domingo, 25 de julio de 2010

Hasta la victoria, siempre


En el país del No me acuerdo la gente que se veía, no se volvía a ver. Y no por falta de ganas, sino por olvido. La memoria cobró vida nuevamente gracias a un hombre que soñaba mientras los demás dormían. A él más que a ninguna otra persona se le debe ése reconocimiento.
Fue una noche cualquiera en la cancha de siempre. Ahí estaba el equipo del pueblo jugándose el pellejo en un partido que montaba el escenario cruel del que perdía se iba al descenso. Ganaban los otros, los que habían impuesto el pasado pisado.
Por entonces, la tribuna necesitaba un sacudón para volver a recordar. Una de esas jugadas que destierran el puede ser para que, de una buena vez, sea.
Corrió veloz el hombre en busca del pase y se quedó de frente al arquero. Un delantero común hubiese definido a un palo. En el mejor de los casos, quizás se hubiese animado a la gambeta para buscar, después, soltar un tirito al arco libre. Poca cosa para una verdadera revolución como la que hacía tanta falta.
Con la pelota en su poder, aquel tipo eludió al arquero rival y quedó solito frente a la línea de gol y miró a la gente, su gente.
Era tan fácil hacerlo, que la obviedad de salvar al equipo del descenso le despertó sospechas. Sobre todo de esa hinchada desmemoriada.
Pensó el goleador que decidió no serlo por ese ratito y condenó a su equipo a la muerte futbolística. Su remate desviado es el legado que resiste al tiempo. Es él, aquel hombre, quien dijo que no se vive celebrando victorias, sino superando derrotas.
Ahora la gente lo recuerda perfectamente.

domingo, 18 de julio de 2010

Volvió. ¿Volverá?


La quiso tanto, pero tanto, que ya no hubo después, después de ella.

Fue el mejor jugador que se haya visto en el corazón de la Tierra. Corrección de orden: fue el mejor jugador que se haya visto en la tierra del Corazón. Ese hombre, dicen, era capaz de gambetearse al mundo entero. Y sin embargo, nunca pudo esquivar al amor. Una mujer hermosa había sido su perdición. Le había robado la fantasía en el mismísimo instante que le concedió el “sí”. Incluso el robo fue aún mayor. El jugador perdió la inspiración, explicable por el nuevo destino de sus energías. Desde entonces, sus momentos de creatividad fueron a parar a la causa romántica. Inmiscuido en la regla de que la conquista es permanente, el esmirriado hombre dejó de despertar emociones en la cancha. Esa morocha era ahora el catalizador de semejante talento.
El juego acabó cuando ella decidió que se acabara. No hubo amagues. Directo, como un planchazo de un recio defensor, la muy amada le escupió un adiós.
Festejó la hinchada, que pensó en el beneficio propio. Se trataba de la recuperación de ése artista del fútbol, depuesto de su condición de amante. Saben también los tribuneros, como todos nosotros, que la fuerza más destructiva del mundo no es el odio, sino el amor.
Volvió una noche el héroe de aquellos hinchas a lucir su camiseta. Para sus respectivas desgracias, el retorno fue un fracaso. Previsible, impreciso, el que jugaba como nadie anda dando lástima en cada partido. Muy a su pesar, todavía se le nota el amor en los ojos. Y sobre todo, en las piernas.

domingo, 11 de julio de 2010

El gol soñado


Una vez pensé que pensaba mucho. Muchas veces soñé que soñaba. Y otras, pensé que soñaba mucho. Lo que no me pasó fue soñar que pensaba. Pensar se piensa consciente. En cambio soñar es tan infinito que da lo mismo si uno está despierto o dormido.
Un amigo de un amigo, que no es mi amigo, pero que bien podría ser mi amigo, me contó que un día, no recuerda si de noche o de tarde, soñó con su papá, que se murió cuando él tenía dos años.
Le soñó la cara, los gestos, los latidos del corazón, la vena hinchada en la garganta, la voz ancha, estentórea.
Me lo contaba y se emocionaba al tiempo de las palabras. Y me reveló que fue un gran pretexto haber soñado con hacer un gol.
Entonces pensé que él había pensado que yo había pensado que era un sueño de los que se sueñan dormido.
Por eso le pregunté qué hizo después. Y me sonrió:
—Lo que hace cualquiera en un caso así. Lo fui a buscar a mi viejo para abrazarlo y festejar juntos.

lunes, 5 de julio de 2010

El agua bendita


Roberto tiene cincuenta y pico pero nunca se olvida de lo que le pasaba hace más de cuarenta años.
Me jura que de Independiente es fanático, aunque cuando juega contra Boca no puede gritar los goles. Con un discurso que podría convencer hasta al más escéptico me insiste en que, de todos modos, quiere que ése partido lo gane el Rojo.
Como sea, cuando enfrente está Boca no le sale el grito, lo aguanta nostálgico en la garganta. Hay explicación en los recuerdos tan vivenciales. Eso me dice Roberto, que es de Independiente, está clarísimo, pero que un poquito le duele cuando le ganan a Boca.
—¿Sabés qué pasa?— me apunta con crudeza. —Yo era pobre, pero pobre de verdad. En casa no había un mango y el viejo nos daba lo que podía.
Del inventario futbolero no se le escapa nada. Lejos de reivindicar su memoria, el secreto radica en la escasez. Imposible olvidarse de la única pelota que tuvo y aquella camiseta apolillada de Independiente que usó hasta los 15 años, cuando ya no hubo manera de calzarla en el cuerpo.
Para su suerte había un tío ávido de darle el gusto. Roberto vivía a dos cuadras de la cancha de Boca y entonces empezó a ir al club que le quedaba a mano. No necesariamente a jugar con los otros chicos. No.
Para los menesteres futboleros Roberto tenía su propia pandilla de cuadra.
—Al fútbol se jugaba en la calle— me marca. Y en su remate ni lugar quedan para las suspicacias:
—En el club jugaban los pitucos.
Sin embargo, no puede archivar los días en los que iba a Boca.
—Sabés, flaco— me dice. —¿Sabés por qué iba a Boca? Porque ahí, en los vestuarios, me podía bañar con ducha.
Roberto me lo cuenta y se emociona. Se le llenan los ojos de lágrimas y rompe la escena con una anécdota.
—Por eso una vez me banqué en el mayor de los silencios una joyita de Bernao, que la enganchó de taco y dejó la pelota mansita adentro del arco. El mejor gol que vi en mi vida me lo saboreé mudito.
Lo miré sin agregar palabras.
—¿Me entendés que en casa no había lujos y que bañarse era una enjuagada así nomás?
No puedo olvidarme de tanta felicidad, flaco. ¿Sabés lo que era para mí sentir el agua cayéndome en el cuerpo? Pensalo. Cómo mierda le voy a gritar un gol a Boca.