domingo, 30 de enero de 2011

Encandilamiento


La esperó sentadito, con la pelota debajo de la suela. Así, embarrado, con la remera hecha trapo y un ojo negro, por el piñazo del grandote de la cuadra.
Los tiempos se le habían acortado después de la discusión por ese penal que, al final, terminó en un escándalo de pibes. Si no, él hubiese podido irse a bañar a su casa, como tenía pensado, para llegar limpio e impregnado de colonia a su primera cita.
El rato que la esperó, mientras pisaba suave la pelota hacía atrás y adelante, pensó en el impacto que le causaría a la damita. El en ese estado, tan sucio, tan rota la cara y desgarrada la camiseta sería la lástima o la burla. Aguantó estoico los minutos de plomo, que le definirían la impresión de la chica que tanto le gustaba. Cuando se tiene diez años, esas cuestiones resultan marcas indelebles, a contramano de la inconsciencia de no saber que será de esa manera.
Ella lo vio de lejos y no le quitó la vista de encima. Aunque recién cuando estuvo de frente a ese hombrecito que acababa de entreverarse en una batalla de potrero soltó la primera mueca.
Tenía una sonrisa suave como una brisa de verano, que apenas dejaba ver parte de los dientes blanquísimos, enmarcados en sus labios refinados. El movimiento sutil que ensayaba con tanta naturalidad contaba con un detalle que le engalanaba el gesto: los hoyitos al costado de la comisura terminaban por consagrarle la ternura.
No volvió él, un gran observador, a ver jamás una sonrisa ni un poquito parecida. Con el tiempo supo que nadie podía ser capaz de regalar tan atractiva manifestación de alegría. De ella, él recuerda con precisión esa frescura, su carita iluminada y la boca. Absolutamente nada más.

lunes, 24 de enero de 2011

No darse por vencidos


Era un equipo malo, malísimo; el peor de todos los equipos, si es que le cabía la calificación de equipo. Un rejuntado de jugadores con pies torcidos y ninguna aptitud física, eso eran. Tenían, hay que remarcarlo, la impronta sarmientista de los que siempre se presentan a jugar. Ni la más ominosa de las derrotas le doblaba las ganas a ese combinado de buenos muchachos, tenazmente consecuentes con el fracaso. El mérito secreto se develaba en la intimidad del vestuario: cualquier otro equipo se hubiese peleado a muerte después de una sucesión semejante de derrotas. Ellos, en cambio, se bañaban como si el resultado no los tocara ni para cosquillas.
Inmunes a las goleadas, sucumbieron ante el empate. Sucedió una vez, eso del puntito ganado. O perdido, si se profundiza la lectura. La indiferencia se les borró de la cara el día que no pudieron ganarles..
Mareados por no paladear el sabor amargo de siempre, reaccionaron ante el estímulo. Desde entonces, ya no quisieron perder. Se desgañitaban en la cancha, en fricciones absurdas, porque de antemano se sabía que llevaban las de perder. Qué podía esperarse de ese grupo de tortugas humanas, incapaz de acelerar la marcha cansina, que le valió incontables caídas. Pero el punto, fue el puntito ese. Los muchachos asumieron la bandera del “sí, podemos” y cambiaron la cabeza; el problema eran los pies, que seguían siendo los mismos. Y perdieron al partido siguiente, creyentes de la casualidad. También el otro, el sucesivo y uno más. Ahí sí, sobrevinieron las peleas, los recelos, las acusaciones. Hasta que uno gritó que ese empate, ese punto de mierda, era la peor de las derrotas. Silencio. Más silencio. El ruido a silencio se hizo insoportable y fue otro integrante del equipo el que habló. Y dijo que sí, que el empate les había sacudido la impronta de malos, que los había puesto en el camino de la duda y que ahora no sabían qué eran. Y un tercero los convenció de que un empate, nunca más.
-El empate es para los tibios- sentenció.
Hubo aplausos estruendosos tras la palabra tibios. También algunas lágrimas por la fuerza discursiva de un hombre que entendió qué era exactamente el grupo. Los malos, malísimos, no se volvieron a permitir empatar. La derrota los hacía ser ellos mismos, tener identidad. Conocían perfectamente que para ganar, hay que saber perder.

martes, 18 de enero de 2011

Con la comida no se juega o jugar por la comida


Su vida podría escribirse como guión de película que destila obviedad: el muchachito pobre que llegó a jugar en Primera y, si se quiere y hay presupuesto para una segunda parte, digamos que también alcanzó la gloria y enterró su pobreza en el olvido. Fin. Más pochoclos y aplausos de ocasión.
Aquí se cuenta una partecita, la que vale la pena.
Era un muchachito pobre, sí, como manda a decir el manual hollywoodense (qué mal me suena esto). Un chico que comía salteado. De lo muy malo, algo bueno: tuvo que aprender a organizarse, aunque sea el hambre. La agenda del menú era inalterable; había plato los lunes, miércoles y sábados, o sea los días previos a sus partidos en el potrero. El resto de la semana mendigaba sobras o apostaba al milagro de aguantar.
Tenía unas ganas de triunfar más poderosas que los ruidos que le hacía la panza. Y así fue que llegó el flaquito, a pura voluntad. Gambeteaba esa radiografía viviente, de un modo tan elegante que sedujo al club que todo podía comprarlo.
La presentación fue glamorosa, con simuladas sonrisas, fotos y firma de contrato. Al final de esa maratón mediática, los dirigentes agasajaron a su nueva estrella, en un restaurante donde los que ahí van jamás descendieron hasta los infiernos del ayuno obligado.
Habrá sido por los nervios que le provocó lo que nunca, se supone. Porque al que siempre le había faltado la comida, vomitó. Vomitó un bife jugoso, recién masticadito.

viernes, 14 de enero de 2011

La condena de no llorar


Se secó, decían. Ese tipo no llora más. Al señor imperturbable se le había endurecido el gesto y tenía hecho callos los ojos. Son dos piedras, decían. De ahí no podía caerse ni un cuartito de lágrima. No me resulta tan fácil confiar en la gente, pero en este caso me rendí ante la evidencia. Los testimonios coincidían con similitud de fotocopia y el hombre, del que tanto decían, me pareció eso: lo que decían.
Las cejas arqueadas eran un homenaje constante a la queja. Y la superpoblación de arrugas, una muestra anticipada de años más lejanos.
A la cancha iba siempre. El fútbol era para él, quizás, la única rutina que conservó después de la muerte de su mujer. Al equipo no lo deja, decían. También tenían razón. El sequito de llanto estaba en todas las canchas, sin interrupciones.
Nunca se conmueve, decían. Y pasó que ni siquiera lloró de emoción cuando su querido club ganó el campeonato; y tampoco lagrimeó a los dos años, cuando cambió la mano y tuvo que padecer el descenso.
Nadie sabe cómo ni porqué. No debe ser verdad, decían.
Un defensor de su equipo fue el que lo conmovió. El acto valiente, casi imperceptible, de un jugador que, en medio de un torbellino de piernas, bien podría haberse refugiado en la impunidad. Sin embargo, se levantó del piso y se señaló el pecho. Le dijo a la cancha entera, a todos, así de mudo, que había sido él. Gol en contra, señoras y señores. Un hombre que asume una cagada semejante, con esa dignidad, merece respeto eterno. Tal como lo entendió el que nunca lloraba, hasta que lloró. Del que siempre decían no pudo reprimirse ante el sincericidio de ese “2”, tan auténtico, todo lo que él no había podido ser en los últimos quince años.
Ese hombre lloró como un chico; lloró con atraso. Y, dicen, volvió a sentirse vivo.

lunes, 10 de enero de 2011

La memoria nunca se olvida


Se reía con ganas. Cada vez que se acordaba, la viuda no podía evitar la carcajada. Vivir en un país tan chico tiene la ventaja de que las cosas suceden en escala. O sea, causan gracia las cosas más insignificantes, y así sucesivamente. Se sufre poquito por amor, los platos de comida son chicos, los chicos son más chicos que en otros lugares. El fútbol, en cambio, está ajeno al contexto de las pequeñeces. Es alrededor de la pelota donde pasan los grandes acontecimientos en ese país enano. Esta historia hubiese sido chiquita, sin importancia, con la salvedad que se encuentra vinculada al fútbol. Lo dicho, por esas tierras, el zoom de la pelota devuelve una imagen agrandada.
Al viejo el pelotazo le voló los dientes y las ideas. Fue un golpe fuerte, demoledor. La dentadura estalló contra el cemento de la tribuna y el desmayo, al viejo lo dejó trastornado para el resto de los días. Desde aquella vez, no quiso ir más a la cancha.
Peñarol comenzó a parecerle un cuadro de mierda y al cinco de ese equipo, que alguna vez fue su ídolo, lo recordaba como a un hijoderecontramilputa que lo condenó a comer papilla para siempre. Sin dientes, masticar carne ya no le fue posible. Lo único que masticaba el viejo era bronca que, encima, se agravó cuando perdieron una final contra Nacional.
Antes de morirse, el viejo juró vengarse y se puso la camiseta del rival, en señal de protesta. Cuando lo vio su nieto, de Peñarol hasta la médula, le encajó un pelotazo certero, que lo dejó tirado en el piso, sin reacción.
Cuando el hombre volvió en sí, no se acordaba de nada. Ni siquiera de por qué se había quedado sin dientes. El día que murió se jugaba el clásico entre Peñarol y Nacional. El viejo ni se mosqueó. Repentinamente desinteresado por el fútbol, se fue a dormir la siesta. Nunca se enteró que su antiguo amor había ganado sobre la hora, con un gol del cinco que alguna vez había sido su jugador preferido. El viejo murió durmiendo, en una cama chiquita, dentro de una habitación bien menuda. De lejos, todavía se escuchaba la voz imponente de un relator. Su cuerpo inerte tenía un esbozo de sonrisa en la cara, como la del que se burla de algo que pasó.

martes, 4 de enero de 2011

El tipo que debió haberse aplaudido


Juan era el mejor jugador que yo haya visto. A pesar de su evidente problema, jugaba como ninguno en el barrio. Tenía piernas de acero, combinadas con pies de bailarina; esa fuerza y habilidad eran la envidia de los reyes de la gambeta. Entre todos ellos, el rey era Juan. Su talento rompió el protocolo de la lástima; dejó de causar impresión su aspecto ante la evidencia mayor de los goles antológicos.
Las canchas empolvadas ante los pisoteos no levantaban tierra cuando él iba con la pelota al pie, desafiando el absurdo de jugar sin brazos. El manco Juan era un artista que mantenía el equilibrio siempre, a pesar de las patadas y empujones.
El atrevido y elegante jugador, un día se cansó. No quiso más, Juan. Fue, quizás, en su mejor momento futbolístico. Ese hombre volaba en la carrera y hacía goles que arrancaban aplausos de los más efusivos.
No alcanzaba.
Juan lloró el día que lo anunció. Y apenas esbozó una explicación con tan pocas palabras que, paradójicamente podían contarse con los dedos de las manos. Sin embargo, la contundencia de la frase desalentó cualquier intento por convencerlo de lo contrario.
Tenía razón; Juan había entendido lo que era jugar al fútbol.
No hay más goles de él, desde aquel día imborrable. Recuerdo su voz y la estampa firme de la tristeza, que arrastraba una sentencia: el dolor es inevitable; el sufrimiento, opcional. Lo dijo Juan, como se lo dejó decir la angustia:
—Me cansé de hacer goles y no poder abrazar a mis compañeros.