lunes, 28 de diciembre de 2009

"La Selección, la Selección..."


La selección es un cabaret, dicen. Maradona es la vedette censurada por la FIFA (un organismo con un nombre apropiadísimo para la ocasión), por mandar a la caterva de críticos a que "la sigan chupando". Bilardo es como esa vieja madame que alguna vez se la respetó por su belleza y que hoy vive de las fotos del pasado, sin poder despertar admiración con ese cuerpo atado con ropas para no desvencijarse por completo. Mancuso es la chusma que le sopla rumores a Diego y Lemme el único mártir que hasta ahora se cobró esta novelita de producción enteramente nacional.
Encima los jugadores andan con pretensiones de cartel y no les gusta si los corren al banco de suplentes; entonces se quejan por lo bajo, por lo alto y por las dudas. Total, si hay fracaso en Sudáfrica la culpa la tendrá cualquiera menos ellos, que hacen muy bien su tarea: hacer creerle a la gente que se vienen desde Europa por amor a la patria.
Si la camiseta pesa, si nadie conforma a un técnico que ni siquiera amaga con renunciar y para Don Grondona "todo pasa" habrá que buscar variantes.
Al menos si el cabaret va a seguir, que sea con glamour: "Juez, sale Messi y entra ella, Pamela David".

jueves, 24 de diciembre de 2009

Papá; no él


Mi primera pelota me la regaló el mismo que me obsequió mi primera camiseta de fútbol. No casualmente fue el que me hizo hincha de mi club y, también, el que fue DT una vez con el propósito de hacerme debutar en un campeonato de fútbol.
Y lo más importante: el que me enseñó que a la pelota hay que pasarla porque hay una por partido y compañeros, un montón.
En estos días de tanto fetichismo cristiano bien vale reivindicar a los héroes de carne y hueso. Yo elijo a mi papá; el que me hizo regalos auténticos.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Digno de indignarse


Lo más común hubiese sido escapar. Saltar la pared y correr como los que comprenden que el raje les puede salvar la vida. Hubiese sido su conservación del pellejo, seguramente. Pero quien le haya conocido las entrañas sabe que él no se hubiese perdonado una huida exitosa. Saberse a salvo mientras su amigo era carne de cañón, significaba una autocondena a muerte para el hombre que podría haber escrito un manual de estilo sobre la dignidad.
Ese día del descenso, los hinchas pedían sangre a gritos para saciar sus propias frustraciones. Y qué mejor blanco que un arquero al que le habían hecho dos goles de esos tontos, que invitan a la mesa de la sospecha a comensales hambrientos de culpables. Bastó que el árbitro pitara el final del partido para que comenzara la cacería. El salto masivo del alambrado le advirtió sobre la posible muerte del arquero, que emprendió una carrera veloz. Hasta que una zancadilla lo dejó de cara al piso y listo para ser achurado. Los colmillos afilados de esos verdugos impiadosos desgarraron el buzo y luego los pantalones del arquero. Y en medio de la paliza le escupieron la palabra que más duele: traidor.
A punto de perder su existencia por la horda incontrolable, el arquero espió que López, el nueve, venía corriendo en su auxilio. A las patadas se abrió camino aquel héroe disfrazado de delantero y llegó al rescate de un cuerpo inerte y machucado. López gritó sus verdades, defendió al indefenso y advirtió que si volvían a tocar a su compañero iban a conocer el poder de sus puños.
Fue tal la golpiza que recibió, que ni su madre hubiese sido capaz de reconocerlo. Dos horas después de aquel final bochornoso y ya sin nadie excepto ellos dos, el arquero levantó a López del suelo y lo arrastró hasta el vestuario. Recién entonces al hombre que otro hombre lo salvó de la muerte le chorrearon las lágrimas.

martes, 15 de diciembre de 2009

Se merece un monumento


Hubo una vez un gran arquero. Uno bueno de verdad. Flaquito, morochito, que a nadie intimidaba en el arco por su prestancia. Tampoco volaba a los ángulos ni evitaba los goles imposibles. Era uno de esos arqueros comunes al ojo común. Sin embargo los que agudizaban su mirada podían encontrar en él a un hombre astuto, sagaz, que le hacía perder efectividad al delantero contrario con algún movimiento imperceptible. Pero no era esa su mayor virtud. El flaquito, morochito, tenía el coraje de soportar el insulto injusto por algún gol que casi nunca cargaba con su culpa. Había que verlo impávido ante el acusador, que no podía soportar con dignidad los goles rivales. A fuerza de callarse, ese personaje entrañable con el tiempo le demostró al que tanto le reprochaba de qué se trata el fútbol. Acaso un juego que vale la pena compartir con amigos, más allá de la frivolidad que implica una derrota.
Aquel arquero bueno, pero bueno de verdad, es mi hermano. El otro, el delator, fui yo alguna vez. Hoy el Negro –el que era morochito– cumple años. Lamento no poder hacerle nunca un regalo tan grande como me hizo él: enseñarme el significado de jugar al fútbol.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

¿Y cómo dicen que es eso?


El partido entre felices e infelices se sospechaba existencial. Los tristes de un lado y los sonrientes del otro se enfrentaban tal cual eran. Dichosos los felices que salían a la cancha con una sonrisa. De costadito los espían los infelices, que no les preocupaba en lo más mínimo ocultar sus desgracias. Con esas caras tan amargadas pasearon su fútbol de alto vuelto contra la alegría ajena. Y los goles se sucedieron como antes los infortunios en su vida. Uno, dos, tres, cuatro, hasta ocho llegó la cuenta. Los infelices lograron un triunfo que nadie hubiese obviado festejar, salvo ellos; acostumbrados a la amargura, no pudieron disfrutar.
Sin embargo lo peor no les pasó a los que nada cambiaron. Como nadie les había enseñado a perder, los que hasta ese partido eran felices se llenaron de tristezas.
Desde entonces, en ese lugar de no sé donde nadie es feliz.

Alguien que jugó aquel partido, después de mucho pensar y mucho reír y llorar, concluyó: “La felicidad no se alcanza nunca. Pero ni uno debería dejar de perseguirla. JAMÁS”.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Relato en vivo de la Revolución


"La pelota la lleva el subcomandante Marcos, seguido de cerca por la CIA; pisa el balón el subcomandante y habilita a sus compañeros, que esperan en el área todos juntos, levantando la mano, como en una asamblea permanente.
Por el sector izquierdo también sube Evo Morales, ante la atenta mirada, disimulada por lentes negros, de marcadores implacables. Son los mismos que sospechan que tienen el partido ganado de antemano, si es que el sistema funciona tal cual lo prevén: cuando al ex líder cocalero se le haga el control antidoping, creen, le dará positivo y, según las normas que ellos mismos han establecido, las penas irán desde la condena internacional hasta la pérdida de puntos. Pero va Evo, pelota al pie, cabeza levantada, distribuyendo juego, aunque reciba patadas y los árbitros callen.
Arriba el viejo Fidel espera con la experiencia de los que lucharon para llegar ahí, al corazón del área, para el toque final. Miles de cubanos lo vivan desde la tribuna, mientras sufren la represión policial por entender que el mundo (capitalista) ha vivido equivocado. Igual nadie se va de la cancha, el partido es apasionante, y aunque la derrota de los de rojo parece inminente, existe un mandato irrenunciable entre los hombres y mujeres sensibles: el designio de este equipo es luchar hasta la victoria, siempre. Lo entienden esos simpatizantes que no dejan de alentar, gritar sus declamaciones y agitar banderas.
Y de pronto Evo escapa, consigue respeto por la coca y desmilitariza su sector de tropas estadounidenses y hay festejo. Igual que cuando se encienden voces latinoamericanas para repudiar el bloqueo económico y moral sobre Cuba. No hay derrota posible cuando se han atravesado murallas, se juega en equipo, y el gol de Evo –uno más- se festeja en Chiapas y llega, como chillido insoportable, a los oídos de la Casa Blanca.
En tanto, el compañero Lula se mueve de izquierda a derecha, en busca de la pelota, que pretende poner bajo su suela. Le hace señas Chávez a distancia, confundido por la posición del brasileño, que amaga por un lado y resuelve por el otro.
Ante la insistencia individual de Lula, el presidente venezolano decide desafiar a la patria del norte y sale eyectado por su banda como un manantial de petróleo. Si pierde la pelota, el Imperio contraataca. Sin embargo, el centro va justo para el Pepe Mujica, que lejos de lucir botines súper auspiciados sorprende con su paso cansino revestido en alpargatas. Pepe la para de pecho, o de panza, no se advierte bien, y ahí nomás hace un cambio de frente, amplio, y el que entra para el gol es el subcomandante Marcos que, como todo autonomista, se libra de las estructuras dominantes. Se levantan en las tribunas de Chiapas, se levantan los pueblos de Latinoamérica en general, Marcos está para definir, va a ser gol y victoria, tiroooooó, gooooooool, goooooooooool, el subcomandante Marcos se saca la camiseta, no así el pasamontañas, y se lee una inscripción que reza ‘Es necesario hacer un nuevo mundo. Un mundo donde quepan muchos mundos, donde quepan todos los mundos’. Emociona el festejo de los pueblos unidos que reclamaban dignidad.
Señoras y señores, hasta acá llegó esta transmisión por la radio clandestina: Sin más, nos despedimos. Es el final del partido; o el principio de otro mucho más grande que todavía está por jugarse".

domingo, 29 de noviembre de 2009

La represión del ósculo


Esta es la brevísima historia de un hombre que nunca besó a nadie en la boca. No por arisco ni por falta de ganas. Simplemente, por timidez. Era exclusivamente por culpa de esa manera tan torpe de callar sus sentimientos que andaba con los labios vírgenes.
Más de una señorita o caballero, según los gustos, hubiese besado esa boca cerrada que invita al misterio. ¿Cómo podía un hombre de más de treinta años haber vivido tanto tiempo sin besar? ¿Cómo sería el día que se animara a hacerlo? ¿Sabría cómo? ¿Y si resultaba que ese primer beso tuviera pretensiones de retroactividad?: seguramente se hubiese consagrado como el beso más largo del mundo.

Créanme que este hombre existe. Y que hubo una excepción en su vida. Esa boca grande, de labios carnosos y húmedos se apoyó sobre ella en un ritual que incluyó ojos cerrados, para sentir enteramente. Su comportamiento atípico duró apenas un instante que, para ese hombre, habrá resultado la infinidad misma. Sea su anterior privación o una prueba de fuego, ese día sus labios húmedos se animaron a humedecer. Lástima que ella no pudo contarle a nadie sobre la experiencia. La timidez de él y la lógica mudez de la besada se quedaron con el secreto mejor guardado.

Por falta de atrevimiento, ese hombre todavía sigue sin probar labios ajenos. Lo que no pudo aquella vez fue resistirse a besar una pelota. Justo antes de patear un penal.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Historia de segundo año


No exagero si digo que para Juan Pereyra, o Mugrelito, como todos le decían, era otra vez el advenimiento de esa maldición que tanto lo atormentaba. En esos momentos cruciales Mugrelito sentía como un ahogo. O hasta cosas más escabrosas; para él, era lo más parecido a morirse. Esa puta manía de tener que arrancar las clases, porque era puta esa manía, según comentaba Mugrelito, le devoraba las ganas de vivir. Marzo era el peor mes del año para él. Era el mes que marcaba un antes y un después en el año. Era el punto de partida hacia el sufrimiento, sin dramatizar ni un poquito sobre el asunto. Y lo peor: marzo determinaba con exactitud calendaria el abandono diario de los partidos de fútbol de Mugrelito en el barrio. Como toda circunstancia que se torna cuesta arriba, volver al colegio le resultaba cada vez más tortuoso con los años. Y encima ahora tenía que ver de nuevo a las mismas profesoras, porque había repetido el curso anterior. Sin embargo, lo que más le molestaba a Mugrelito era tener que ver a la profesora de historia, la Toloza, como le decían. Buena costumbre esa de abreviar nombres. De otro modo, no hubiese sido sencilla la tarea de llamarla Beatriz Olga de los Angeles Toloza de Gómez, así, toda entera. La cuestión es que la profesora de historia lo tenía de hijo a Mugrelito. No es que lo protegiera, ni mucho menos. Lo de hijo es una expresión más bien futbolera, con una connotación de sometimiento y no de amor. Con decir que la Toloza nunca le había puesto más que un “4” y encima lo hacía pasar al frente todas las clases para dejarlo en ridículo. No creo definitivamente en las dualidades tajantes, pero en este caso se puede decir, sin caer en exageraciones, que la profesora era más mala que la peste y Mugrelito, en cambio, era un pedazo de pan. Pasaba al frente de bueno que era. Ni una vez dijo que “no” o se excusó para quedarse sentado. Al contrario, soportó estoico, valiente como los verdaderos próceres, cada intento de humillación. A Mugrelito, el “siéntese tiene un 1” se le había acostumbrado al oído. Así y todo le golpeaba el alma en cada oportunidad. Se había acostumbrado al dicho, no al hecho. Y eso hacía que odiara a la profesora incluso más que a la materia. Un día, de esos en que uno se levanta con ganas de empezar de cero y darle para adelante, hizo una monografía de veinte hojas. Nunca había hecho una cosa parecida. Había escrito sobre algo como nunca antes. Esa vez había abordado desde una respetable redacción el tema del Virreinato del Río de La Plata. Lo había hecho con unas ganas inusitadas y con un pedido implícito de expiación que le obviara recibir el deshonroso “siéntese tiene un 1”. Tenía razón. Esa vez se salvó de la insultante calificación y cortó la racha adversa que lo tenía condenado al descenso escolar. Pero recibió un golpe quizás hasta más duro, cuando desde esa boca, a la vista tan insulsa, se transmitió un mensaje lacónico: “No respetó la consigna, el trabajo no sirve”. Fue el último esfuerzo de Mugrelito por revertir su relación con historia. Ni un paso más dio al respecto. Por cierto, lloró como lloran los generales más sensibles cuando pierden una batalla. Y volvió a su puesto, su pupitre, con toda la resignación que le fue posible juntar. Una mañana de noviembre, la Toloza lo esperó agazapada a la salida de la clase. Tenía una propuesta para hacerle a Mugrelito. Sabía que lo tenía en sus manos y seguramente acorralado a una sola respuesta. Se trataba de un pacto, según parecía. El asunto es que la Toloza tenía un hijo que cursaba en 2°A, el otro segundo del turno, y se estaban por jugar los intercolegiales de fútbol. Los intercolegiales eran campeonatos que nadie quería perderse. Ni los chicos, ni los grandes. Por lo pronto, todos los colegios tenían la posibilidad de presentar dos equipos por cada año: dos segundos, dos terceros y así sucesivamente. Encima, para el campeonato de ese año se decía que iba a ir gente de los clubes más importantes del país para tratar de “rescatar nuevos valores”. Nada más que eso quería Carlos, el Mudito Carlos, hijo de la Toloza. Soñaba con jugar en Primera, en algún club importante. Claro, la Toloza, como buena creyente de las cosas establecidas, estaba convencida de que la historia la escriben los que ganan. Por eso sabía que para que su hijo accediera al privilegio de ser mirado con buenos ojos tenía que ganar el campeonato. Sabía también la Toloza, que al parecer tenía informantes, que Mugrelito era el mejor arquero de esa camada de muchachos de segundo año. Alto y flaco era Mugrelito. Lindo físico para arquero. Como decía, la Toloza lo esperó a la salida de clases. No casualmente ese día no lo había hecho pasar al frente. Aunque Mugrelito eso no lo iba a entender hasta conocer los propósitos de la mujer que tan amarga le hacía la vida. El diálogo no fue fluido. Es más, se trató más de una retórica imperativa que de una charla convincente. Sin mucha vuelta, la Toloza le encomendó que se cambiara de equipo, si es que Mugrelito tenía intenciones de aprobar la materia. Así, lisa y llanamente. No es que la Toloza lo hiciera por compasión. Se trataba de un arreglo artero, de un chantaje. Era probablemente un humillante “6” en historia a cambio de toda una demostración de arrojo que lo arrastrara a Mugrelito hasta dar la vida, si fuera necesario, por un equipo ajeno. Un equipo de otros, de ningún compañero. Mugrelito la escuchó, más por respeto que por interés. Al cabo, no había aprendido muchas cosas en el colegio, pero entendía que el fútbol era maravilloso cuando se juega con amigos. Después del parloteo de la Toloza no sobrevinieron palabras de Mugrelito. De todos modos, Mugrelito dejó entrever con gestos que iba a pensar acerca del asunto. Entiéndase que la Toloza no hubiese aceptado jamás un “no”. La sola negativa de Mugrelito hubiese significado su suicidio o, al menos, su desaprobación en historia para siempre. Por lo pronto, en aquel momento prefirió hacer silencio y postergar sus chances. La fecha límite para presentar las listas era el 15 de junio. O sea, Mugrelito tenía tres días para decidir sobre su futuro inmediato. Aclaro que Mugrelito podía jugar en cualquiera de los dos equipos por una enmienda reglamentaria, que contemplaba el caso de los repetidores de curso, que tenían la posibilidad de jugar en otro equipo que no estuviese integrado necesariamente por los actuales compañeros. Sin embargo Mugrelito no era amigo de ninguno de los de 2°A, el otro curso. Y encima, como contrapartida, era el compañero más querido por los de 2°B. Si nadie lo hubiese presionado era obvio para quien iba a jugar Mugrelito. Pero la Toloza le había puesto la soga al cuello. Hay que entender también una situación como esa, y saber ponerse en el pellejo del otro. El 30 de junio empezó el campeonato. Habían pasado más de dos semanas del insidioso ofrecimiento de la Toloza a Mugrelito. Era el día del debut de 2°B, que sin sobresaltos le ganó a un equipo de un colegio religioso, que la única cruz que llevaba era la de un arquero que al parecer tenía por costumbre no usar las manos para atajar. Ese día también ganó 2°A, que jugó un rato más tarde. En realidad los dos equipos ganaron casi todos los partidos que jugaron. Algún empate por ahí, también alguna derrota, pero ya con la clasificación asegurada. De todas maneras, los de 2°A golearon casi siempre, mientras que lo de 2°B fue más modesto, más trabajoso. Por esas cosas del destino, o del fútbol mismo, los dos equipos llegaron a la final. Ese último partido que ponía en juego más que una Copa. Era noviembre, no un noviembre más para la vida de Mugrelito. Los dos equipos habían sido los mejores, no había dudas de eso. Pero igual Mugrelito hubiese pretendido jugar la final contra otro curso. Sobre todo para evitar problemas mayores. Ese último partido se jugó una tarde de sábado. Una tarde radiante, para colmo. Digo para colmo porque de esa manera no hubo quien quisiera perderse la final. Si por lo menos hubiese llovido, la cantidad de gente hubiese sido menor. Y eso, lo de la cantidad, influye a la hora de medir la magnitud de las consecuencias. Mugrelito sabía que aquello era a todo o nada, no había términos medios. En cuanto a la gente, había una cantidad que le era difícil calcular, pero distinguía entre la multitud la cabellera enrulada de la Toloza. Eso denotaba dos cosas: que Mugrelito tenía el panorama exacto de los grandes arqueros y, también, evidenciaba el cagazo que podía tener un chico de 15 años. El partido empezó con el dominio de 2°A. Tenían gran movilidad, buen toque, aunque les faltaba profundidad. Con el correr de los minutos el dominio se fue acentuando. Los pases ya no eran tan laterales, había una búsqueda más directa y por lo que se veía, en cualquier momento hacían un gol. Un gol que podía empezar a definir el partido, porque venía de baile la cosa. Faltaba eso, meter la última puntada para abrir el partido. El Mudito Carlos no estaba en su mejor día, eso también era evidente. Se perdió goles que habitualmente no erraba. Pero 2°A tenía una chance atrás de la otra. Como pudieron, los de 2°B aguantaron 0 a 0 aquel primer tiempo, en el que prácticamente no tuvieron ni una posibilidad de gol. Lo que sí tuvieron fue una charla en el entretiempo que, según se supo, fue más moral que táctica. Al parecer, el técnico de 2°B, que en horario escolar era el profesor de filosofía, apeló más a la ontología que a las indicaciones sobre el juego. Les habló a sus dirigidos de la voluntad del ser, de la importancia de la participación en los procesos sociales y recién sobre el final se despachó con un comentario futbolero: “Traten de pasársela a un compañero, muchachos”, les indicó. Segundo B salió más confundido que otra cosa, pero a sabiendas de que había que hacerse fuerte, creer fervientemente en las relaciones futboleras, o sociales, que para el caso eran lo mismo, y aguantar como sea. Así fue casi toda esa última parte. Quite por acá, salvadas sobre la línea, atajadas espectaculares y un 0 a 0 que parecía un capricho de la providencia. La Toloza, mientras tanto, sufría desde afuera. En una de esas llegadas profundas, que eran gol en cualquier otra cancha que no fuera esa, se paró súbitamente a la vez que con las manos se agarró la cabeza. Mugrelito la pispeó desde el piso, porque acabada de sacar al córner un tiro que iba derechito al ángulo. Se paró rápido, con instinto de arquero, y se despachó: —Siéntese, tiene un 1... en el arco rival. Sepa que acá tiene un enemigo, uno verdadero— le gritó. A la Toloza el asombro le ganó por completo. Hasta se sentó, como acatando sumisamente una orden. Estaba callada, confundida. Al rato, sin embargo, salió del absorto y destilaba veneno con esa mirada que hubiese amedrentado hasta al más corajudo. Mugrelito a esa altura estaba jugado. Una cosa era ser la figura del equipo contrario del hijo de su declarada enemiga. Pero ese episodio al desnudo, tan a los ojos de todos, valía una sepultura. Fue eso. El saberse jugado. Si no, Mugrelito no se hubiese cruzado toda la cancha, como pasó un rato más tarde, para patear un tiro libre. En aquel momento primero levantó el brazo, suplicando ser visto por el técnico o sus compañeros. Hasta que decidido a obviar todo permiso corrió como un desesperado hasta llegar al área rival, se tiró de cabeza a la pelota y la abrazó como a una madre. Y entonces no quiso soltarla. Porque madre hay una sola. Y oportunidad como esa, como la que se le presentaba a Mugrelito, también. Jamás en su vida había pateado un tiro libre, ni siquiera a un arco formado por buzos o a un arquero imaginario parado entre un par de macetas. Faltaba poco para terminar el partido. Ahí estaba Mugrelito. Nervioso, pero decidido. Podía tirarla a cualquier lado, pero sabía que estaba desafiando a la Toloza y eso le alcanzaba. Acomodó la pelota y ensayó un ritual como hacen los pateadores. Se notaba que había mirado patear a más de uno, eso era claro. Puso la pelota entre sus manos, la apoyó una y otra vez contra el piso, buscando el lugar exacto donde dejarla definitivamente. Hay quien dice que Mugrelito cerró los ojos al momento de patear. No hay confirmación al respecto, pero la pelota fue a dar justo a la espalda de un compañero, que cayó fulminado al instante. Era el “8” del equipo, y estaba parado dentro del área, pero a un costado, lejos de la visual del arquero de 2°A. De repente la pelota cambió de rumbo. Fue de derecha a izquierda, como un rayo, y pegó en un palo. Y no sólo eso, también pegó en la parte de atrás de la pierna del arquero, que estuvo inmóvil todo el tiempo que duró la secuencia. Mansita entró la pelota. Burlonamente mansita. Mugrelito no lo podía creer, pero no tardó en reaccionar. Salió disparado del lugar. Desaforado. Desaforado como nunca antes. Hasta que se paró en la mitad de la cancha, como para no obviar la mirada de nadie. Y ahí nomás se levantó el buzo. Abajo tenía una remera con una leyenda que empezaba en la parte del pecho de Mugrelito y terminaba en su espalda. “Dedicado a Beatriz Olga de los Angeles Toloza de Gómez, una retorcida”, rezaba sentenciosa la inscripción. El resto del tiempo, del poco tiempo que le quedaba al partido, sirvió para que Mugrelito se luciera aún más. Sacó todo lo que le tiraron y mostró seguridad cada vez que tuvo que dar un paso al frente, como cuando iba dispuesto y valiente a recibir el “siéntese tiene un 1”. Porque si algo tenía Mugrelito era valentía. Por cosas como el capricho y el rencor, Mugrelito jamás pudo aprobar historia. Y es el día de hoy que la incidencia de los hechos lo ha llevado a desconocer aspectos fundamentales de la materia. Mugrelito, por ejemplo, al único príncipe que nombra es a Francescoli y sabe de Belgrano porque una vez su papá le contó sobre ese jugadorazo que fue la Pepona Reinaldi. Pero se rompe la cabeza por saber si San Martín nació en Tucumán, Mendoza o San Juan. Sin embargo, lo que lo deja tranquilo a Mugrelito es que “la” Historia lo absolverá. Está seguro porque sabe, y eso sí lo sabe bien, que no es ningún traidor.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Las lágrimas de Anita


Anita llora. Llora y patalea porque parece que ella no entiende, pero resulta que sí. Y lo ve a su papá que agarra su riñonera y ella se queda, entonces entiende que ella no va. Le sale llorar cuando eso pasa. No cuando su papá se va a trabajar, porque eso lo entiende y no le preocupa no ir. Pero hoy es sábado. Anita se pone a llorar cuando, después de comer, su papá le cuenta que va a la cancha, pero solo, porque hoy no es un partido para que vayan las nenas como ella, que tiene cuatro años. Sin embargo su papá no le revela algunos secretos. Es que él no se anima a decirle que prefiere no llevarla porque hoy Atlanta es probable que no gane, que hace ocho partidos que no hace un gol y que el único jugador que los hizo, hoy no juega. Y el papá de Anita no quiere que ella se acostumbre a ver perder a Atlanta, sobre todo porque siempre hay tíos de River y Boca que andan merodeando para hacerle cambiar de club a ese primor de cuatro años. Si Anita no va hoy, su papá le puede contar a la vuelta alguna mentira que a los dos les haga bien: a él para garantizar el principio de herencia de la camiseta; a ella, porque le va a gustar que su papá le cuente que Atlanta hizo muchos goles, y que la próxima vez sí va a poder ir a la cancha y van a gritar juntos. Acaso el papá de Anita sabe bien de la volatilidad de los niños por el sentimiento futbolero. Y más en el caso de las nenas. Y además sabe el papá de Anita que Atlanta hoy tiene pocas chances de ganar. Es doloroso, pero es mejor que Anita no vaya una vez a la cancha. No sea cosa de alentarle recuerdos indelebles, de los cuales ella pueda arrepentirse con el tiempo. Que llore Anita, está bien. Su papá lo hace por ella; y por él, claro. Mejor que llore hoy y sea de Atlanta para siempre.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Jugar a vivir


Para mí el fútbol es un gran teatro del mundo que cambia la palabra por la pelota para transmitir ideas. Los miserables en la vida son los que no sueltan un pase en la cancha. Y los que pelean por los demás todos los días son los mismos que corren por sus compañeros para recuperar la pelota. No interesa que tan bueno o malo sea alguien jugando al fútbol. Si tiene valores más nobles que salvarse a sí mismo, importa que trate de jugar como piensa. Aun cuando esa manera de entender el mundo pueda conducirlo irremediablemente a la derrota deportiva.

Probablemente Alfredo Di Stéfano haya sido uno de los mejores futbolistas de la historia. Tal vez por eso su testimonio cobre mayor autenticidad. Dijo ese hombre brillante con los pies y sabio con la mente: “Ningún jugador es tan bueno como todos juntos”.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Los chicos de mi barrio


Una vez Maradona dijo: “en La Paternal se respira fútbol”. Sabía Diego de qué hablaba. En las calles de mi barrio los autos andan poco y hay oxígeno para que los chicos jueguen. Las calles se toman para armar picados, compuestos por verdaderos ejércitos de mini piqueteros con camisetas de fútbol, que no superan los doce años.
Ayer fui de compras y tuve que esquivar un partido que daba ganas de jugarlo. A la vuelta, ya con bolsas en mano, miré de lejos y fantaseé con la posibilidad de devolver a la cancha algún pelotazo perdido. Por las dudas caminé estratégicamente; es decir, por ninguna de las dos veredas. Venía por el medio, panorama despejado, sin coches a la vista y con un solcito que era una invitación a la felicidad. Y en eso, ella. Redonda, perfecta, derechito hacia mí se vino la pelota, que antes de que me llegara yo sabía cómo iba a pegarle. No era cuestión de devolverla así nomás. Es ese preciso segundo en que uno debe demostrar cuánto sabe. Preparé mi cabeza para el chanfle y dispuse el pie abierto para la ejecución y ni siquiera reparé en que tenía bolsas en las manos, porque de pronto me sentía uno de esos chicos del partido. Era como una ventana a mi infancia, donde había jugado a quince cuadras de donde ahora estaba por demostrar mi estilo, depurado en mil partidos de hace miles de días.

Y entonces pasó. No hacía falta porque lo tenía resuelto de antemano, así que para qué pedírmela. Para qué enrostrarme con tanto desparpajo que ellos pueden jugar las horas que sean y que no dependen de algún pelotazo perdido para entusiasmarse con patear una pelota. El grito fue de uno, pero equivalió al de todos. Cualquiera de ellos lo diría si se repitiera la secuencia. Seguro. Pudo ser el gordito, el pecoso, el rubio, el despeinado. Al primero que le saliera la voz hubiese dicho lo mismo:

—Señor, la pelota.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Ser o no ser


Tenía que ser y fue. Tenía que saber y supo. Tenía que abrazarla y lo hizo. No hay dudas que tiene que ser de esos jugadores que sienten la obligación de ser genuinos, siempre. En aquella ocasión, él fue en busca de la pelota sabiendo que debía arremeter a conciencia contra ese objeto sagrado para el futbolista. El abrazo no fue otra cosa que un gesto poético. El último de los románticos quedó a solas con la pelota, de cara al aquero rival, en un rato de apariencia efímera que el tiempo convirtió en inmortal. En efecto, cuando erró el penal no le importó ser condenado a un eventual escarnio. Ante todo sentía el deber de imponerse al aplauso, al grito cerrado de gol, a las palmadas vacías sobre su espalda.
Hay momentos en que uno no puede dejar de ser sí mismo ni un poquito. Es ese poquito el que puede marcar quién es quién en un instante. Ese era uno especial, impostergable y definitorio. Quizás la vez más importante que ese hombre tuvo la obligación de ser él mismo.

Como ya dije, él tenía que ser y fue. Tenía que saber y supo. Tenía que abrazarla y lo hizo. Y para ser justo, honró la Justicia.


(Dedicado a Morten Wieghorst, el entonces capitán de la selección sub 23 de Dinamarca, que el 4 de febrero de 2003 tiró a propósito un penal afuera por considerar que su sanción había sido injusta. Ese día Irán le ganó al equipo danés 1 a 0 y lo eliminó de la Copa Carlsberg, disputada en Hong Kong).

lunes, 2 de noviembre de 2009

Carteles en una cancha de fantasía


“Se prohíbe jugar a los que no sueñan con hacer un gol antes de empezar el partido. Y también a los que sospechan que nunca serán ovacionados por la estúpida razón de creer que la realidad es real y los sueños, puro cuento”.

“El mejor delantero no es el que más goles convierte, sino el que quiere hacer aunque sea uno para compartir el festejo con todos sus compañeros”.


“Acá no juega el que se cree mejor que los demás. Y tampoco el que piensa que es el peor de todos”.


“No hay eximidos para correr. Aunque hay contemplaciones para el que no corre. Tampoco nadie debería dejar de mirar al compañero para darle el pase. Pero se perdona al que alguna vez prefirió hacer su propia jugada. Lo que no se permite bajo ningún concepto es que jueguen los que no intentan ser felices”.


“El premio más valioso en esta cancha no es para ‘el mejor jugador’, ‘el goleador’ o ‘el arquero menos vencido’. Acá gana prestigio el que es condecorado con un premio de verdad: el de ‘mejor compañero’”.

viernes, 30 de octubre de 2009

Ninguno como él


Manuel Arturo Salá era un jugador excepcional. Cuando digo excepcional quiero decir exactamente eso: un futbolista de excepción. Y que se entienda como excepción alguien que hace lo que otro no puede hacer, excepto él. Todo lo que hacía era excepcional. Goles de mil gambetas, pases kilométricos a los que no les faltaban ni sobraban ni un centímetro y hasta caños que pasaban limpitos entre piernas cerradas. La descripción se ajusta al estilo de este jugador irreprochable, que transformó su carrera en una acumulación excepcional de triunfos interminables y vueltas olímpicas extenuantes. Reconocido por la prosa popular, los hinchas le endulzaban los oídos al canto de “hay que saltar/hay que saltar/qué futbolista, excepcional”. Otros tiempos.

Sin embargo, algunos fundamentalistas de los inventarios cuentan también acerca del día que aquel jugador excepcional erró todos los pases en un mismo partido, casualmente cuando su equipo se fue al descenso.
Yo sigo prefiriendo contar lo otro, lo que no fue una excepción.

lunes, 26 de octubre de 2009

Cuando el sentimiento se va a la B


El verdadero descenso se sufre en el amor. En el fútbol, en cambio, el padecimiento es pasajero. Así dure toda la vida.

Los equipos pierden la categoría y sus hinchas se consuelan con que van a volver.
Los que se separan (o los que se sienten que los separaron) no tienen un consuelo semejante.

El descenso en el fútbol es circunstancial. Lo resolvió alguna vez y para siempre el hincha, que nunca dejará de
atesorar en su corazón la secreta esperanza de que su equipo volverá a ascender.

Auténticos sufrientes son los que bajaron del amor al desamor. Ellos no pueden darse el lujo de los futboleros.

viernes, 23 de octubre de 2009

Haciendo política a los pelotazos


“La cotidianidad cambió para Evo. Al principio creyó que podía vivir a base de frutas. Desayunaba jugo de naranja y el resto del día comía papaya y plátano. A los pocos días sintió mareos y empezó a cocinar arroz y yuca y a cazar algún jochi. Sus manos se hicieron ásperas de tanto usar el machete y sentía que se le reventaban. Los antiguos colonos le explicaron que lloraban sangre. Se integró a través del fútbol. El domingo del debut –todavía recuerda el sombrero y las zapatillas que usó– hizo varios goles y resultó el mejor jugador de la cancha. Los lugareños empezaron a querer jugar con él, a preguntarle por su vida, por cuánto tiempo se quedaría. Fundó su equipo con el que salió campeón en el torneo de la central 2 de agosto. En un partido decisivo casi terminó a las trompadas contra un tal Renzo –dueño de unas mil hectáreas– porque le había dado una zancadilla. Enseguida se gremializó. En cada pueblo de El Chapare el sindicato, que cumplía funciones que el Estado no cumplía, construyó sus caminos, la escuela y la cancha de fútbol. Lo nombraron secretario de Deportes del sindicato San Francisco de la central 2 de agosto. Lo llamaban, en especial las mujeres, ‘joven pelotero’, ya que a cada reunión o ampliado llevaba un balón para jugar en el cuarto intermedio”.

Sobre la mudanza de los Morales a El Chapare, en 1981. Textual del libro
Jefazo (páginas 64 y 65).

lunes, 19 de octubre de 2009

Reflexiones I


El fútbol, casi siempre tan machista, permite refutar esa frase tan machista que dice que “los hombres no lloran”.

martes, 13 de octubre de 2009

Aprendizaje


El mudo no le gritó; el sordo no lo escucho y se la jugó solo; y el ciego no lo vio para pedírsela. Así jugaban los que no ganaban nunca. La secuencia primera de este relato no es otra cosa que la historia repetida de un equipo que estaba empecinado en no serlo. El cambio se dio por una decisión conjunta, que transformó esa realidad que no les permitía ser ellos mismos. El acuerdo fue tácito. De pronto el sordo no escuchaba pero aprendió a oír. Lo mismo que el ciego, que seguía sin ver pero entendió cómo mirar el partido. Y quizás por contagio sucedió algo similar con el mudo, que a pesar de que no recuperó el habla logró pedir la pelota. Improvisaron señas, gestos, voces, nuevos códigos. O ganas, muchas ganas. No se sabe bien qué de todo eso fue causa y efecto, pero empezó a haber pases (comunicación) entre los que antes jamás se habían entendido. La primera vez fue raro verle una sonrisa al ciego, cuando advirtió que un remate de un compañero suyo se metía despacio al ladito de un palo, mientras el arquero estaba inclinado en el otro. ¿Le habrá causado gracia el rebote afortunado o darse cuenta de que era gol, sin que tuvieran que avisarle? El mudo lo gritó sin emitir sonido, pero la gente lo miró, aturdida, por semejante festejo. Y el sordo, que no escuchó lo mismo que oyó la tribuna, salió corriendo, conmovido, para abrazarlos. Empecinados en jugar juntos, ese equipo no ganó ningún partido. Nunca. Pero desde que entendieron cómo entenderse, prefirieron no separarse. Porque cuando juegan se emocionan, comparten y disfrutan. Que por fin el ciego ve, que el sordo escucha y que el mudo, sin hablar, les grita a los rivales que ellos son invencibles.

jueves, 8 de octubre de 2009

El crítico (parte II)



Se vienen días decisivos para la patria futbolera. Algunos alumbran esperanzas en la supremacía colectiva de Argentina sobre Perú y en una posterior devolución de favores de Uruguay, si es que la que la Selección del otro lado del río llega sin chances a la última fecha.

Otros, reacios a mostrarse confiados, esperan con los ojos cerrados que todo pase lo más rápido posible, a como dé lugar.
Y están aquellos que le prenden velas al santo Messi, para que su estampa cobre gracia Divina como en Barcelona, la tierra de sus milagros. De él se encarga –lacónico– el oráculo de Lamas, un hombre que no se deja contaminar por el discurso dominante, ése que consagra como crack al pibe 10 del equipo de Maradona.

¿Es Messi realmente el mejor jugador del mundo?

lunes, 5 de octubre de 2009

En la cancha de (la ex) Terrabusi


Se pasan la pelota unos a los otros. No porque sean compañeros. El itinerario del despojo mutuo se remite a la estirpe de los temerosos, que sienten que la pelota les quema en los pies. Y así juegan un partido sin jugarlo, a la espera de que el tiempo pase y el resultado se imponga caprichosamente. El Gobierno no se la juega, por miedo a que se lo acuse de espantar inversiones extranjeros. El sindicato no se suma a la avanzada de los trabajadores, con tal de no quedar en off side.
Mientras, ellos, los que quedan en el medio de la jugada, no se comen la galletita.
Impiadosos para abandonar el partido de sus vidas, hombres y mujeres se rebelan para no dejarse poner la camiseta de la empresa. ¿Cómo? Resisten, empujan, contagian ganas. En eso andan por estos días los que van al frente y se la juegan. Para darle, en la cara, la vuelta olímpica al capital.

viernes, 2 de octubre de 2009

Hechizada


Lo veía embelesado, como alguien que siente profunda admiración por la obra del otro. El artista de nada estaba al tanto, salvo de ese momento único en el que era pura inspiración. Repetía los movimientos, porque ahí radicaba justamente el mérito. De extender en el tiempo esos toquecitos. La dama lo seguía sigilosamente con la mirada, y se sorprendía ante cada pequeña proeza de él. Era exquisito el estilo de ese caballero bien arropado, que no dejaba caer la pelota al piso, ni una vez. Fue en aquel cumpleaños que la morochita de trenzas, con cinco años, se enamoró del cumpleañeros. No por tratarse del protagonista de la fiesta ni por ser el mejor vestido. Lo que le atraía a la pecosa eran las virtudes futbolísticas del mocoso. Qué iba a decir su papá cuando le contara sobre Marianito. Ella lo había visto con sus propios ojos. Porque había que verlo. Ese malabarista le pegaba al globo azul con tanta astucia, que se mantenía en el aire. ¿O no era eso lo que su papá le había dicho una vez sobre los que hacían jueguito con la pelota? “Jueguito” era una palabra que se le había quedado grabada y era, para ella, sinónimo de algo muy difícil de lograr. Y mientras Marianito seguía en su mundo sin dejar que esa pelota azul tocara el piso, la enamorada anónima pensaba que su papá no le iba a creer lo de Marianito, porque dice que eso es muy difícil de hacer. Entonces mejor callarse y guardarse el secreto. Total ella a Marianito lo iba a querer siempre aunque su papá no supiera que, el que hace un rato había soplado la velita con el número seis, fuera el mejor jugador del mundo.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Jugar a soñar


El mundo sería mucho mejor:
Si dejáramos de ser individuos y fuésemos compañeros.

Si reírse no fuera la excepción, sino la regla.

Si imaginar fuera el estado permanente del alma.

Si ayudáramos a los que nos piden ayuda. Y a los que no, también.

Si nos dejáramos ayudar sin sentir que damos lástima.

Si fuéramos conscientes de que no existen las salidas individuales.

Si entendiéramos que construir de a muchos no es garantía de éxito, sino la única victoria que tiene sentido.

Si en vez de reprocharle culpas a los demás, nos sumergiéramos en una autocrítica profunda.

Si comprendiéramos que no hay peor abandono que creer que la felicidad es inalcanzable.

Si al fútbol sólo se jugara para refrendar todo esto que acabo de garabatear.


¿Ustedes qué piensan?

martes, 22 de septiembre de 2009

El crítico (parte I)

Nadie como él para representar a una clase empecinada en sublimar lo viejo en detrimento de lo nuevo. ¿Exponente de la negación de lo moderno? ¿Espécimen con carácter forjado para resistir los cambios? ¿Cultor de todo tiempo pasado fue mejor? ¿Todo eso junto? Interrogantes sobre un hombre polémico, que dispara el ayer contra el hoy en una pelea que parece no tener equivalencias: Bochini vs. Messi. Imperdible.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Instinto animal (político)


La forma de disputarse la corona fue mano a mano. De un lado el león, hasta entonces indiscutido rey de la selva. En el arco de enfrente un primate. Una hembra conocida en el ambiente por ser la mona con aptitudes futbolísticas jamás vistas en el reino animal. El león no contaba con semejante destreza para jugar, pero confiaba enteramente en su hombría. Además, cómo pensar en la derrota si nunca había estaba en el lugar de los que soportan órdenes. Poderoso en su aspecto, durante el partido (más bien un “Cabeza” o “Arco a arco”) el león rugía ante cada gol para magnificar sus conquistas. Mientras, los árboles estaban atestados de animales que miraban la progresión de goles, como aquellos que esperan saber en manos de quién quedará su destino. Sin fanatismos, la mayoría estaba volcada a favor del león, por eso del temor infundado a los cambios. Contra ese principio no escrito arremetió la mona, que con atajas elásticas fue desgastando el ánimo de su contrincante, que perdió fuerzas, además, para resistir los goles de cabeza que se sucedían en su arco. El único que podía salvar al león de la humillación era el árbitro, un sapo de dudosísima reputación. Los comentarios solapados de algunos conejos eran que, efectivamente, a la mona le habían metido el sapo. El batracio pitó con descaro a favor de un león que, ni así, lograba emparejar el juego. Con la derrota consumada, los populares animalitos que veían desde afuera cómo otros se jugaban el poder sintieron que poco o nada cambiaría: ya no reinaría el león, pero sí una monarquía. La hembra primate se colocó la corona y sin mediar festejos por su triunfo impartió órdenes. Mandó a matar al león y a pelar bananas para su banquete. Después, con la cabellera de su vencido se hizo hacer una peluca para lucir como una reina pomposa. Su poder duró lo que tardaron en desafiarla a otro Arco a Arco unos conejos sublevados. La creencia en el poder divino y la invulnerabilidad la hizo pensar que el partido sería sencillo. Y lo fue. La mona estableció reglas para anular los goles de cabeza de los conejos, que encima tuvieron que sufrir un piso alfombrado con cáscaras de bananas. Para colmo, el árbitro –el mismo de aquel partido entre el león y la mona– los perjudicó claramente, con fallos tan obviamente inventados que provocaron el chistido incesante de los búhos. Todavía hoy se considera una animalada la reacción del público. Cansada de lo que veía, una ardilla anunció que era necesario rebelarse ante la injusticia y emprendió una carrera hacia el árbitro. Con la empuñadura de un cigarrillo fue directo a la boca del sapo, que comenzó a inflarse y a los pocos segundos estalló por los aires. La mona corrió desesperada cuando vio que la insurrección se había masificado. A pelotazos la bajaron de un árbol y le quitaron todos sus fueros. Fue la última vez que hubo quien mandara y quienes obedecieran. En esa cancha oculta entre selvas y bosques, ahora todos juegan y nadie mira. Porque ya no existen los que tienen coronita.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Creer o reventar


A la Selección argentina le va mal, muy mal. Apremiado por la situación, su entrenador viajó ayer a Europa para hablar con Heinze, Zanetti, Gago, Lisandro López, Milito, Maxi Rodríguez, Messi y Agüero para descubrir los porqué de este momento en El secreto de sus ojos. En la noche previa al viaje, cuentan que D10s rezó. La pregunta es, ¿a quién?

jueves, 10 de septiembre de 2009

Puños apretados


De un lado los postergados. Del otro, los otros. Los que postergan a los que tienen poco o casi nada les dejan tener. El partido fue el desafío de unos por internar demostrar que en la vida no siempre ganan los mismos. La aceptación de los otros tuvo que ver con la omnipotencia de entender que la dominación cada tanto hay que refrendarla. Acaso la burguesía no concibe su vida sin ostentación. El acuerdo quedó sellado con el primer pitazo del árbitro, que –¿indicio de revolución postergada?– fue elegido por los que siempre eligen. De un lado jugaban los amigos que no compartían nacionalidades pero sí todo lo demás. Ernestito, Fidelito, Marquitos y el Evito nunca se conocieron en la infancia, aunque ellos hubiesen preferido compartir la niñez. Era el equipo donde jugaban los que el tiempo desacomodó y las ideas acercaron. Eran chiquitos esos jugadores que se animaban a soñar goles en el arco contrario, aunque les costara dar dos pases seguidos. Del otro lado estaban los otros, ya grandes, maduros e insensibles a la aparente debilidad de sus rivales. Un tal George, Tony, el Tano Silvio y Mauricio eran jugadores que siempre tenían la pelota apretada bajo la suela (de la bota). Sus goles no eran gritados por las mayorías, pero eso no les impedía seguir avanzando sobre esos idealistas que fueron niños ese partido para desafiar a una época. Niños que cuando parecían vencidos por una goleada irremontable se hicieron jóvenes, ancianos, mujeres, obreros, maestras, y muchedumbres y fueron tantos que los goles se mudaron de arco. Buscaron amparo los que antes ganaban en sus empresas, en las grandes corporaciones, pero ya no eran murallas de contención para evitar el paso de los trabajadores con la pelota en su poder. Y Ernestito fue Ernesto y fue tantas veces Ernesto, lo mismo que Fidel, Marcos y Evo, que el partido se hizo enorme y ya no hubo una sola cancha, debido a tantos jugadores. Los árbitros también se multiplicaron para dirigir pero ya no cobraran siempre para el mismo lado. Lo otro fue sencillo: de la mano de esos jugadores que se animaron a romper los resultados impuestos llegaron las conquistas permanentes y los gritos sagrados, que hoy no paran de escucharse en todo el mundo ¡Qué vivan los goles de los que siguen soñando una Revolución!

Este es un reconocimiento a los obreros de Zanón, recientemente expropiada de manera definitiva por sus trabajadores. Los goles de la ahora Fasinpat (Fábrica sin patrones) se hicieron en una cancha de Neuquén, donde se encuentra la empresa ceramista. Pero se festejaron en demasiados lugares. Sobre todo en Bolivia, Cuba y Chiapas, ahí donde viven los Evos, los Ernestos, los Fidel y los Marcos. Los que siguen jugando en el mismo equipo de siempre.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Garganta profunda


Los goles silenciosos son como el sexo sin gemidos. Se deben gritar los goles, como los orgasmos. Si no, el baile de la pelota dando vueltas en la red se queda sin música. Y el gol pierde su gracia. Lo mismo ocurre con el mágico intercambio de fluidos genitales. Para que sea mejor, es fundamental que lo acompañe una melodía de gritos incontenibles. Habida cuenta de la simbiosis entre música y movimiento, tanto para el fútbol como para el sexo existen gargantas privilegiadas. Esas que pueden cantar goles sobre la hora, hasta alcanzar el paroxismo. Y también para elevar la voz a los cielos, como anuncio final de un acto de amor. El hombre de la foto debe ser (¿cómo no serlo?) un gran gritador, que mejor tenerlo en tu tribuna. El mundo podría enterarse cuando su equipo (el tuyo) hace un gol. Pero más vale no tenerlo de vecino. Al menos cuando decide que es hora de permitirle amar también al cuerpo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Una máquina de comerse goles


A veces la lógica sucumbe ante personajes ignotos para la Historia, aunque no para las historias. De esos meollos menores surgen hidalgos y aprestos caballeros que nada tienen que ver con los protagonistas de la literatura universal, pero que son capaces de desterrar verdades supuestas. Un caso testigo es el del Gordo, que no peleó contra ningún molino de viento, ni se murió envenenado en nombre del amor. Impropias de él eran semejantes aventuras. Tampoco mató a nadie, ni peleó por nadie. Peor aún: ni siquiera se sabe cómo pudo llegar a ser jugador de fútbol.
Por ahí ha cobrado fuerza la versión que revela que, de chico, el Gordo empezó a jugar, o al menos se acercó a este deporte, por el “pan y queso”. Así de claro. Lejos de consentir ese método de elección de jugadores, del cual siempre surgía como el último reclutado, al Gordo le sedujo la sugestiva denominación.
Y así arrancó, con una panza imposible de acreditar augurios de crack. Cómo sería de gordo que nunca nadie lo llamaba por su nombre de pila. De movida se lo llamó El Gordo, a falta de alguien que lo conociera de antemano y de eventuales compañeros con resabios de cortesía. Ante estas irreductibles condiciones, el natural e improvisado bautismo cobró legitimidad para siempre.
Su posición de número “9” quedó señalada por un grito influyente.
—¡Gordo, mirá el gol que te comiste!— le reprocharon una vez.
—Y los que me voy a seguir comiendo— pensó él en aquel momento. Ese fue el comienzo de una larga trayectoria como centrodelantero, recorrida bajo la incesante búsqueda de “centros a la olla”.
Desde aquella exclamación el Gordo quedó embelesado con la sola idea de seguir comiéndose goles.
Incluso la estrecha vinculación que aquel hombre encontraba entre el fútbol y la comida lo arrastró hasta las más burdas comparaciones. Decía que tenía el empeine como una empanada, llegó a confundir un picado con una picada y mezcló las ofensas recibidas con recomendaciones gastronómicas.
Una día le gritaron “salame” y él levantó los brazos, eufórico, esperando que, en su honor, le tiraran uno de esos embutidos.
Cada vez que le decían “morfón”, lo tomaba como el mayor elogio que podía recibir en una cancha. Y entonces, a fuerza de volver a escuchar lo que para él era la bendición de la tribuna, se la pasaba dando vueltas para evitar el pase a un compañero.
El fútbol era su vida, como la comida. La diferencia era que en una cancha alcanzaba a socializarse, algo que no lograba refrendar con un plato. A partir del fútbol tenía sueños, amigos, detractores, momentos de gloria, emociones. Hasta su pertenencia como hincha estuvo asestada desde el paladar. Se hizo de Platense cuando supo el apodo del equipo de Saavedra. La camiseta le parecía horrible, pero al Gordo le encantaban los calamares.
Antes de entrar a la cancha, decía que iba a comerse crudo a los rivales. Nunca se sabía si el Gordo hablaba en serio o simplemente repetía frases hechas.
En términos futboleros podría decirse que era un perdedor nato. Sin embargo, las determinaciones del éxito y el fracaso, tal cual se asumen entre campeones y derrotados, no tenían cabida en su particular visión acerca del fútbol. Probablemente el Gordo tuviera razón. Si al final, el fútbol se asume desde esa letanía dietaria que sobreviene de la prosa tribunera. No tienen “huevos” los que no van a buscar una pelota o traban con menos ímpetu que sus rivales. Es un “zapallazo” el tiro que va a cualquier lado. Ni hablar de los que “nunca ganaron nada”. Esos, para la sentencia del hincha, son unos “muertos de hambre”. O no. Sugestivamente hay quienes tienen mejor prensa: se dice de ellos que tienen “hambre de gloria”.
El Gordo había reinventado el estilo del futbolista. Con la panza como arma y escudo se había hecho lugar en un espacio donde los guerreros de la gambeta y estilizados cuerpos cuentan con el mayor de los prestigios. Sin embargo, a fuerza de comerse goles, el Gordo se hizo un nombre en el fútbol. Fue el Gordo Canel desde entonces y para siempre.
Hubiese jugado toda su vida, de no ser porque le cambió el metabolismo. En esos primeros días comía lo mismo que de costumbre, pero físicamente lo asimilaba de otra manera. Como de a poco empezó a perder el encanto por los sabores, ya no hubo banquetes. Y adelgazó tanto que dejó de pensar, de soñar, de emocionarse.
El Gordo se retiró del fútbol sin largar una sola lágrima. Pero fiel a su carácter, antes de dejar la cancha dijo muy cordialmente “buen provecho”. Y recién ahí se fue.

lunes, 31 de agosto de 2009

Amor de cancha


Se vieron y se enamoraron. Pudo haber sido en una esquina, en la parada de un colectivo o en algún bar. Lo mismo daba que haya sido (como fue) una cancha de fútbol, el escenario donde ensayaron las primeras miradas profundas. Y muchas de las que siguieron, también. Al calor del canto de la hinchada se fueron reconociendo el uno para el otro, hasta entender que ya no iban a separarse jamás. Como los buenos amantes, se hicieron mejor pareja con el tiempo. En su caso, el amor ganó en intensidad a medida que pasaban los campeonatos. Sus miradas de ojos vidriosos no ocultaban la emoción de saberse tan enamorados como cómplices en la cancha. Acaso en la cancha se habían descubierto las virtudes que les provocaban atracción mutua. Había que verlos cómo se miraban, aún cuando la jugaba invitaba a los hinchas a levantarse de la tribuna, por cierta inminencia de gol. Nada les distraía las ganas de mirarse. Ni siquiera cuando no volvieron a pisar el club declinaron sus encuentros apasionados. Al contrario, el 2 y el 4 todavía se miran, se sonríen y andan a los besos por cualquier lugar.

jueves, 27 de agosto de 2009

El jugador que no tenía nombre


Se supo una vez de un jugador que no tenía nombre. Ni apellido ni primer nombre ni segundo ni apodo. Nada.
Era un crack. Un auténtico crack. De esos que ganan partidos ellos solos, si es necesario. Se hamacaba como pocos y solía dejar el tendal cada vez que arrancaba. Parecía una hoja suelta al viento, que vuela libre. Y salvo por la caída al suelo, igual que el jugador sin nombre cuando era derribado por alguna patada, las hojas no detienen su zigzagueante andar.
Este jugador era capaz de remontar partidos con jugadas fulgurantes y conquistas oportunas. Nunca hacía los goles inútiles que achican una goleada.
Como no tenía nombre, bastaba con chistarlo para ponerse a tiro de un pase suyo. Y así era. Tenía el oído afinado y la patada justa. Con un pase, era seguro que el hombre que no tenía nombre dejaba mano a mano a cualquier compañero.
Una vez gambeteó a tantos, que los rivales no parecían once. Y por si hace falta aclararlo, hizo el gol. Porque no era de andar gambeteando sin rumbo.
Soñaba en cada pique. Y volvía a soñar a la jugada siguiente. A veces resultaba un hombre espontáneo. Otras, en cambio, respetuoso de las tácticas. Nunca un desertor de las proezas futboleras.
Tenía el 10, o el 8. O quizá el 9. No importa. Era gigante su fútbol y dichosos los ojos que lo vieron, así que a nadie le importaba recordar el número de su camiseta. Los cracks, como él, no son el 10 de tal equipo o el 5 de aquel otro.
Tenía por costumbre gritar los goles de la misma manera. Carrera corta hacía un costado, puño apretado y boca y ojos bien abiertos. Pero hubo uno que lo gritó más que cualquier otro. Fue uno que le hizo a la Mediocridad. Era uno de esos partidos cerrados, en el que las patadas pelaban tobillos y nadie se animaba a desandar carreras al arco por miedo a caer en el ridículo. Como esos hombres que descubren que su vida tiene sentido, con ese ímpetu genuino, encaró al mundo entero, saltó más de mil piernas, esquivó al destino inexacto de los que no se animan a ser mejores personas y con la más sutil de sus estocadas dejó la pelota mansa dentro del arco.
Contrariamente a lo que se esperaba, nadie festejó. La más increíble de las conquistas se había producido. Absorta, la mayoría calló. Mientras el grito de este héroe se alargó intruso por el tiempo. Aún hoy algunos aseguran que todavía lo escuchan detrás de la aparición de la luna. Los enamorados también han testimoniado. Dicen, convencidos, que jamás dejan de escuchar el grito en las mejores puestas de sol. Y los valientes, los que abandonaron cualquier rutina por la más pequeña de las aventuras, confirman que todavía en sus oídos zumba aquella voz llena de gol.
Es cierto, están aquellos que se empecinan en sostener que es imposible la perdurabilidad del grito. Son los que se permiten soñar sólo cuando duermen.
De todos modos, a este jugador que no tenía nombre ni apodo ni nada, no hay en el mundo quien no lo haya oído nombrar.

lunes, 24 de agosto de 2009

Volver a las fuentes... de agua


El agua de los brazos de los ríos cordobeses se deja beber de tan limpia que es. Es fresca y transparente, como las primeras novias. “Es agua bendita”, dicen los curas. “Agua mineralizada de las sierras”, resaltan las publicidades de las empresas embotelladoras. También se aprovechan de esa pureza las maestras, que les repiten a sus alumnos que es “incolora, inodora e insípida”. Cada uno tiene sus motivos para reverenciarla.
Notable es el caso de los futbolistas que toman de esa agua, luego de perder algún partido. Dicen ellos que lo hacen porque tienen sed de revancha.

jueves, 20 de agosto de 2009

Sueños II


Hola Dios, ¿cómo estás? Ya sé que hace mucho que no rezo, no me digas nada. Igual no es por nada, pero vos también hace bastante que no me ayudás. No importa. No estoy rezando para reprocharte nada. Necesito tu ayuda, Dios. Más bien necesito hacerte un pedido. Yo no sé, pero desde hace un tiempo que sueño con tener una pelota de fútbol y nadie me regala una. Ni siquiera pido una que sea original, como la que usan los jugadores. Yo quiero una pelota, una pelota cualquiera. Aunque, sin querer meterme en tus cosas, me parece que vos podrías conseguir la mejor pelota que exista. Porque plata no te debe faltar. Y en el caso de que no tuvieras, siendo Dios nadie te va a negar una pelota. Pero no importa. Yo Dios me conformo con una pelota, la que vos quieras. Igual, por cómo me estoy portando, no creo que sea una toda rotosa. No digo que vaya a merecerme una profesional, pero al menos una bien redondita, que tenga gajos, como la de mi primo Leonardo. Ahí tenés, Dios. Mi primo tiene una pelota nuevita, y sin embargo bastante mal se porta en el colegio. Yo no te pido mucho. Te pido una pelota como tiene cualquier chico de mi edad.
Ya sé que debés estar ocupado con tanta gente que vive en el mundo. No te digo que la quiero para mañana. Bah, en realidad cuanto antes puedas conseguírmela mejor. Pero vos tranquilo, yo espero. Apuro tengo, no te voy a decir que no. Pero todavía puedo aguantar un poco más.
El otro día veía en la tele a los jugadores y más ganas me daban de tener una pelota. Yo te juro Dios que si me la conseguís no te pido nada más por un tiempo largo.
Mi papá me dice que no, que para qué. Pero él no entiende, sabés Dios. Yo dormiría todas las noches con la pelota, la abrazaría y seguro que mis sueños serían todos de fútbol. Es como cuando los chicos más grandes ven una película de terror. Después sueñan cosas de miedo. Con la pelota lo mismo. Pero mi papá no la entiende, me dice que no es así. Me dice que hay otros juguetes más lindos que una pelota. ¿Qué juguete puede haber más lindo que una pelota, Dios? Por eso te tengo que molestar a vos. Yo primero le pedí a mi papá, pero él me trajo un robot y me dijo que era mucho mejor, que me iba a gustar más que una pelota. Hasta habla el robot, sabés Dios. Bah, seguro que sabés, si vos sabés todo. Aunque lo de mi papá no sé si lo sabías. Y si lo sabías, no entiendo por qué no le hacés cambiar de idea.
¿Qué le costaba una pelota, Dios? Pero bueno, ahora te la pido a vos, que no te conozco, pero seguro sos más bueno que mi papá y me la conseguís. O al menos sos más comprensivo. Porque mi papá malo no es, pero hay veces que no quiere escuchar lo que yo le digo.
Y encima mi mamá le hace caso. Me dice “no te enojés amorcito, tu padre sabe lo que hace”. Pero no Dios, mi papá no sabe lo que hace, si no me haría caso y me regalaría una pelota.
Te pido eso, sabés Dios. Conseguime una pelota, te lo pido por favor. Ya estoy llorando, ves Dios. Así me pongo cuando le pido una pelota a mi papá y él, en vez de traerme una, me acaricia la cabeza y me dice “vos sos un chico inteligente”.
Bueno Dios, por hoy no te molesto más. Solamente te pido una pelota, acordate, ¿sí?
Ah, una última cosa. Si podés Dios, también necesito dos piernas ortopédicas. Una zurda y otra derecha, claro. No vaya a ser cosa que me consigas dos del mismo lado. Aunque pensándolo bien, con una me alcanzaría. Después, para apoyarme, usaría una muleta. Pero una pierna Dios, te pido al menos una pierna. ¡No sabés las ganas que tengo de hacer un gol!

domingo, 16 de agosto de 2009

Sueños I


La vio, la observó, la escudriñó y recién entonces, después de supervisarla con mirada de lupa, el de los mocos tendidos se animó a patearla. Al principio le dio de puntín, con toquecitos suaves. Le dio tantas veces como quiso su sonrisa, que desapareció al enésimo movimiento similar. Entonces, aburrido, el niño probó con golpearla con la parte interna del pie derecho. Hasta que se cansó de las repeticiones y arrancó con la zurda. Dos días seguidos estuvo pateando y pisando ese cuero que era un regalo anónimo. Algunos dicen que fue un pelotazo perdido de un partido lejano que fue a parar delante de él, en una callecita donde caminan los que se animan a soñar.
Por la tierra húmeda iba el niño cuando, de pronto, asistió al milagro de lo que muchas veces se utiliza como una expresión. “Descosió la pelota”, se suele exagerar cuando alguien jugó realmente bien. El chico que soñaba con un partido enorme logró, sin mediar metáfora, dejar ese cuero redondo abierto, con los hilos al aire. Fue entonces que, algo preocupado, volvió a la callecita donde había encontrado la pelota.
Quienes por ahí también caminan cuentan que el que alguna vez “la descosió”, ahora anda imaginando hacer un gol imposible. Para que esta vez su sueño no se le termine nunca.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Qué mal se TV


“Al fin van a dejar de rezarle a la televisión”. Callejeros, 2003.

Cayó el Imperio. Un día iba a pasar. Tenía que pasar. Es cierto que la caída nada tuvo que ver con una manifestación de hinchas organizados cansados de pagar para ver lo que debería ser de todos. Y que tampoco los que le arrebataron el gran negocio a la hegemónica empresa que tenía en exclusividad los derechos (¿con qué derecho?) de televisación gozan de la simpatía popular.
Pero cuando el discurso único se cae de boca, cuando tropieza el poderoso y, aunque sea, en algo se beneficia la mayoría, bien vale ensayar una sonrisa. Que lo que acaba de pasar sea una señal de tiempos mejores. Para que todo sea de todos.

lunes, 10 de agosto de 2009

Amor en la cancha


Ella se había enamorado del tres. No por su juego, que poco tenía de belleza y mucho de repudio de sus compañeros. Pero a ella nada le importaba más en la vida que verlo a él recorrer la banda izquierda. Ahí, siempre paradita en el mismo lugar. Su inmovilidad la limitaba a poder seguirlo de cerca sólo un tiempo. La otra mitad del partido también lo miraba cuidadosamente, pero a setenta metros. A ella la había cautivado ese tres, bajito, flaco, que a nadie le llamaba la atención. A la rubia, en cambio, le despertaba todo el amor del mundo.
La vez que él supo realmente de ella por primera vez fue luego de tirar un centro. Tras impactar la pelota, aquel muchacho sensible percibió el suspiro. Desde entonces, jugó cada partido dedicado a la dueña de esa emoción soltada al aire que, intuía, sólo él había advertido.
Si hasta empezó a soñar con la posibilidad de convertir un gol sólo para dedicárselo a esa mujer inolvidablemente hermosa. Pensaba que si lo hacía, ella no iba a poder aguantarse el amor calladamente y se lo iba a tener que gritar a la cara.
Entre sus infructuosas búsquedas por convertir erró una cantidad de goles suficiente para acumular a montones insultos de sus compañeros. Después de cada intento fallido, se repetía la escena: resignado, agachaba la cabeza y volvía a ocupar la zona donde se para el tres cuando empieza un partido.
Ella se había dado cuenta que algo había cambiado en él, y que sus intentos por convertir no eran casuales. Como para que él notara su observación, la chica de ojos claros no dejó de suspirar cada vez que esas piernitas enclenques pasaban al ataque. Y entre tanto resoplido de amor, un día él abandonó el partido y levantó los brazos.

Consciente de que jamás haría un gol, decidió sonreirle y esperar que ella le confirmara lo que él, a esa altura, ya sabía. El tres acababa de jugar su último partido en el equipo de los “solteros”.

jueves, 6 de agosto de 2009

Creyente


Cuenta el norte argentino con el amparo de la Pachamama. Dicen sus habitantes que la Pacha, Diosa de la Tierra, protege sus cosechas y bendice su suelo. Por ejemplo, los que creen en ella hacen pozos y bajo tierra depositan alimentos, para que se los multiplique. En agradecimiento, semejante divinidad recibe los más sagrados obsequios de hombres y mujeres. Entre otras cosas, se le ofrenda alcohol y cigarrillos, como muestra generosa de desprendimiento.
Una vuelta, un ferviente adorador de la Pacha enterró una pelota de fútbol junto con la camiseta de Central Norte, a la espera de buenos resultados. Sin embargo, el equipo del que era hincha, ni un punto sacó en los meses siguientes.
—La culpa no es de la Pacha— me aseguró el hombre, quien me explicó que la Madre Tierra ayuda nada más que a los vivos.
Y enojado, se despachó:
—¿No vio a nuestros jugadores? ¡Son todos unos muertos!

lunes, 3 de agosto de 2009

El equipo ideal


Estoy seguro de que en la vida hay cosas más lindas que el fútbol. Pero eso no me quita una convicción aún mayor: lo más lindo que tiene el fútbol es que te enseña a aprender de la vida. Por ejemplo, sé que el que prefiere guardarse los pases para convertir su propio gol, ése también le hace gambetas a los problemas de los amigos. Como también puedo advertir la generosidad del que pierde la pelota por mirar dónde había un compañero mejor ubicado y no le importa haber quedado en ridículo. Mirar al fútbol como guía de las conductas humanas permite deducir que el que se esconde detrás de un rival por miedo a que le pasen la pelota, ése no atiende el teléfono cuando lo necesitás. En cambio el que corre a un jugador del otro equipo hasta alcanzarlo por una pelota que él no perdió, ése te va a ayudar sin que se lo pidas. El que te reprocha si te perdiste un gol, ése va a esperar que te retuerzas en la desgracia para señalarte. Y el que en una situación idéntica igual te alienta, ése te va a querer pase lo que pase. Por eso cuando se juntan para jugar los generosos, los que no se esconden por miedo y los que no andan con reproches a mano, no se preocupan si les toca perder.
Abrazos profundos para todos y todas los que sienten que juegan en ése equipo; en el que vale la pena vivir.

viernes, 31 de julio de 2009

Sueño de futbolista


Los hielos de la Patagonia hielan la sangre de cualquiera. Blanco, inmenso, radiante es el Perito Moreno. Cada tanto se le da por desprenderse y el mundo paga fortunas por verlo hacer locuras. Mientras los hielos caen, los turistas festejan con alaridos y aplausos.

—Má— le soltó con tibieza un chico a su mamá.
—¿Qué mi amorcito?— le correspondió ella.

Y el niño, asombrado como todos, pero soñador como él sólo, le preguntó:
—¿Vos creés que la gente gritaría mi nombre si yo, de un pelotazo,
rompiera todo el glaciar?

martes, 28 de julio de 2009

La guerra de las galaxias


Real Madrid incorporó para esta temporada dos jugadores de élite con el fin de mostrarle al mundo de lo que es capaz: que puede sacar de su billetera 159 millones de euros para quedarse con Kaká y Cristiano Ronaldo. El objetivo del club madridista es juntar a los mejores jugadores del planeta. ¿O serán de otra galaxia?, porque ellos los llaman “galácticos”.
En eso andaban los poderosos de Madrid, paseando sus nuevas joyas, cuando Barcelona, el otro gigante de España, también echó mano a los ahorros (¿acumulación?). En su carrera interespacial por conquistar la Liga, los catalanes se compraron a un futbolista que hace maravillas con la pelota, aunque seguro no tantas como para valer 66 millones de euros. Zlatan Ibrahimovic se sumará a otras superfiguras como Messi, Iniesta, Henry, Xavi, que mejor ni pensar cuánto valen en conjunto. Ostentación pura.
Mientras al mundo le duele la panza de hambre, Real Madrid y Barcelona se muestran pletóricos por la abundancia. Y compiten, y se miran de costado, y se babean por lo que tienen y se mueren de envidia por lo que les falta.
El día que se enfrenten habrá choque de planetas, augura la prensa española. Ole. Una manera bien particular de hacerse los distraídos. En plena crisis, resulta que dos equipos compiten por insultar más a la condición humana y nada se dice. Si da vergüenza ajena ver cómo Real Madrid y Barcelona se esfuerzan por gritarle al mundo que no les importan los pobres, el hambre, la miseria y la integridad moral del planeta (este planeta). Aunque sea por delicadeza, podrían disimular un poquito.

jueves, 23 de julio de 2009

¿Pasión de multitudes?


Hay un mundo que el mundo de los hombres desconoce. Es el mundo de las mujeres que juegan al fútbol para divertirse, como los hombres que juegan al fútbol entre amigos. Un mundo que yo desconocía hasta que me contaron y después lo vi. Las que pertenecen a ese mundo tienen como principal virtud que son capaces de romper preconceptos y animarse a ser ellas mismas. Como si fueran chicos chiquitos, que todavía no se contaminaron con lo que dicen los demás, ellas juegan a jugar. Sin importar que un ejército de machistas se les burle, para que nada cambie y haya cosas de hombres y cosas de mujeres. Con ahínco, ellos, levantan las banderas del fútbol como bastión fálico de resistencia.
Hay que verlas a ellas. Se sabe que son coquetas, mucho más que nosotros. Y cuando juegan al fútbol les gusta coquetear con el gol. Y como ellas también besan mucho mejor que nosotros, cuando hacen un gol la pelota no entra como una tromba al arco; con sutileza, ellas hacen que la pelota bese la red.
Ellas son madres, amigas, hijas, hermanas, primas, jugadoras de fútbol que no se creen jugadoras de fútbol. Cuando paran la pelota con el pecho, la dejan descansar un ratito entre sus tetas y recién ahí, como si hubiesen dormido a un bebé, la sueltan para seguir jugando con los pies.
Ellas se animan a desafiar lo que los otros (nosotros) condenan. Que no se repriman más las mujeres que juegan al fútbol. Al fútbol le anda faltando algo de amor y glamour de esas amigas, madres, hijas, hermanas, primas. De ellas, las que se animan a jugar al juego que los hombres andan creídos que tienen los derechos de exclusividad.

domingo, 19 de julio de 2009

Trabajo de hormigas


La primera hormiga que planteó el desafío fue por hartazgo. Cansada de que el elefante pisara hormigueros con impune desparpajo, se le trepó por la pata y luego por el lomo hasta dar con su gran oreja, demasiada sorda para semejante tamaño. Desacostumbrado a los reclamos, el elefante desoyó a aquella primera hormiga. Como si nada se le hubiese dicho, al otro día aplastó de una pisada la tierra en la que soñaban millones de hormigas. La estampida sacó de los hormigueros a los muchos insectos que lograron sobrevivir. Fue el sacudón que les hacía falta para saberse compañeros y compañeras. En el raje, aquella primera hormiga protestante perdió una pata. Sin embargo, entera de alma, propuso la rebelión.
Le habló a una sobre el asunto, y esa otra lo comentó a la siguiente, que habló con alguien para que se lo transmitiera a su vecina de hormiguero. Y fueron miles el día que decidieron treparse al elefante para largar sus voces, todas juntas, en esas orejas tan chiquitas para escuchar a los demás. A desgano y vaya a saber qué de todo, el elefante comprendió que las hormigas lo retaban, insurgentes, a resolver la cuestión territorial con un partido de fútbol. Incluso es probable que haya sido la soberbia por tan ancho y alto tamaño la que lo llevó a aceptar la propuesta. No estaba claro cómo se desarrollaría el juego; mucho menos, las reglas.
El partido arrancó con una demostración de poder del elefante. De un sólo patadón metió la pelota en el arco, a pesar de la resistencia estoica de cien hormigas, que dieron la vida en su afán por detener el remate. La causa de las hormigas ya tenía un gol abajo cuando decidieron emprender un ataque masivo. Empujaron, todas juntas, esa pelota que les quedaba enorme y avanzaron contra el arco de su oponente. Con un cansancio pasmoso llegaron hasta las puertas del gol, pero la mole les cortó el paso. Y de un soplido hizo retroceder la pelota con miles y miles de hormigas aferradas a los gajos. Cuando lograron recuperarse, volvieron a intentarlo. Una y otra vez. Los etcéteras podrían describir con exactitud el desarrollo de las jugadas. Jamás llegaron al gol.
Concientes de que el partido no se podía ganar, igual siguieron intentándolo. El elefante se reía con sorna, sólo porque no quería que las hormigas advirtieran que les envidiaba la voluntad. Que no era otra cosa que una fuerza de trabajo mancomunado, que las impulsaba a luchar sin importar el rival.
Llevaban seis días jugando, con una diferencia a favor del elefante de mil y pico de goles. Sin embargo, nadie se decidía a dar por terminado el partido. Las hormigas, porque tenían una resistencia inclaudicable. El elefante, en cambio, por un miedo cada vez más grande. A pesar del triunfo, advertía que no contaba con compañeros para poder festejar. Y así, muerto de soledad, les ofreció la victoria a las hormigas. Demasiado tarde. A esa altura, las hormigas habían aprendido a compartir la derrota. Por lo tanto, no les dolía perder.
El elefante dejó la cancha, impotente. Con algo de lástima lo miraron las hormigas, que volvieron a sus hormigueros y brindaron y se besaron. Como los que sienten que su dignidad está intacta.