miércoles, 28 de marzo de 2012

Hay equipo


Santino no lo entiende; Messi no es un equipo. Mi hermano, el padrino de mi hermano, mi papá y yo tenemos por costumbre jugar al Prode; una costumbre aparejada con otra: la de no ganarlo nunca. El Prode consiste en acertar los resultados de trece partidos; o sea, poner la cruz adecuadamente en el local, en el visitante o en el empate. Antes, si lograbas la hazaña, te hacías millonario. Ahora, te alcanza para juntar un puñado de pesos y contar la anécdota millones de veces; ése es su verdadero valor.
Alguien le inculcó a Santino la existencia de Boca. Todavía no tenemos datos acerca del delator, pero estamos detrás de alguna pista. Hasta acá, Santino sólo sabía de Atlanta. Ese mundo acotado es, quizás, el que nos permite garantizarnos la herencia por la camiseta. También se infiltró en su vocabulario Messi, que no es un equipo. Obvio. Por eso, que mencione al crack del Barcelona no nos resulta una competencia para nuestros planes “evangelizadores”. Sería ridículo pensar que Messi podría quitarnos el tesoro intangible de saberlo a Santino hincha de Atlanta.
En efecto, Messi excede el fenómeno del fútbol. Santino todavía no se entrega fácilmente a la pasión por la pelota; sus héroes están dibujitos en la televisión y, casi todos, tienen los ojos rasgados. Pero, también, a Santino le gusta Messi. Y Atlanta, por nosotros. Y dice Boca, no sabemos porqué. Y jugó al Prode. Por primera vez, le puso cruces a los partidos. Lo consultaba mi mamá y él respondía. De todos modos, para él no había trece ternas. Siempre repetía la fórmula Atlanta-Boca-Messi. Esaa boleta ya la jugamos y el lunes estarán confirmados todos los resultados. Cualquiera sea el destino de esos partidos, Santino creerá que ganó Atlanta, que perdió Boca (su padre no deja que un eventual competidor gane terreno) y que Messi es un equipo. Que Messi es un equipo. Quizás en eso, Santino tenga razón.

viernes, 23 de marzo de 2012

Sentimiento


La vieja ve la camiseta y llora. No le importa cómo sale el partido, le gusta ver los colores. El club es el club, es su patria chica. Ahí conoció al viejo, en los bailes que se hacían los sábados a la noche. Por eso quiere tanto al club, a los colores; es por el viejo. Ve el escudo y se acuerda de él. Y entonces, cuando ve los colores no puede aguantar las lágrimas.
El otro día la llevé a la cancha. No había ido nunca. El viejo era machista, no le gustaba que las mujeres fueran a la cancha. Y la vieja ese tipo de decisiones no se las cuestionaba. Ella aceptaba, como un mandato irrevocable. Tampoco tenía demasiado interés por el fútbol en sí. Su fetiche eran los colores; los colores eran el club, su historia.
La llevé a la platea. La vieja no está para soportar parada dos horas. Y mucho menos los apretujones. Así que cuando le dije que íbamos a la cancha, se vistió impecable, como si fuese al baile de aquellos sábados blanco y negro.
La vieja es nostálgica. Habla del viejo con una recurrencia que lo rescata todos los días del pasado. Aparte la imagen de él está presente con una foto en la mesita de luz; ahí, el viejo lleva puesta la camiseta. Es cierto que es una escena en sepia, pero la vieja la ve en colores; ve los colores.
Y habla con dulzura, siempre. Sostiene la delicadeza para relatar sus años mejores, en los que su vida se ligó a la del viejo con los trazos de la camiseta.
Mi fe profética por el equipo es una herencia de la relación de mis viejos. Es saber que soy hijo de esos colores, nuestros colores.
Mi vieja fue a la cancha con un glamour que contrastaba con la épica de un partido de barrio, en un campo embarrado por la lluvia de la noche anterior. Su vestido impoluto era una pieza extrapolada de otros tiempos, distintos al gol sobre la hora que hizo nuestro goleador, el Tanque Voglino. Las escenas de ahora, las que ya no son en blanco y negro, se desconectan de un pasado tan lejano. Cuando el Tanque vio que la pelota traspasaba la línea de gol, se sacó la camiseta. Y la vieja, todo el protocolo de encima:
—¡Ponetela, hijo de puta!— le gritaba, desencajada.
En la platea miraban a la vieja como a un bicho raro. Y ella seguía, enfocada en el Tanque:
—¡Sinvergüenza, ponete la camiseta!
Me costaba reconocer a la vieja.
En ese ritual de los goleadores que después de la conquista buscan exhibir imágenes personales o consignas que aluden a causas propias, nuestro hombre se besaba la remera de abajo, con la leyenda “salvemos el planeta”.
—¡Besate los colores, la reputa madre que te parió! ¡Ponete la camiseta!— insistía, pobrecita. La vieja quería ver los colores. Quería llorar.

lunes, 19 de marzo de 2012

Mosqueteros


(A veces las historias hay que contarlas de atrás para adelante. Es mi manera de decir que este relato se empieza por el final).

No era flaco, pero ganó en velocidad, como si no le pesaran los kilos y los señalamientos; y tiró el centro que cabeceó hacia el medio el más bajito de todos, después de un salto acrobático. El que hizo el gol era un hombre generoso, alegre, versátil, inteligente, voluntarioso, audaz. Con ese tanto, el equipo de aquellos luchadores se salvó del descenso. El árbitro no se dio cuenta que el gol fue hecho con la mano. Colorín colorado.
Había una vez tres hombres. Tres tipos descartados por el sistema que consagra como valor absoluto al éxito. Un trío condenado a la papelera de reciclaje del fútbol. Un gordo, un enano y un minusválido. Eso. Tres etiquetas de tipos comunes. De gentes comúnmente apuntadas por un aspecto; la generalización de una partecita tan minúscula como sospechosamente ponderada.
El hombre que pesaba más que lo considerado normal no era gordo, si no el Gordo; el de escasa estatura no era enano; sólo Enano. El que hizo el gol con la mano tampoco podía esperar lealtades de un mundo que señala con el dedo: él era generoso, alegre, versátil, inteligente, voluntarioso, audaz. Le decían el Manco.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Saber despertarse


No se podía esperar otra cosa del equipo que siempre esperaba. Su arquero no era de cambiar; iba para el mismo lado porque esperaba, que alguna vez, le patearan hacia adonde él se tiraba. El nueve no convertía porque sus rivales le habían tomado el tiempo; el delantero esperaba el centro, nunca iba a buscarlo. Dos muestras de un equipo endémico.
El diez esperaba el pase que no le llegaba, y el cinco no le entregaba la pelota que pretendía entre sus pies, pero sin hacer el esfuerzo por conseguirla. Y, además, los goles en el arco propio se sucedían porque los defensores esperaban que los volantes marcaran; y los volantes, que los defensores se adelantaran para cortar la jugada. El equipo de la espera trágica se fue al descenso, como se esperaba.
La vuelta a la categoría se produjo antes del ascenso mismo; no hubo que esperar tanto. Pudo advertirse en los movimientos del goleador, que le marcaba con su paso a los extremos hacia qué lugar debían apuntar para tirar el centro. El diez bajaba por su pelota, el cinco cortaba y largaba el pase y los defensores anticipaban a los delanteros rivales. Con la actitud del cuerpo en acción, se sabía que el equipo iba a ascender. Esos futbolistas habían sacudido la inercia y para sentirse campeones ya no tienen que esperar. Ni siquiera la vuelta olímpica.

sábado, 10 de marzo de 2012

Quién dijo que dijo lo que dijo


—Si no nos alientan, los vamos a matar a todos— amenazaron los futbolistas de un equipo irreverente a sus propios hinchas.

—El próximo foul que no me cobres, te echo— lo conminó un jugador al árbitro.

—Más a la izquierda, más a la izquierda— le repetía el 10 al DT. Al entrenador no le quedó otra opción que sentarse bien a la punta en el banco de suplentes, al lado de uno de sus colaboradores.

—¡Estoy solo!— le reclamaba un hincha, con el brazo levantado, a un jugador para que le soltara el pase. La pelota nunca le llegó; aquel futbolista interpretó el grito como un pedido de reconocimiento a su fidelidad o bien como un acto de protesta contra todos los ausentes en la tribuna.

—Siento una contractura en el muslo de la pierna derecha— le marcó el masajista del club al arquero, que le hacía masajes con los guantes puestos.

lunes, 5 de marzo de 2012

Cuando la intuición y la traición comparten una parte


El día que ella lo besó por primera vez, él sintió esa maravilla en los pies. Fue la bendición de los labios su inspiración para gambetear y convertir el tanto que jamás olvidará. Su gol fue un poema; el beso, un pase filoso filtrado entre defensores que se miran atónitos.
Ya pasaron tres años, dos meses, cuatro veranos y dos mil seiscientos veinte inviernos.
La última vez que ella lo besó antes de un partido, él supo que ése día no iba a hacer goles ni grandes jugadas ni asistencias mágicas ni nada que estuviera vinculado con la inspiración. La derrota 3 a 0, con conquistas de un rubio con sonrisa de publicidad, le caló hondo en los huesos.
Tres días después, la vio por la calle de la mano del goleador del equipo rival.