorrido que enfrentarse con la Muerte. Duelo clave. Primero dudó, al sentirse tan sola; con paciencia amagó para ver si la Muerte le entregaba pistas sobre cómo iba a moverse. Sintió miedo cuando vio que su rival no se inmutaba; hasta tuvo culpa por ser la encargada de definir una instancia tan crucial, sin tener la convicción necesaria. Con el deseo de superar el último escollo, logró actuar con inteligencia. La Libertad tiró la pelota hacia delante y le ganó en la carrera a la Muerte. La gambeta fue un sutil movimiento de cintura; el preámbulo para encontrarse de frente con el arco vacío, lleno de vida.

lunes, 8 de agosto de 2011

Tesoros de la mente


La nostalgia nos convierte en cazadores furtivos del pasado. Ahora mismo es pasado; todo es pasado. Vivimos el presente atrapando las imágenes que iremos a buscar cuando la mano venga torcida. En ese intento por retenerlas, ni siquiera nos importa tener la sospecha de que no serán tal cual las queremos conservar.
En el fútbol, los hinchas solemos acudir a nuestra memoria para rescatarnos del desasosiego cuando el equipo no besa la gloria. Recordamos, pues, lo que creemos; nunca lo que fue.
Mi imagen recurrente es la de un nene feliz, llevando la pelota mientras el otro partido se jugaba. Al pie de la tribuna jugaba ese nene con otros nenes, al tiempo que su equipo hacía un gol. La gente gritaba exultante de alegría lo que ese chico de seis años entendía como algo que también había que celebrar. No sabía bien qué, por eso no interrumpía su partido paralelo al partido. Sin embargo, la continuidad del juego era con un orgullo mayor al de antes del festejo.
Sabía el nene que lo estaba mirando su papá. Sabía también el nene que su papá no desatendía el partido de los jugadores, que llevaban en la camiseta los mismos colores que él. Si él hacía un gol, nadie lo iba a gritar. Pero estaba seguro de que su papá se iba a poner contento. Y gambeteaba con la intuición de que su público, su único público que era el papá, después lo iba a felicitar.
Empatía de hijo, él, que a esa altura era más comedido que hincha, le iba a preguntar a su papá cómo había salido el equipo. El chico aquel no recuerda que su padre, por entonces, alguna vez le haya comentado sobre una derrota. Con el tiempo dedujo que la solapada mentira respondía a generar momentos. Cada vez que el papá le respondía que habían ganado, los dos se abrazaban y cantaban y, además, hablaban de las jugadas del partidito jugado al costado del partido. No sé si alguna vez el papá le prestó suma atención al nene que se divertía mientras su equipo jugaba por los puntos. Al nene le gustaba pensar que sí.
La imagen la guardo indeleble en mi memoria. La de ese nene que era yo, aunque no debía ser exactamente yo.

martes, 2 de agosto de 2011

Quiero verte otra vez


No maté al niño que llevo adentro. A veces hay situaciones que nos ponen de frente a nuestra niñez, la que se supone dejemos atrás; se supone que la determinación de semejante abandono es la pérdida de ingenuidad. Y que lo refrenda el documento, ese flagrante mentiroso. Si de nuevo sentimos cosquillas en el alma, el niño está. No ha muerto.
De mi infancia conservo imágenes muy vívidas vinculadas con el fútbol; recuerdos de colores. De jugar y de ir a la cancha, también. Mi memoria tiene conmigo la gentileza de guardarme como un tesoro aquellos momentos. Ese es mi capital, el que me permite seguir siendo un niño en envase de adulto.
Tengo la teoría que el presente es la superficie para bucear en las profundidades. Algo nos pasa y nos conectamos con lo que somos; la génesis siempre está adentro, invisible.
Ayer sucedió que me enteré que el sábado puedo ir a la cancha; mi equipo debuta en el torneo, con lo que implica presenciar algo que nace. Todo nacimiento implica ilusión; esa es la palabra mágica de la infancia y la herramienta de cambio cuando crecemos. Cambiamos, nos renovamos, queremos nacer de nuevo, otra vez; si mantenemos la ilusión, somos niños envejeciendo.
Me pone realmente contento poder ir a la cancha, me lo permite el horario de la mañana. A esa hora no hay obligaciones que me hagan cambiar de plan. Es la hora de ser niño, de sentir cosquillas en el alma. Juega Atlanta y voy a estar.

viernes, 29 de julio de 2011

Me toca ir al arco


Hay quienes sostienen que el fútbol es un estado de ánimo. En realidad, el concepto no escapa a la lógica de la humanidad: somos un estado de ánimo. Los estables tendrán un estado de ánimo más o menos estable; los inestables fluctuarán mucho más en sus emociones. Y en el medio estarán los otros, gente que no conozco.
Si la vida pudiese medirse a través del fútbol, los invito a jugar: ¿cómo se siente cada uno de ustedes ahora, si se tuviera que definir en algún puesto de la cancha?
Pensemos en la desprotección del arquero, la solidaridad del volante central para rasparse y que se luzcan los demás, el egoísmo del goleador; en esas características que definen personalidades y momentos; y viceversa.
El que escribe carga con la obligación de desnudarse primero, necesariamente. Por eso sabrán ya mismo que alguna vez fui diez (y me sentí ídem), a cierta edad jugué de cinco, de dos, de nueve, de cuatro, de ocho, de cuatro y de ocho al mismo tiempo (producto de la ciclotimia y no tanto de disposiciones tácticas), de once. Lo que nunca había sido es lo que soy ahora. Al menos, lo que siento ahora. Y si lo fui, no me había dado cuenta.
En este instante (no sé dentro de un rato) mientras ustedes leen esto, yo soy arquero. Estoy en el lugar de la cancha en el que hay un tipo ahí, parado, solo. Con la responsabilidad enorme de no poder fallar, porque si esa eventualidad ocurre, él paga como ninguno por perjudicar a todos. Detrás está el arco, ese vacío existencial que debe proteger con el cuerpo. Si lo logra, gozará de abrazos efímeros; sino, lo espera el escarnio. Nadie como el arquero es tan individuo en una cancha. El deporte de masas, que se juega colectivamente, tiene a un hombre apuntado para que no encaje en ese modelo. Para aislarlo aún más, es a quien se le permite utilizar las manos sin riesgo de ser sancionado. El lenguaje corporal del arquero es, en definitiva, único; los demás, mientras, se manifiestan entre ellos, con el idioma de los pies.
Ahora bien, no es que esté solo. No. Hablamos de estados de ánimo, no de realidades tangibles. Y como en este instante soy arquero, puedo advertir que la soledad es, en esencia, una brutal paradoja; permite que convivan en mí cierta tristeza y un sentimiento de libertad que me llena de profunda alegría.
No sé ustedes.

lunes, 25 de julio de 2011

La señora a la que no se podía gambetear


La viuda de García juraba que tenía los mejores recuerdos de su marido. El hombre había muerto por un pelotazo propinado, curiosamente, por quien después se convertiría en el amante de la susodicha. El recorrido final de la pelota había sido involuntario del ejecutante. Propulsado por un pie enorme, la velocidad y potencia del impacto había provocado el desmayo de García, que cayó sin amortiguación alguna y se desnucó.
Asfixiado por la culpa, el inocente asesino se retiró del fútbol. Como reflexionara más tarde un viejo en una mesa de café, su acto fue más producto de la cobardía que de la ética. La prueba cabal fue que, frustrada su carrera deportiva, el tipo buscó refugio en los brazos de la última dama en que debió hacerlo.
A la cancha, sólo volvió como hincha. Fue en el clásico del pueblo donde el ex futbolista encontró la muerte y dejó doblemente viuda a la viuda de García. El corazón le dejó de latir, caprichosamente, instantes después del gol convertido por el nueve del rival.
Fatídica coincidencia, el goleador que, sin quererlo, provocó la muerte del amante de la viuda de García pasó una noche con ella, un mes después de ese episodio. A la velada no le faltaron romanticismo ni promesas de nuevos encuentros. Sin embargo, el delantero murió tras recibir un golpe de un arquero, que salió del área chica en busca de un córner. El puño cerrado impactó primero en la pelota y, milésimas de segundos más tarde, en la cabeza del pobre desgraciado.
Poca gente como aquel arquero sabía de esa saga de muertes ridículas. Ninguno como él, entre los vivos, la padeció más. Su enamoramiento por la viuda de García jamás dejó de ser platónico, por razones obvias. Aclaración mediante, ningún futbolista intervino en el momento crucial de su vida. Lo encontraron luego de dos días sin saberse de él, recostado en su cama, con un vaso de whisky a medio tomar, apoyado en la mesita de luz.
Lejos de la cancha como escenario fatal, el ex arquero quiso evitar su destino. Y murió de amor.

martes, 19 de julio de 2011

Desenmascarados


“Permiso”, dijo el respetuoso. “Pasá por otro lado”, le espetó el egoísta. La tribuna estaba completa, como pocas veces. El hombre del protocolo quería filtrarse por donde no cabía la anchura de su cuerpo. El otro habló de bocón, impulsado por un espíritu pragmático. El más grandote le clavó la mirada sin suspirar ni una letra. El esmirriado lo correspondió con silencio; su aparente individualismo no le impedía reconocer un mensaje tan claro.
Con cuidado, el de los buenos modales se acomodó para ver el partido. Al lado, sin compañía, quedó el que no lo conocía, pero que le había lanzado una frase que no pasó inadvertida.
Durante casi ochenta minutos se ignoraron. Hasta que llegó el gol. Echado al ruedo de las emociones, el egoísta lo abrazó; quería compartir ese momento glorioso. El respetuoso, en cambio, se lo sacó de encima, sin siquiera disculparse.
La evidencia más genuina arruinó la ficción. Fue recién en el instante del gol, que aquellos hombres se mostraron realmente cómo eran.

jueves, 14 de julio de 2011

El mayor de los triunfos


En aquel reino animal habían decidido dirimir el poder con un partido de fútbol. Por un lado, los animales grandes y vigorosos; por el otro, el equipo de los que nada tenían a la vista para alcanzar un triunfo.
Para evitar que se desalienten después, les anticipo que no hubo un resultado mágico; por el contrario, se impuso la lógica de una goleada para los animales de cuerpos más dotados. Hecha la pertinente advertencia, se prosigue a contar:
Las diferencias eran notables. El elefante era el arquero que no permitía posibilidad de gol alguno, por la sencilla razón de que su tamaño era mayor que el del arco. Y en el ataque, la fórmula era repetida pero letal: la pantera desbordaba y le tiraba centros a la jirafa, que incluso debía agacharse para cabecear. Pobrecita la rana que debía marcarla; saltaba, como tontita, incapaz de molestar a semejante apología del estiramiento. Encima, compañero de la rana era el caracol, que andaba rengo por una patada que había recibido de un oso hormiguero que jamás advirtió su presencia. Sin el diez en condiciones, sin ese jugador pensante, los animales más chiquitos perdieron la posibilidad de generar jugadas ofensivas. El león se reía con soberbia de los esfuerzos inútiles de un equipo que en el primer tiempo ya perdía 14 a 0.
La estrategia de los perdedores cambió para la segunda parte. Mancomunados en el esfuerzo, dejaron de perseguir el éxito como valor absoluto y jugaron a jugarse el estilo. Impusieron acciones colectivas que despertaron la aclamación en las tribunas, como aquella en la que la tortuga, montada sobre el conejo, logró estirarse para cabecear. O cuando un grupo de hormigas se lanzó desde una abeja hacia la pelota, para empujarla con la fuerza de cientos de patitas.
Hubo un gol; un sólo gol de los esforzados animales que, al cabo, perdieron 35 a 1. Una conquista chiquita en apariencia, que desafió las estructuras. El ratón recibió un pase quirúrgico del gato con botines y se filtró por debajo de la pesada pata del elefante, que intentó someterlo al aplastamiento. Herido en su orgullo, el trompudo barritó para reclamarles a los defensores. Y desató el escándalo. Una vez terminado el partido, los ganadores continuaron con los reproches entre ellos y, enojados, les hicieron gestos a los animales del público, que les silbaron la conducta.
En cambio, los jugadores invisibles del reino festejaron la hazaña de un gol, pero mucho más la manera que se habían autoimpuesto para jugar. Y entendieron que las miserias individuales se superaban colectivamente. La ovación que se llevaron marcaba el devenir de aquel sitio habitado por animales. Ahí, desde entonces, el pueblo manda y el gobierno obedece.

domingo, 3 de julio de 2011

Caer en la cuenta


Se miró tan para dentro, que cuando se descubrió se asustó del que no sabía que era. El espasmo le duró un ratito insignificante a los ojos de la humanidad; a él lo marcó para siempre. Lo advirtió en medio de un partido, de uno cualquiera que devino en revelación personal. Acaso nadie hubiese podido recordar aquel 0 a 0 sin ningún elemento que lo hiciera brillar.
El tipo recto de pelo engominado, porte erguido, esa cáscara que blindaba su espíritu inflexible, de pronto encontró luminosidad en un partido tan negro como su uniforme.
Hasta ahí, la tarea encomendada la había aplicado con su habitual rigor, sin que lo perturbara el contexto. Estaba acostumbrado a que le insultaran la investidura, más por tratarse de un abanderado de la sanción extrema. Era árbitro para canalizar una vocación cercana a la vigilancia y no tanto a la justicia. Botón, botonazo de gesto adusto que gustaba de sacar la tarjeta roja para castigar hasta la miseria más mínima.
La blandura le surgió por una jugada rápida dentro del área. El nueve del Atlético fue tomado por un defensor rival, que le corrió el pantalón hasta desnudarle una nalga. Penal clarísimo. Una falta que el hombre de la mirada telescópica jamás hubiese dejado de cobrar. La fatalidad de la distracción lo bañó de insultos, incluso del propio delantero.
La cancha era un coro gregoriano de puteadas. La sinfonía del “hijo de puta” gozaba de la voz de mil tenores improvisados, renuentes a aceptar lo inaceptable.
El árbitro se quedó impertérrito, con el pensamiento en un lugar que no era exactamente aquel. Tenía el corazón a los saltos, aunque no era capaz de absorber ni uno de los insultos. Sordo a la escena, el castigador castigado estaba en estado de shock, en plena introspección. Le temblaban las piernas de sólo pensar que fuera así. Pero no podía evitarlo.
Su coraza se desmoronaba mientras la imagen de ese pedacito de culo se le impregnaba indeleble en la mente. Fue un segundo, un instante de volver en sí y de ver delante suyo, de frente a su cara, al nueve que seguía con su reclamo. El juez había recuperado el sentido de mirar lo que pasaba, pero no el de escuchar; apenas advertía el movimiento de la labios de ese muchachito rubio, que clamaba por justicia. En cambio, ya muerto de ganas, el señor de la moral recia le estampó un soberano beso.

domingo, 26 de junio de 2011

Esperando un gol


Apagó la luz e intentó dormirse. Fue un acto reflejo; de antemano sabía que un propósito semejante no iba a suceder. Cómo pensar en que el cuerpo se relaje hasta echarse a dormir, después del descenso. Lo perturbaba la trampa; despierto era imposible soportar el dolor de una afrenta tan grande. Su abuelo y su padre no lo habían preparado para el cadalso. Al contrario, siempre le habían endulzado los oídos con historias felices, de partidos y jugadores heroicos. Su espíritu estaba acomodado a una cultura futbolera predispuesta a la victoria. Cómo absorber, pues, individualmente la tragedia; no puede uno romper lo colectivamente construido. Prisionero del contexto, supuso hasta el último momento el cachetazo a la realidad. Que el gol llegara, que la historia no quedara tan jodidamente ofendida.
Encima, el tipo de la radio le sostenía el ánimo. Prometía la conquista inminente, que el rival iba a ceder, que seguro así, tan metido atrás, no iba a aguantar. Le insufló ánimo ese relato visceral, de alguien que parecía tan hincha como él. Era un gol, nomás. Pedía eso, no tanto como para que no se le concediera la gracia. Repasaba su vida para encontrar virtudes y algún costado filántropo que lo hiciera merecedor de no sufrir. El hombre creía en los méritos individuales; un pensamiento absurdo, que le mantenía despierta la esperanza. Cómo pensar que en él se depositaba el destino de tantos. La desesperación lo tenía confundido. Y mientras los nombres de los jugadores sonaban en la radio, se le cruzaban los deseos y las teorías ridículas. Y rezó y prometió y ya no escuchaba, porque el partido, creía, lo resolvía él o nadie; su equipo era un manojo de nervios a la deriva, incapaz de reencauzar el resultado.
El tipo de la radio le contó el final. Lo imposible pasó y él, tan creyente de los castigos focalizados, no se perdonó la derrota. Intentó dormir, sin hacer un esfuerzo efectivo. Más bien se dio el tiempo para pensar un instante chiquito sobre un acontecimiento tan grande. No había equivalencias entre el tiempo de reflexión y lo actuado. El hincha, el que asumió la culpa, se quedó tendido en la cama, en aquella pieza helada. Antes, se descerrajó un tiro justo en la boca.

miércoles, 22 de junio de 2011

Vínculo


El señor no es como otros señores, que andan mostrándose para que otros digan que lo son. Este hombre es un señor en serio, sin jactancias. Además, cuenta con la simpleza de los que ya resolvieron lo complejo; sabe bien, este señor, que nadie es más que otro. Por eso observa mucho, dice poco y en esas disquisiciones cotidianas se hace señor sin saberlo. A mí, por ejemplo, me enseñó que uno tiene grandeza cuando aprende a perder y que el éxito no es un valor. Me lo dijo casi sin decir, por lo que, intuyo por su humildad, jamás se atribuiría semejante lección.
Su escenario fetiche para la metáfora suele ser el fútbol. Es el ambiente que le sienta mejor a este verdadero señor al que vi emocionarse por las cosas más chiquitas y evidenciar su don de gente aun en las peores circunstancias de un partido.
Este señor, mi papá, fue el que me enseñó silenciosamente cómo hay que mirar la vida. Y encima, como si hiciera falta algo más, fue el que me hizo de Atlanta.

miércoles, 15 de junio de 2011

Jugársela


Fue una tarde en el campito, en esos partidos que se juegan por el honor y la gaseosa. Tenía 12 años recién cumplidos, absoluta pureza, cuando la vi por primera vez. Quizás haya sido un premio a la generosidad, pensé luego de un tiempo. La pelota se había lejos, algo que sucedía repetidamente si la jugada no terminaba en gol. No había pared ni nada que contuviera un remate desviado. El ocasional voluntario para ir a buscar la pelota solía ser el que más cerca quedaba del arco; pero a los 12 años, además de ingenuidad, el hombre está poseído por una vagancia visceral.
Lo mío fue un arranque, una reacción providencial. Apenas percibí que la pelota se perdía por el costado del palo izquierdo empecé un trote que transformé en pique para recorrer los casi cincuenta metros que había hasta el paredón del fondo. Todavía no me explico semejante actitud desprendida; ni siquiera tropecé con la idea de hacerlo por mi compañero. Fui por impulso, ganado por la voluntad misma. Y resultó que, como si se tratara de un plan canje inmediato, mi arrojo tuvo premio. Ella estaba ahí, cerquita de la pelota. Me quedé quieto, embobado. El impacto de su frescura me aceleró el corazón y me puso de frente a mi propia estupidez. En lugar de hablarle, de buscarle su mirada dulce, agarré la pelota y sin mediar ni un atisbo de saludo me di vuelta y rajé para el campito. Llegué con las piernas temblando, parecido a lo que debe sentir el que corre una maratón sin estar acostumbrado.
Lo que siguió del partido no puedo contarlo; yo ya no estaba conscientemente ahí. Mi único propósito se limitaba a ir en busca de alguna otra pelota perdida, con la esperanza de volver a verla. Elaboré tantas estrategias por si se repetía lo irrepetible que mi desconcentración se volvió evidente a los ojos de cualquiera. Para peor, el partido estaba picado.
Hacía ocho tardes consecutivas que no lográbamos un triunfo ante nuestro rival de toda la infancia. Sin embargo, por primera vez no me importaba ganar o perder. Pifié un gol hecho, según parece por el nivel de insultos, en el momento en que se me había ocurrido la frase inicial que tenía que decirle a esa belleza. Daba vergüenza mi ajenidad a un partido que para todos los que estábamos ahí, por una hora, siempre resultaba de vida o muerte. Lo más condenable sucedió al final. Perdíamos por un gol y ya prácticamente no había luz natural, el indicador para determinar el final del partido. No sé cómo me cayó un pase en los pies, sin marcas, con el arquero a unos metros por delante. El arquero y yo, nadie más. Corrí derecho mientras mi cabeza jugaba a la ruleta rusa. Era ella y el arquero; la chica hermosa o el honor a salvo, el mío y el de mis compañeros. Dependía de mí, un hombrecito que hacía un rato había decidido ser generoso para buscar una pelota perdida por el fondo. Yo, el idealista; el que tenía conciencia social a pesar de cierta superficialidad, lógica de la edad. No podía fallarles a mis amigos. Y abrí el pie. Lo abrí todo lo que pude y pateé abajo, lejos, bien lejos del arco. Nunca detuve la marcha; seguí como una flecha detrás de la pelota, mientras el coro de insultos se hacía cada vez más lejano. El gol se lo hice a la vergüenza; entre las voces perdidas, fue que a ella le dirigí la primera palabra.

miércoles, 8 de junio de 2011

Ese arquero era macho de verdad


Advertencia: el siguiente post contiene palabras de alto contenido escatológico. Los impresionables, abstenerse; los otros, en cambio, pueden seguir sin que decididamente les resulta una absoluta mierda.

Mi amigo Juan me contó el día que vio y olió –porque me jura que se olía a cinco metros de distancia- cagarse encima al arquero de Atlético Saliqueló. En ocasión de un penal que podía definir el descenso de su equipo, aquel muchacho del que se preserva el nombre improvisó un espectáculo excrementicio de cara a la hinchada que estaba detrás.
Juan dice que tanto prolegómeno antes de la ejecución le tuvo que haber jugado en contra. Traducido al criollo, la antesala habrá sido para él un momento de mierda. Literal, porque cuenta mi amigo que el flaquito ese se cagó hasta las patas.
Trató de parar la chorrera sucesivamente con ambas manos, pero no hizo más que enchastrar los guantes blancos, devenidos marrones. Estoico en su escena de héroe o personaje anónimo, según su suerte en el arrojo, demostró no ser cagón a la hora de poner la cara. Y ahí aguantó, a pie firme, culo fruncido, pantaloncito sucio, completamente hediondo. En esos casos es cuando se ven los valientes de verdad, los que no se borran ante la primera eventualidad. El arquero cagado no se cagó.
Llegado el momento crucial abrió los brazos y piernas, y se hizo ancho, anchísimo, sin intención de disimular lo evidente. Era como un cóndor con las alas desplegadas; eso parecía, un cóndor. Un cóndor cagado, pero cóndor al fin. Apenas el delantero sacó su remate seco, el flaco despegó del piso y voló raudo hacia la pelota, con destino de ángulo. Juan me dice que todavía repasa la jugada y la visualiza en cámara lenta. El arquero pasando delante de él, manos abiertas, la caca líquida salpicando el pasto. Fue la atajada más maravillosa que mi amigo me jura haber visto. Quizás fue el impacto que causaba la mierda, pero dice que no, que no está contaminado por la circunstancia; que el vuelo fue realmente el de un cóndor. El arquero atrapó la pelota en el aire y, después, la levantó para mostrarla como trofeo. Era la salvación. Ahí, en sus manos, quedaba atrapada la gloria. Había que ser macho para sostener tanta gloria. La gloria que, de pronto, se fue a la mierda cuando al entonces héroe, con los guantes resbaladizos, se le cayó la pelota, que dio en su espalda y se metió en el arco. Injusticia del fútbol, aquel arquero fue condenado al escarnio por su única cagada en todo el campeonato.

miércoles, 1 de junio de 2011

En su mundo


Los padres a veces se empecinan en que sus hijos sepan cosas que no tienen ninguna importancia, salvo para ellos. El autoengaño funciona así: le cuentan algo a sus pobres angelitos con entusiasmo; con mucho entusiasmo, sin que decaiga la intensidad del relato. A ninguno les importa las caras de desconcierto de sus mini interlocutores. Lo relevante es el mensaje. ¿Qué mensaje? No hay respuesta.
Santino tiene un papá futbolero. Muy hincha de su equipo y, parece, también atento a los grandes acontecimientos que suceden en cualquier cancha.
El trabajo de transferencia de club por ahora es un trámite encaminado; Santino no sabe cómo salió Atlanta, nunca, pero es de Atlanta. Lo dice él, con el convencimiento veleta de un chico de cinco años, y su papá es feliz cuando le escucha salir de la boca la palabra mágica: “Atlanta”, repite Santino.
Con esa cuestión de base resuelta, su papá fue por más. No quería que su hijo perdiera de vista la perspectiva de que es contemporáneo de Messi, el jugador extraterrestre del cual Santino ya tiene una camiseta del Barcelona con el apellido más famoso grabado en el reverso.
Ante una nueva maravilla del equipo culé y de su jugador-bandera, el papá de Santino activó el imperceptible operativo “vos no podés no saber esto”:
—¿Santi, sabés que ese que está ahí es Messi, el mejor jugador del mundo?
—…
—Vos tenés la camiseta de él. ¿No sabés quién es?
—Sí.
—¿Sí? Muy bien. Messi, como te dije, es el mejor de todos los jugadores.
—Ahhhh.
—¡Entendiste!
—¿Papá, Messi juega en el equipo de Ben10?
—…

lunes, 30 de mayo de 2011

Silencio, él está jugando


El jugador más inmenso que vi, en realidad no lo vi. Me lo contó un amigo que cuenta tan bien que, a esta altura, me permito decir que pude observar con detalle a ese hombre. Sé de sus movimientos y también puede adivinar sus goles en cada descripción.
La idea que tengo de él es la de ese jugador que, en efecto, era. Fino, habilidoso, valiente, increíblemente solidario. Tan capaz de gambetear a un equipo entero con tal de que el gol lo hiciera otro, otro cualquiera que estuviese en la línea para empujar la pelota.
Tenía mil particularidades aquel hombre. Quizás más. Sin embargo, casi todos le endilgaban un único cartel: el de mudo. Ese hombre que no emitía palabras arrastraba la condena de los que sí dicen, aunque no debieran.
La cancha era su diccionario. Las gambetas, los pases, su estilo y su manera de correr eran el lenguaje del hombre sin lengua. Literal. No tenía lengua, pero sí idioma. Obligado al silencio de la voz, gritó verdades y marcó su vida y la de los otros con discursos que duraban, exactamente, noventa minutos.
Escuchando a mi amigo, también escuché a aquel hombre. El que jugaba al fútbol, para que no le hiciera falta decir.

lunes, 23 de mayo de 2011

Los guardianes de la memoria


Hay un mundo perdido. Un tesoro repleto de sensaciones, pedacitos de canchas, tribunas lejanas, goles inventados, jugadores imposibles, triunfos chiquitos devenidos en hazañas. De ese gran olvido se acuerdan los abuelos. Los vivos todavía dan testimonios. Los que se murieron ya se encargaron de dejar su legado. A este último grupo pertenecen los papás de mi papá y de mi mamá. O sea mi abuelo Alejandro, el de Atlanta, y Miguelito, el de San Lorenzo.
El papá de mi papá nos transfirió el apellido, el amor por el club y exageró sin medir que nosotros –mi hermano también lo sabe- podíamos quitarle credibilidad a semejantes historias. Sin embargo, culpa por desconfiar de él o simple negación, no le cuestionamos nunca los episodios novelescos de la vida –la otra vida- de Atlanta. La prueba más cabal: desafié victorioso en el colegio a mis compañeros de equipos grandes, muñido de los relatos épicos que mi abuelo me contaba de su club, mi club.
Mi otro abuelo, hincha del Ciclón, no tenía una devoción verborrágica para transmitir la pasión por los colores; él contaba con el don de relatar historias de fútbol muy ingenuas. No sé por qué, pero el recuerdo de lo que decía lo emparento con caramelos. Sus historias eran eso, caramelos que desenvolvía cada vez que quería decir. Como la del tipo que pateó un penal en el potrero y dejó enterrada la alpargata en la pelota; o la vez que, decía, giró la cabeza porque lo llamó una chica –más tarde mi abuela- al momento que un centro aterrizaba en su cabeza. Mi abuelo no se olvidó nunca de ese gol hijo de la casualidad, que fue, además, el padre de la historia familiar; ese día, mi abuelo besó por primera vez a la entonces joven Yolanda.
Entre golosinas y proezas, mis abuelos me acercaron al fútbol; me lo hicieron sentir, olerlo, disfrutarlo. Fueron ellos –son ellos- los que me invitaron a mirar ese mundo perdido. Del que nada dice la televisión.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Aunque el tiempo diga lo contrario


Hay lugares que resisten, quizás sin la pretensión de hacerlo, al paso del tiempo. En Valentín Alsina se encuentra un sitio pintado para la burla de la era posmoderna, la cultura sushi, la moda fashion, y los cafés de diseño, esos que se sirven en los tan artificiales recipientes de telgopor. El bar Mundial, contrario al legado capitalista, transpira barrio.
El domingo estuvo por ahí el Viejo Gómez, que no es viejo, pero del cual sospecho que porta un apodo que remite a la sabiduría. Y mientras me contaba esa ronda de dos horas con amigos, noté cómo se le encendía la cara. No es fácil adivinar el instante en que la felicidad se deja ver; en su caso era elocuente.
Me corrigió cuando supuse una situación cualquiera en la que se podía encontrar el mozo.
—Ahí no es el mozo— me dijo. Se llama Mauro.
Entendí, entonces, que en el bar Mundial la gente no cumple roles, simplemente tiene nombre. Por eso Galván, que estaba sentado a la mesa, no es un ex jugador, sino el Negro.
La palabra giró como en una calesita y se permitió el juego de pasar de la banalidad hasta lo más hondo de lo humano. El Viejo Gómez me contó la historia con la que se había despachado el Gordo Achával. Ese hombre había tenido el coraje y la sencillez, sentado ahí, en un ratito, de revelar cómo había aprendido sobre el verdadero significado de la amistad.
Al parecer fueron momentos mágicos. Otro de los conejos que salió de la galera fue cuando Juan López, Juancito, repasó un episodio de su vida como ex futbolista. “En Independiente me cagué todo”, confesó, sin que le importara esconder miserias. Sonrió Mauro, que justo se acercaba para traer otra ronda de café, que iba a pagar alguno; esta vez no importaba el nombre.
Y me dijo el Viejo que también se habló de Messi y Maradona, cosas obvias, que dispararon cuestiones no tan evidentes y que entonces la conexión entre todos, eran ocho, fue tan fluida que la despedida ameritó abrazos sentidos.
Por las dudas haya estadígrafos sobre la felicidad, se acerca el dato: Bar Mundial, domingo 15 de mayo, entre las 15.20 y las 17.35. Ocurrió el milagro de que el tiempo se detuvo para reírse con ganas de la era de la globalización.

lunes, 9 de mayo de 2011

Ojos de campeón


Santino tiene cinco años, no habla mucho; le gusta ver. Pero hay gente, mucha gente, y se sorprende. De pronto, se pone a llorar. Entonces su papá le pregunta qué le pasa.
—Todos lloran— exagera.
—De alegría— lo consuela el padre.
Sin dejar de llorar, Santino lo mira y le dice:
—Yo también estoy contento, papá; soy de Atlanta.
Las derrotas del Bohemio no entran en el menú de hincha de Santino. A él, tan chiquito, su memoria le reservará en el primer lugar lo que sucedió el sábado 7 de mayo.
La sospecha es que al hijo del Negro, que sí sabe de descensos, más allá de la conquista del título, la impresión más grande se la llevó de la gente; de los hinchas festejando hasta las lágrimas.
Acaso le sucedió lo que Eduardo Galeano contó en El libro de los abrazos, sobre un chico que por primera vez vio el mar. Aquel otro Santino, fascinado, balbuceó:
—Papá, ayudame a mirar.

viernes, 29 de abril de 2011

Del Flaco nunca más se supo


Se hizo de la contra por ella, no hay que darle vueltas. Ni siquiera conocía a los ídolos del club San Lorenzo cuando decidió ponerse definitivamente esa camiseta. Dicho con cierto rebusque: fue la propiedad transitiva al servicio del amor para consagrar una pasión; la pasión por ella.
La chica más fanática de San Lorenzo que se haya visto por Lugano le cautivó el alma al punto de romper con una impronta masculina supuestamente inquebrantable. El Flaco, así le decíamos, cambió de bando. Por consecuencia y autoprotección –le esperaba, como mínimo, el escarnio- dejó de vernos. Hay acaso un código de barrio más sagrado que la Biblia para los católicos: se vuelve de todos lados, menos de la traición.
El Flaco pagó con la ausencia su pecado. Lo volvimos a ver el día que nos cruzamos en el clásico. Uno de los muchachos lo identificó y arengó para que fuéramos a ajusticiarlo. Se evaluó la idea, pero nos ganó la lástima. Lo declaramos pollerudo inclaudicable y no merecedor de ninguna manifestación de bronca. Lo que hizo –nos hizo- el Flaco no valía ni para tomarse la molestia de hacérselo saber. Y menos después de lo que vimos en el final del partido; él colgado del alambrado, escupiéndonos el triunfo de ellos en la cara.
Nos enteremos que al poco tiempo se casó con la chica que ya no tenía su flequillo rollinga. Y que juntos duraron menos de lo que tarde en apagarse la pasión. Hizo bien ella.
A la chica se la ve, incluso, mucho más linda. Digo se la ve porque es así, la vemos. De local, seguro está en la tribuna. El flaco con el que sale ahora es de Huracán. Pero este es de verdad.

lunes, 25 de abril de 2011

El aguante


La muerte es siempre una posibilidad, le había dicho su padre. No necesitó procesar la frase para internalizarse. De inmediato se le metió en las entrañas y le tomó por asalto la conciencia. Aquel niño supo desde entonces que morir estaba dentro un mazo que se repartía todos los días. Revelador. Crudamente evidenciado para alguien que todavía gozaba de la pureza y que entendía la muerte como algo lejano, vinculada con los abuelos ya muy abuelos. Ese golpe a la inocencia fue, tal vez, el páramo para sobrellevar los días de hierro de los treinta y pico.
El hombre había matado a la muerte de antemano; así que tenía el asunto resuelto, más allá del destino. Sin embargo, no quería rendirse al oprobio de la postración en una cama sin ver, ahí, en la tribuna, cómo su equipo daba la vuelta olímpica. El cáncer le estaba calando los huesos, pero jamás las ganas. El problema es que tantas campañas de mierda atentaban contra su propósito futbolero.
Al gran día, luego de tantos días, llegó con menos de lo justo.
Se le presentó a la muerte con la delgadez y la figura de una lombriz, disimuladas entre la camiseta de su equipo.
La tarde era perfecta, una cualidad necesaria para corresponder un acto semejante. El sol iluminaba las caras de los miles de hinchas que saborearon, exultantes, cada gol con el placer del título implícito. Campeones después de mucho tiempo, del sufrimiento padecido. Y él ahí, sacando de la voz goles mudos, rebelados al, también, cáncer de garganta.
Era feliz ese hombre que aceptó el reto de vivir la muerte; era inmenso, aquel alfeñique que arrastraba su cuerpo; se reía con un desparpajo que contagiaba, el de cara chupada.
Al final, con el corazón casi atrofiado, se emocionó y se abrazó y miró con ojos que grababan y festejó y le salió decir gracias. El que había peleado con una fiereza inconmensurable se le entregó mansito a la muerte. Fue recién después, y no antes, de sentirse campeón.

miércoles, 20 de abril de 2011

La tragedia de un suicida


Podía permitirle que fuese lo que quisiera, menos traidor. Porque jugar para la contra, justo él, que era tan hincha del club, se trataba lisa y llanamente de una herejía. Y su elección no formaba parte de una condena. El dolor era mayor porque el menú era amplio. Sin embargo, había decidido marcar con el dedo el nombre prohibido; el rival, el otro, el que nos había mandado al descenso el mismo año que lo tuvimos que soportar campeón. Ese día, aquel día del doble puñal, él estaba a mi lado en la tribuna. Tuvimos que compartir las lágrimas, nos sostuvimos con abrazos y me juró al oído que íbamos a ascender pronto. No sé si fue para rescatarme del desconsuelo o por auténtica revelación, pero el vaticinio se consagró a los dos años. Coincidentemente con el descenso de nuestro rival, como si se tratase de un acto de devolución Divina. Así lo pensé, a pesar de mi manifiesto ateísmo.
Las vueltas de la vida, mi amigo se hizo futbolista. Y entonces abandonó la tribuna; o peor, dejó de ser mi compañero de cancha. La segunda traición fue firmar para la contra. El clásico que tuve que ver a mi amigo de toda la vida con la otra camiseta fue más impactante aún que la vez que, siendo muy chiquito, descubrí a mis padres haciendo el amor. La camiseta le quedaba horrible, no encajaba con su cara ni su cuerpo. Pero él parecía lucirla orgulloso. ¡Orgulloso! Confieso que llegué a desearle la muerte. Y sí, el club es el club. Hay cuestiones con las que debería saberse que no se jode.
Por eso cuando vi que pidió patear el penal no dudé en bajar hasta el alambrado para insultarlo por semejante ofensa. Ya jugar para ellos era una trompada al mentón; querer hacernos un gol, el golpe más bajo que podía darme. Le grité tan fuerte que me aseguré que me fijara la vista. Lo señalé, le acusé de traidor, le marqué ese trapo sucio negro, rojo y blanco que tenía de camiseta y, acto seguido, me pasé el índice por el cuello, a modo de cuchillo.
Se sonreía el muy turro. Me desafiaba. Desafiaba al club, como si repentinamente se hubiese olvidado del pasado. Lacerante. La peor de las traiciones estaba por suceder. Acomodó la pelota con elegancia, el pulso estaba firme. Tenía la mirada y la templanza de un cirujano. De mi parte, no dejé de sacudir las manos hasta que sucediera el gol, porque él jamás había fallado un penal. Era obvio el final y hasta me parecía justo que así fuera, para que mi descarga de rabia alcanzara entidad de odio definitivo.
El penal lo pateó con una clase digna de admirar, si no fuese por la situación. Apenitas calzó el pie debajo de la pelota y lo deslizó, suave. Nuestro arquero se jugó por un palo y la pelota, en cámara lenta, fue hacia el otro. Ahí le había apuntado el muy hijo de puta, tan frío, tan calculador, que lo noté recién después. Fue en el momento que la pelota salía para afuera y que empezó a correr hacía donde estábamos nosotros, al lugar donde yo estaba, y mientras se sacaba la camiseta, dejaba ver que tenía la de nosotros abajo, y se besó el escudo de nuestro club, y lloró porque asumía como propia la venganza de todos nosotros y porque ya no aguantaba más y quería decirme, sobre todo eso, que él, mi compañero de tribuna, jamás traiciona. Y mucho menos que nada, a los colores.