jueves, 6 de junio de 2013

"Porque este año, de Villa Crespo..."

Algún día iba a pasar; algún día tenía que pasar. Y pasó. Que nadie suponga que se trata de un caso de exitismo. Es cierto que Atlanta está en semifinales de un cuadrangular por un ascenso. Y que la efervescencia puede tomar por asalto los corazones de los hinchas. Juro que no es ese el motivo; tiene que ser otro.
El que sea, impulsó a Santino a ver, por primera vez, un partido completo de Atlanta. Sí, los 90 minutos. Lo que pocos resisten en tiempos de un fútbol a control remoto, jugado a la medida del zapping. ¿Quién resiste los soporíferos partidos de Primera? Peor aún son los de la B, con futbolistas que traspiran más de lo que piensan y con canchas tan desparejas que invitan a replantearse el sentido de la estética.
En una fría mañana de sábado, Atlanta jugó en la cancha de Almagro sin hinchas visitantes. Ser de la B implica eso: que te consideren un hincha de la B. En efecto, si tu equipo no juega en tu cancha, tenés impuesto el derecho de admisión, así no hayas tirado nunca ni un papelito al juez de línea.  Santino lo vio por televisión en su casa. Solo.
Y gritó el gol de penal de Lucas Ferreiro y pataleó por el empate rival. La testigo privilegiada fue su mamá, que rápida de reflejos mantenía al tanto a su marido acerca de lo que pasada en ese comedor convertido en un pedacito de la cancha de Atlanta.
Tu hijo está mirando el partido!”, lo sorprendió con el primer mensaje. “Tiene puesta la camiseta, tenés que ver cómo grita”, lo cebó después. El papá de Santino, que a esa hora estaba trabajando y, como podía, espiaba el partido, sentía el triunfo en la sangre. No el de Atlanta, por supuesto.
Aunque todavía no sea consciente de su ADN bohemio, Santino ya es parte de nosotros. Y no es el exitismo lo que lo impulsa a alentar al equipo. Si Atlanta no pasa de ronda o, eventualmente perdiera la final, él seguiría la ruta de hincha que ya empezó a transitar por su cuenta.
Un compañero suyo de segundo grado le dijo el otro día que Boca se iba a ir a la B. Suponemos con mi hermano (el papá de Santino) que el chico sería de River. No es lo importante. El tema es la pertenencia. Y que este nuevo apasionado hincha de Atlanta haya defendido el territorio, más allá de los cuestionamientos de la letra.
No— se enojó Santino.
El pibe lo miró. No supo qué decir.
Y ante su silencio oprobioso recibió el argumento encendido de un hombrecito plantando bandera con orgullo:

De la B es Atlanta.

viernes, 10 de mayo de 2013

Cri, cri, cri




Ciento quince días y ni una palabra. El detallista que me pasa el dato es un amigo, que también es lector y, como puede advertirse, un ansioso mirador de historias. Por ahora no tengo cuentos para compartir. ¿Los habrá más adelante? Cuando logre escapar de la nube de férreos defensores que me pegan patadas a la imaginación, prometo aporrear el teclado con la secreta esperanza de que entre los dedos se filtre algún gol.
Mientras, sospecho que en los potreros lejanos siguen los que juegan para mi equipo a la espera del pase. Esa creencia me despierta la atención; saber que tengo que estar alerta. Estoy mirando allá, a los que levantan la mano. A los que quieren que la jugada termine en gol. Con el único y genuino propósito de que podamos festejar juntos.

martes, 15 de enero de 2013

El jugador que nunca había jugado


La tarde pintaba mal de antemano para aquellos muchachos que habían aceptado por obligación el desafío con el otro pueblo; el rechazo les hubiese valido la humillación de una etiqueta que cargarían por siempre: la de “cagones”.
Como sabían del peso del estigma, no hubo otra salida que la derrota. Perdieron 5 a 0 y la sensación es que el resultado le quedó chico al equipo ganador. Las cargadas sobrevinieron sobre aquel grupo de muchachos con buenas intenciones y malos jugadores. Uno, el presunto capitán, cansado de la fanfarria rival y los festejos desmedidos, agitó la patraña:
—El día que les juguemos con el Marito no tienen más chances de ganarnos.
Marito nunca había jugado al fútbol y tampoco imaginaba que su amigo lo convertiría en un ícono. Los rivales tomaron la provocación y disminuyeron los alaridos triunfalistas; enseguida, pidieron revancha con Marito en cancha.
Y entonces empezó el problema. Cómo transformar en verdad una mentira tan artera, tan fácil de demolerar con la mínima evidencia.
De Marito se contaron proezas que corrieron con la velocidad de una corriente embravecida y no dejaron discurso sin salpicar. De tanto repetirse, incluso algunos que sabían de la mentira la asumieron como verdad. El mito llegó a preocupar a Marito, que repetía otra mentira para conservar el invicto de sus supuestas hazañas:
—Estoy lesionado—, se defendía.
Su amigo, el que inventó el asunto como una salida rápida y decorosa de la humillación, le pidió por favor que sostuviera la ya entonces creencia popular. Marito cumplió. Y fue más allá.
A la vuelta, de su trabajo y los fines de semana también, se había encomendado una rutina: dos horas de tiros libre. Al principio, hasta fue capaz de lo imposible: pifiarle a la pelota quieta.
Con el tiempo le fue tomando la mano y a los seis meses de iniciada esa tarea, ya le pegaba con bastante exactitud. Le llevó un año de corrido, sin interrupciones en su rutina, colocar la pelota más o menos donde él quería. Su titánica acción cotidiana estuvo sumida en el más absoluto silencio. Recién cuando se creyó capaz de patear un tiro libre de verdad, con hombres delante que oficiaran de barrera y un arquero que tratara de impedir el gol, se lo comentó a su amigo.
El plan se llevó a cabo una tarde, de local. Después de perder todos los desafíos, el equipo del pueblo de Marito decidió desempolvar su estatua viviente. Su presencia fue intimidatoria. El partido se mantuvo empatado 0 a 0 hasta bien cerca del final. Los rivales, con la carga emocional de saber a aquel héroe sentado en el banco, se mancaron en cada ataque, afectados por el temor que implicaba el eventual ingreso de Marito. El equipo de su pueblo resistió agrupado atrás y la única vez que atacó logró el milagro de generar un tiro libre cerca de la media luna. Cuando el delantero cayó, Marito se levantó del banco, eyectado con la propulsión de enteder que era su tiempo; la hora de enaltecer el mito.
El cambio generó murmullos entre rivales que suponían lo peor: entraban a la cancha las mil hazañas.
Marito se paró delante de la pelota y ensayó el ritual que preambulan los cracks para acomodar la pelota. La besó y la arrastró de adelante hacia atrás, antes de clavar la mirada en un horizonte lejano, en el que imaginó colocar el remate. Los de la barrera sabían que eran testigos frontales de la historia. Marito tomó corta carrera, como había practicado durante 730 horas y ajustó su tiro contra un ángulo; el arquero miró, estático. Sin gritar el gol, Marito pidió el cambio, mientras se tocaba el aductor izquierdo. Fingía una lesión; fingía el mito.